—La casa era una fiesta
—La fiesta transcurre en nuestra memoria
—Recuerdo un horizonte con volcanes
—El humo se había comido los volcanes
—Recuerdo unas muchachas dulces y locas
—No endulzaron nuestra vida
—No enloquecieron con nosotros
—Recuerdo unos amigos gritando en el carnaval
—Los ojos bañados en lágrimas
—Pero no había carnaval en la ciudad
—Ni era de hombres
—Llorar frente a los amigos
(Fantasmas en el balcón)
La casa flotaba en los días luminosos de la ciudad, en la luz cruda de sus mediodías, en las lunas vibrantes de sus noches, mientras los cazadores de la urbe salían a cazar. No había muchos cazadores ni mucha urbe, sólo jóvenes oprimidos por sus sueños, arrojados a la ciudad anónima, rica de esplendores idos y de novedades sin linaje. La opresión y la infracción sucedían en sordina. Nadie sabía gritar “Me celebro y me canto a mí mismo”, como había cantado Walt Whitman, pero el canto iba por dentro de cada quien, buscando su lugar en los cuerpos que no había, en la complicidad nocturna de las lunas veladas por el smog incipiente de la ciudad, en el coro de los sueños de los machos masturbines que gritaban en sus pechos desbordados, como el loco de Amarcord: —Voglio una donnaaaa!
Lezama leía una biografía de Whitman en busca del gigante desnudo revolcándose en la hierba que sus versos transmitían. Pero en vez del poeta desnudo encontraba al poeta vestido, urdiendo desde su secreter plenitudes imaginarias de un país imaginario: horizontes, cuerpos, ríos, hojas, hierba, Whitman.
En la biografía que leía Lezama no había el Whitman de sus versos, ni la América adánica de los versos de Whitman, sino un tipo llamado Whitman que había celebrado la guerra con México y se había pasado media vida en hospitales. Lezama estaba herido como un novio novato por aquella disminución.
—El pinche Whitman no es Whitman —le dijo a Gamiochipi la tarde en que estamos, en el balcón de la casa donde conversaban—. El pinche Whitman es un fiasco. Festejó que nos invadieran los gringos.
—Gamiochipi era guapo como un dios griego, pero podía ser también sombrío y desviante, como una foto de Nietzsche.
Le respondió a Lezama, muy al caso:
—Esta tarde me cojo a Susy Seyde.
Lezama dio un salto de sorpresa que se volvió muy rápido de envidia. Olvidó a Whitman, se concentró en Gamiochipi. Mejor dicho: en Susy Seyde.
A la sorpresa, no había lugar. Durante meses de conversaciones en el balcón Gamiochipi no había hecho otra cosa que mirar al suelo y mascullar tozudamente, con fijeza catatónica, el nombre de su novia Susy algo. Lo mascullaba, más que decirlo, al punto de que no se entendía de su dicho mucho más que el aviso de que quería hacerle algo grave a una creatura llamada Susy algo.
—¿Susy qué? —preguntaba Lezama cada vez, buscando alguna claridad en el arcano de dientes trabados de la dicción de Gamiochipi. A lo que Gamiochipi respondía con denuedo:
—MvycgeraSusy.
La tarde que referimos Lezama había podido escuchar por primera vez con claridad el nombre, el apellido y el propósito que bullían en el fondo complejo, oscuro, por momentos inexistente, del cerebro del hermoso Gamiochipi. Era el mismo propósito que había estado siempre en su superficie: cogerse a Susy Seyde.
No que fuera un gran propósito, no, ni que Gamiochipi no pudiera lograrlo. Todo lo contrario. Gamiochipi había estado tantas veces cerca de cumplir su designio que, en verdad, para el momento en que estamos, el incumplimiento de aquel designio era ya una especie de derrota generacional. Entre otras cosas, porque el hecho de que Gamiochipi no hubiera logrado introducirse en Susy Seyde, desde el punto de vista de Susy Seyde, no requería tanta espera. Según las confidencias abstrusas del mismísimo Gamiochipi, Susy Seyde estaba siempre lista, quemándose por él: los cachetes púrpuras, los labios trémulos, las orejas encarnadas, toda ella a punto, como el famoso bife de chorizo argentino. Lo único que faltaba en realidad era lo que Gamiochipi se había decidido a cumplir por fin aquella tarde: meterse de verdad en Susy Seyde.
Lezama corrió a los detalles: —
—¿Y cómo piensa proceder usted, maestro?
—No sé, cabrón. Nunca lo he hecho.
—¿Nunca ha hecho qué, maestro?
—Nunca me he cogido a Susy Seyde.
“Napoleón sin plan de batalla. Un pobre Napoleón”, iba a decir Lezama. Pero no dijo nada, sino que se arrastró de plano a las urgencias del chisme.
—¿Y dónde, maestro?
— ¿Dónde qué?
—¿Dónde piensa usted llevar a cabo su siniestro propósito?
—En su casa, cabrón.
—¿En su casa de Susy?
—O en el coche, cabrón. O en el cine. Donde sea, pero ya. Porque Susy no aguanta más.
—¿Porque “Susy no aguanta más”? ¿Pues cuánto tiempo lleva aguantando, maestro?
—Desde el primer día, cabrón, desde el primer día.
—¿Y por qué no procedió usted desde el primer día, maestro?
—Porque es virgen, cabrón.
—Ah, pues por eso no se aguanta —dijo Lezama.
—¿De qué hablas, cabrón?
—Susy no tiene experiencia en aguantarse porque es virgen, maestro. Si usted quiere que aprenda a aguantarse, tiene que quitarle lo virgen: desvirgarla y ya.
—No hables así de mi novia, cabrón.
—¿Pero si es su novia, por qué se la quiere usted coger, matador? A la novia se le respeta.
Gamiochipi ignoró la mayéutica inquinosa de Lezama, quien se dirigía a él, indistintamente, como maestro o como matador.
—Tiene que ser —porfió Gamiochipi—. Es lo que Susy quiere. Si no me la cojo, quedaré como un pendejo.
Lezama pensó que había un tono terminal en las palabras de Gamiochipi, un tono digno del fin de las tribulaciones del joven Werther, libro que Lezama había leído también, con fruición, durante algunas ineficientes madrugadas. Al final de su lectura le había parecido que las tribulaciones referidas eran por su mayor parte vaporaciones glandulares, y que al joven Werther, como a su contenida Carlota, y a Goethe todo, lo único que realmente les faltaba era eso que Gamiochipi se disponía a perpetrar en Susy Seyde aquella tarde.
Oh tardes decisorias. Oh inminencia. Oh Werther. ¿Por qué no te habías cogido simplemente a Charlotte y Charlotte a ti y tú a su novio y su novio a ti, y todos a todos, y de paso a Goethe, de modo que nadie se pegara un tiro por vaporizar de más?
Ejerzo el privilegio del narrador omnisciente para decir que Susy Seyde efectivamente se mojaba a discreción con Gamiochipi y que, al mismo tiempo, no sabía bien a bien lo que era eso. Se mojaba sola, de hecho, a la menor provocación, con independencia del apuesto Gamiochipi. Se mojaba, como si dijéramos, a fondo perdido, sin ser hija de Manhattan ni creerse un cosmos ni estar a la intemperie en su gigantesco país, como decía estar el pinche Whitman. Susy Seyde estaba sólo aquí, en la colonia San Ángel Inn de la ciudad anterior al Terremoto, pero se mojaba como un cosmos, carajo, como si un cosmos tocara a la entrada de sus muslos y sus muslos estuvieran listos para abrirse a la mismísima Estatua de la Libertad.
Lezama era capaz de imaginar todo eso y de lamentar, con afecto y envidia, el desencuentro fenomenal en que por tantos meses había incurrido el apolíneo Gamiochipi, respecto de la ardiente Susy Seyde. ¿Por qué no había podido simplemente perderse en ella? ¿Por qué no había podido simplemente hacer feliz a Susy Seyde, y a sí mismo, en la clandestinidad arrebatadora de cogérsela y ya? Cosas eran del tiempo, no de Gamiochipi.
Ahora bien: mejor que las tribulaciones de Werther por su Carlota, pensó Lezama, era la astucia urdida por Gamiochipi al decir que debía meterse en Susy Seyde no porque él quisiera cogérsela, sino porque ella quería que se la cogiera. Es decir, porque era ella la que no aguantaba más.
Oh ingenioso Gamiochipi.
Diré que Susy Seyde era una hermosa muchacha en cuya tranquila superficie de porcelana era imposible leer las pasiones turbulentas que escondían sus ojos claros, serenos, y sus modales tersos, exquisitos, inglandulares. Pero las glándulas de Susy Seyde estaban ahí, despertadas sin contención por el magnífico Gamiochipi. Apenas veía a Gamiochipi, Susy empezaba a mojarse, ya lo hemos dicho, quizá lo hemos dicho de más, nuestras disculpas por ello, pero el hecho es que de verdad seguía mojándose mientras estaban juntos, tocándose o besándose, y a veces se mojaba más entre menos se tocaban y se besaban.
Oh los novios.
El noviazgo de Susy Seyde con Gamiochipi había empezado meses atrás, con todos los agravantes de una comedia romántica, vale decir, un moderno cuento de hadas. Se habían conocido en el baile de fin de año de la generación de Gamiochipi de la Ibero, baile al que Gamiochipi en principio no iba a ir porque no tenía un traje oscuro, ni siquiera un traje, mucho menos el esmokin que pedían los esnobísimos organizadores del festejo, sin contar con que tampoco tenía los trescientos pesos que debía pagar cada quien y los otros cincuenta pesos, más una orquídea, que había que pagar para llevar una pareja.
—Pinches ricos —había dicho Alatriste solidariamente, cuando Gamiochipi le contó los requisitos: se les hacía fácil pedir trescientos pesos, más cincuenta pesos, más la orquídea, por llevar a bailar y a platicar durante horas a una pareja a la que en el fondo uno sólo se quería coger. Ah, los ricos. Pero este era el dilema: ir o no ir, pagar o no pagar. Tener o no tener esmoquin, más trescientos cincuenta varos.
Nada habría sucedido aquella noche, ni Gamiochipi habría conocido a Susy Seyde, si en el día previo al oligárquico festejo no hubiera llegado a la casa de huéspedes el sobrino de las hermanas que administraban la casa frente al parque. Era un robusto y sonriente morocho panameño, que iba de paso a su propia graduación en una universidad americana. Había venido a la Ciudad de México a conocer a sus legendarias tías, las hermanas que manejaban la casa, de las que su padre les había hablado toda la vida. El sonriente sobrino, llamado Donatelo, traía entre su menaje de graduante un esmoquin digno de una celebridad latina de Los Ángeles, digamos Desi Arnaz. Donatelo resultó ser no sólo el cuerno de la abundancia que era, sino también un pozo de generosidad, pues apenas se enteró del drama que consumía la casa por la privación de Gamiochipi, ofreció su esmoquin sin estrenar y le dio a Gamiochipi treinta dólares de su cartera, para la entrada y para la orquídea, y le dijo:
—Pero la besas hoy, hermano.
Gamiochipi tenía un cuerpo de príncipe y un guardarropa de mendigo, pero lo cierto es que hasta las prendas más tristes mejoraban en su horma, no se diga el reluciente esmoquin de Donatelo.
Hubo un “¡ah!” de niños expósitos cuando Donatelo extrajo el esmoquin de su maleta, una maleta de doble cuerpo, de antiguo viajante europeo, y sacó luego la camisa, y los tirantes, y la banda y la black tie, y fue vistiendo a Gamiochipi. Gamiochipi había visto en las películas muchos esmóquines, pero no se había puesto ninguno, de modo que se dejó vestir por Donatelo, como un torero, y cuando Donatelo le entregó también los zapatos de charol y los calcetines negros transparentes que completaban el atuendo, Gamiochipi era Cary Grant y brillaba doblemente en el resplandor natural de su apostura.
Aquella noche, en el baile, investido por la magia del rutilante esmoquin de Donatelo, Gamiochipi conoció a Susy Seyde, la cual venía con su hermana mayor, compañera de generación de Gamiochipi. Aquella misma noche, apenas verlo, Susy Seyde se empezó a mojar, con lo que quiere decirse que hubo humedad a primera vista. Al final de la noche, Susy Seyde accedió a la petición de Gamiochipi de visitarla en su casa, como era de rigor entonces, en la ciudad anterior al Terremoto.
De vuelta en la casa, Donatelo le largó un abrazo fraterno a Gamiochipi y preguntó:
—¿La besaste, hermano?
Gamiochipi negó, avergonzado.
Ahí había empezado, según Lezama, aquella misma noche, el juego de Aquiles y la Tortuga que se jugaría durante tantos meses por venir entre Gamiochipi y Susy Seyde, a saber: que por más que Susy Seyde se mojara y Gamiochipi avanzara hacia sus humedales, no habría nunca de llegar a ellos, como Aquiles no alcanzaría nunca a la Tortuga. Oh, Zenón.
Sobre cómo Gamiochipi hizo espiritualmente suya a Susy Seyde, hay esta escena que contar:
Una de las primeras veces en que pudieron estar solos en la sala de su casa, Gamiochipi y Susy Seyde no tenían nada de qué hablar. Susy Seyde había estado muda durante unos larguísimos minutos, ella que hablaba todo el tiempo, y a Gamiochipi no se le ocurría nada que decirle y no hacía sino mirar el perfil de alabastro de Susy Seyde. Durante todo aquel silencio, Susy Seyde se reía para sí misma, en secreta connivencia con alguna zona de su memoria, y eso era todo lo que Gamiochipi veía: la sonrisa mona lisa de los labios de Susy Seyde. Entonces Gamiochipi dio con la frase del refranero que cambió para siempre sus deseos y sus vidas.
Gamiochipi le dijo a Susy Seyde:
—La que a solas se ríe de sus pecados se acuerda.
Esta frase hizo en Susy Seyde el efecto de un rayo sobre un árbol, el árbol de sus secretos, y sembró en su cabeza , para siempre, la perversa servidumbre amorosa de creer que Gamiochipi conocía el fondo su alma, como un Gurdjieff o un Rasputín, lo cual la hizo sentirse desde entonces llena de Gamiochipi, aunque Gamiochipi no la tocara ni entrara en ella, sino que la mantuviera caliente hasta hervir cuando pensaba en él, ya no se diga cuando lo tenía cerca, silencioso y acezante, pues en medio de sus silencios de novios de mano sudada, Susy Seyde oía acezar a Gamiochipi como el centro delantero al defensa que le respira en la nuca. Qué oso Gamiochipi, qué manera de acezar.
Sentirse leída por Gamiochipi, sentirse, más que saberse, porque en la Susy de aquellos años no había tanto saber cómo sentir, le hacía el efecto de querer saberse más y de que Gamiochipi acabara de poseer sus secretos, ignotos para ella, metiéndose en ella. Susy Seyde no podía aceptar ni decir esto, solo podía quemarse al contacto de Gamiochipi y decirle sin decirle que dispusiera de ella, que actuara como un hombre con una mujer, carajo, después de tantos calentones.
Changoleón le había dicho a Gamiochipi, proféticamente.
—Te vas a consumir como cautín, cabrón, a puros calentones.
En aquel tiempo, en aquella casa, no había nada particularmente anticipatorio, original o visionario en la metáfora metalúrgica de Changoleón. El veredicto universal de la casa sobre la condición humana, una vez revisada la tradición occidental, podía resumirse en el latinajo del turbulento doctor Freud, favorito de Lezama: Semen retentum venenum est. Lo cual, venido al castizo, podía extenderse al dictum terapéutico de la casa, acuñado por El Cachorro: “Coged y os curaréis”. En aquella ciudad anterior al Terremoto, posiblemente en el universo, todos estaban reteniendo semen y envenenándose con él
Regresamos al balcón:
—Esta tarde voy a cogerme a Susy Seyde —dijo Gamiochipi, resoluto, por última vez, y entró a su cuarto en busca del atuendo de matador para aquel día.
Oh, Susy Seyde, murmuró la casa, por fin te iban a coger.
Era un viernes, Gamiochipi debía ir a la universidad por la tarde y, luego de la universidad, a la casa de Susy Seyde para cumplir su avieso propósito.
La casa siguió su ritmo hacia la noche y era el caso que esa noche Changoleón había arreglado con su amigo el Falso Nazareno, hijo de un rico dueño de tiendas de departamentos, que el Falso Nazareno abriría su departamento para una fiesta con amigas de una novia de Changoleón llamada Dolores. Changoleón tenía el don único de ir a una tienda de departamentos a fingir que compraba algo, pararse en el mostrador de perfumes, preguntar por los perfumes a la dependienta que le gustara y hacerla reír una vez, dos veces, tres veces, decirle luego que se vieran en el café de las Américas al terminar su turno, y en el café engatusarla, divertirla, quedar con ella de verse después, y verse después, hasta que algún día las besaba en su Taunus verde y las llevaba a un motel y tenía con ellas ese sucedáneo del amor eterno que es coger.
Con una de sus novias así procuradas, de nombre Dolores, Changoleón había urdido la telaraña de una fiesta, mediante el persuasivo mecanismo de que Dolores escogiera entre sus compañeras las candidatas a reunirse con los amigos de Changoleón, en el departamento del llamado Falso Nazareno, el hijo mayor del dueño de la tienda de departamentos rival de la cadena donde trabajaban Dolores y sus amigas, detalle que puede juzgarse trivial, pero que a la hora de los flujos sentimentales de la lucha de clases, era en realidad decisivo.
Las tiendas de departamentos eran una novedad en la ciudad, al punto de que la gente, en pareja o en familia, iba a caminar por ellas para ver los mostradores y las mercancías como antes iban al parque o a la feria. Novedad en aquel mundo eran también las dependientas de aquellas tiendas, todas jóvenes sin cuarto propio, pero con dinero propio, proveedoras sustitutas o complementarias de hogares de padres ausentes y madres extenuadas, todas jóvenes en busca del amor de su vida o de la aventura de su vida, o de las dos cosas, y de ser libres y jugar su suerte en la ciudad anónima, propicia a sus audacias sin testigos, al alcahuete amparo de las recién aparecidas píldoras anticonceptivas.
Y a través de Dolores les dijo Changoleón a aquellas novísimas jóvenes de la ciudad, como aquel hijo de Judea: Venid y os divertiréis, os acordaréis, os arrepentiréis, acaso os enamoraréis y cambiaréis de vida. Y ellas decidieron venir aquel viernes por la noche y vinieron riendo, nerviosas y curiosas, tímidas y audaces, reservonas y coquetonas, al departamento del Falso Nazareno, donde esperaban ya, impacientes e incrédulos, el escribiente Lezama, el ingenioso Morales y el prudentísimo filósofo de Atasta (Campeche), Jerónimo Alatriste, presididos todos por el Falso Nazareno y por el criminógeno Changoleón.
Oh vinieron todas, todas las convocadas, primeras hijas nuevas de la nueva ciudad, amigas y compañeras de trabajo de Dolores, a las que los machos masturbines bautizaron y recordaron el resto de sus días como: La Falsa Rubia Verdadera, llamada Julieta; La Pestañosa Cariñosa, llamada Ruth; La Bésame, Bésame Mucho, llamada Nina; La Gloria eres Tú, llamada Gloria Magallanes; la Mírame y No Me Toques, llamada Deifilia, y La Jefa del Partido del Bando de las Viejas, la susodicha Dolores Do, una trigueña que hablaba como tarabilla, digna pareja de embustes de su embustero novio Changoleón. Llegado el pase de lista del inicio de la fiesta, fueron de un lado Julieta, Ruth, Nina, Deifilia, Gloria Magallanes y Dolores Do, y del otro lado Lezama, Changoleón, Morales, Alatriste y el Falso Nazareno, cuyo nombre nadie conocía, pero al que Morales, experto en apodos, había bautizado así porque era rubio y barbado como los falsos nazarenos de los almanaques. Fueron nerviosamente felices de encontrarse sin conocerse y decidieron empezar la fiesta diciéndose sus nombres, demostrando luego los hombres que recordaban el nombre de cada una de las mujeres y las mujeres el de los hombres. Los que no se acordaran tenían que hacer algo, contar un chiste, cantar un comercial, pararse de cabeza o quitarse una prenda. Así lo acordaron por inducción del avieso Changoleón, mientras el Falso Nazareno les ponía enfrente las primeras cervezas y ofrecía cubas libres de su fabricación, por el módico precio de un beso en la mejilla. A las primeras de cambio recibió el beso pedido de parte de Dolores Do, que odiaba la cerveza por meona, según dijo, y porque lo que quería era bailar y sólo podía bailar luego de una segunda cuba, según dijo, así que le pidió al Falso Nazareno una cuba doble, del siguiente modo:
—Para mí, doble, papá.
Julieta siguió a Dolores en el camino de la cuba, lo mismo que Gloria Magallanes, pero no Ruth, la pestañosa, que pidió una cerveza, ni Deifilia, la tímida, que rehusó incluso la cerveza, ya con los ojos abiertos como platos por lo que estaba viendo que veía venir. En Deifilia puso sus ojos vigilantes Alatriste, el filósofo de Atasta (Campeche), ganado por el valor de aquella muchacha capaz de decir No sin alharaca.
Conforme se aprendían los nombres unas de otros y otros de unas, el Falso Nazareno fue apagando las luces altas, muy exhibidoras, y prendiendo unas lámparas sesgadas de cómplices reflejos, luego de lo cual alineó con mano veterana los repertorios etílicos de su pequeño bar. Así que cuando todas y todos pudieron repetir sus nombres, se habían tomado al menos un trago, habían sido envueltos ya por una penumbra propicia y estaban sentados una junto a otro y otro junto a una en los mexicanísimos sillones Sears y las aztequísimas sillas chippendale con que el Falso Nazareno había llenado de historia patria y autenticidad mobiliaria su leonero.
El juego de sillas resultantes fue que el criminógeno Changoleón sentó a su izquierda a su novia Do, de rodillas rubicundas, y a su derecha quedó Julieta, de caderas altas, y en la siguiente silla quedó Alatriste, inhibido por el perfume que exudaba Julieta, y junto a Alatriste, la falsa flaca llamada Ruth, de pestañas portentosas, y a la derecha de Ruth el avisado Morales, que tenía cara de niño pero de niño calvo, y usaba en compensación unos bigotes de morsa, a la Groucho Marx; junto a Morales quedó Nina, narizona cuerpo de uva, y junto a Nina, Gloria Magallanes, de labios gruesos, ojos chinos y dientes blancos, hijos de ignotas etnias chiapanecas, y al lado de Gloria Magallanes el alerta Lezama, que portaba una melena de león joven pero sin lavar y no había tenido la diligencia de arreglarse, por lo que su vecina, la tímida güera de rancho llamada Deifilia, lo miraba de tanto en tanto como a la espera del momento en que empezara a convulsionar.
Durante todo ese tiempo el Falso Nazareno les había dispensado un fondo musical ray conniff y otro benny goodman pero nada había sucedido con eso respecto del efecto buscado, a saber, el acercamiento de los cuerpos. Entonces el Falso Nazareno fue a la consola, puso el long play de rumbas probado en mil batallas (bueno, en cuatro) y sacó a bailar a Nina. Nina salió a bailar con el Falso Nazareno y Do salió tras ellos, arrastrando a Changoleón. Una súbita alegría corrió de todas partes a todas partes y arrancó una sonrisa a la mismísima Deifilia. El adusto Alatriste registró aquella felicidad de su Deifilia como una certificación de los buenos rumbos en que se le había empeñado, a primera vista, el corazón. Haciendo su irresistible bizco Groucho Marx, el oportuno Morales le extendió una mano a Gloria Magallanes y le dijo:
—¿Moveremos el bote, capitana?
A lo que Gloria Magallanes asintió con una sonrisa y una carrerita a la posición de codos en rumba que había adoptado Morales y Morales clamó entonces, mientras giraba sobre sí, demostrándose maestro de la rumba:
—Se siente, se siente: el fiestón es inminente.
El Falso Nazareno respondió con un grito destemplado de júbilo y una carcajada que mostró en su perfecta boca de labios rosados el oscuro hueco de un diente faltante.
Puede decirse que la fiesta empezó con esta descarga de rumba, aunque no estaban bailando ni Deifilia, ni Julieta, ni Ruth, ni Alatriste ni Lezama. Sonaron entonces en la puerta dos aldabonazos perentorios que nadie oyó, salvo el oído policiaco de Lezama, quien fue a ver quién era. Puso la mejilla en el vano de la puerta y los labios como cucurucho junto a la mirilla para preguntar:
—¿Quién osa?
—Soy yo, pendejo —gruñó del otro lado la escrofulosa voz de Gamiochipi.
—Usted no puede ser, matador —dijo Lezama—. Usted está en este momento inaugurando a Susy Seyde.
—Abre, cabrón, no te burles. No te vuelvo a contar nada, cabrón.
Lezama entendió que Gamiochipi no estaba para bromas y le abrió. Gamiochipi entró bufando. A la entrada de Gamiochipi, Alatriste sintió esponjarse a su compañera de silla, la falsa rubia verdadera llamada Julieta, la misma que lo había ahogado y seguía ahogándolo con la dulzona vecindad de su perfume. Cuando Julieta vio a entrar a Gamiochipi bañó a Alatriste con un shot adicional de la misma vaharada, pues lo que hizo fue meterse los brazos bajo la melena de falsa rubia verdadera y sacudirla hacia arriba, y dejársela caer sobre los hombros, como tomando vuelo para levantarse de su silla. Eso hizo, levantarse, y fingir un rodeo por el bar que regenteaba el Falso Nazareno, un rodeo llamado a terminar, como apostó Alatriste consigo mismo, en la vecindad de Gamiochipi. Las mujeres que se perfuman quieren que las huelan, pensó estúpidamente Alatriste, y fijó la mirada en el taimado periplo de Julieta.
Luego de abrirle la puerta, Lezama había seguido a Gamiochipi hasta el sillón donde se dejó caer, enfurruñado, y se cernía sobre él como un buitre socrático para arrancarle el secreto de lo sucedido con Susy Seyde. Pero la falsa rubia verdadera llamada Julieta, tal como anticipó la mirada de lince de Alatriste, había terminado su rodeo por los dominios del Falso Nazareno y, como quien se pasea por el Sena, había ido a parar a la ribera izquierda del sillón de Gamiochipi.
—¿Cerveza, cuba o qué, señor? –le preguntó Julieta a Gamiochipi, con la clara denotación intertextual de que ofrecía realmente el qué.
El enfurruñado Gamiochipi respondió sin mirarla:
—Una cuba, gracias.
—¿Sencilla o doble? —preguntó Julieta.
—Doble —farfulló Gamiochipi.
—¡Ah, igual que yo! —celebró Julieta, alzando otra vez con los brazos su melena perfumada, y girando alegremente rumbo al bar del Falso Nazareno.
Lezama se acercó a Gamiochipi como la sierpe del paraíso y le preguntó, con insidia digna de un Yago criollo:
—¿Desfiló Susy Seyde ante las armas de la República, matador?
—No estés chingando, cabrón. No te vuelvo a contar nada.
—De acuerdo, matador. ¿Pero, desfiló o no? Advierto que en caso de no recibir respuesta proclamaré ante nuestra audiencia el enigma que tenemos pendiente usted y yo.
Gamiochipi lo miró con lo que podría calificarse como un arrebato de furia ibérica, pero ante la mirada juguetona de Lezama, no pudo sino rendirse ante su propio ridículo.
—No desfiló, cabrón. Pero esto no se va a quedar así. Pinche vieja, este mismo día comienza mi venganza.
No bien había dicho esto Gamiochipi cuando Julieta volvía con las cubas dobles bamboleantes en las manos. Gamiochipi la vio entonces por primera vez, con lo que quiere decirse que cayó en la cuenta de su largo pelo de girones rubios y oscuros, sus piernas de cadera alta, su cintura de chamaca, sus pequeños pechos bien puestos bajo el suéter delgado de lanilla ceñida.
Entonces Gamiochipi le dijo a Julieta, sin más, olvidando por el resto de la noche a Susy Seyde.
—¿Pero y tú dónde andabas, mujer?
—Acá en la cocina, preparando cubas —respondió Julieta—. ¿Y tú?
—Persiguiendo la ballena, mamita, persiguiendo la ballena. Pero creo que ya la encontré.
Y diciendo y haciendo, Gamiochipi tomó a Julieta del redondo y musculado brazo izquierdo y la sentó en el brazo duro de su sillón y le enlazó la cintura con su propio brazo de vellos vascuences, y luego de darle un primer trago de camello a su cuba doble recostó la sien en el pecho breve de Julieta, y musitó, acurrucándose:
—Y tú, ¿estudias o trabajas, mhm?
Impresionante había sido siempre el don de Gamiochipi para cambiar de la tragedia al ligue, del amor de su vida a los pechos anónimos cubiertos de lanilla que se ofrecieran a su inspección inesperada, y al sucedáneo del amor que se decía entonces fajar y, en lo alto de la loma levantada, señoras y señores, simple, absoluta, paladinamente: coger. Oh dioses, pensó Lezama, cómo podía Gamiochipi cogerse a quien quisiera salvo a Susy Seyde.
Las risas de Julieta, suscitadas por las cosquillas que le hacía Gamiochipi, encendieron la envidia de Lezama, que decidió levantar el campo y largarse con su mayéutica a otra parte. Vio al fondo de la sala, como en el confín del mar, bebiendo su cerveza, embebida en sí misma, a la falsa flaca llamada Ruth, cuyas pestañas de vaca enrrimeladas lo habían atraído desde el primer contacto. Nada equivalente había encontrado Ruth en la indefendible efigie de Lezama, sino que, al revés, se había puesto en guardia ante la visión de sus zapatos de gamuza, en los que no quedaba gamuza alguna. Aquellos zapatos irredimibles habían hecho saltar en el cerebro de Ruth la única frase de saber mundano que había en el repertorio de su familia, a saber, el dicho de su abuela Filemona: “Los hombres van a ser como sean sus zapatos”.
Los zapatos de Lezama no alcanzaban para garantizar que hubiera un hombre dentro de ellos, a lo más un joven zombie, quizá, pasado el tiempo, un hombre de verdad, el hombre que se iba construyendo dificultosamente dentro de Lezama, un hombre lleno de gracia, ingenio y gravedad, incluso un hombre guapo, pero no aquella noche, en que lo era todo inacabadamente, en gestación, digamos, como un ajolote. El ajolote se acercó nadando de pecho hasta Ruth y le dijo, luego de alisarse el pelo y cabecear en lo profundo demeritado de la sala:
—Tú no tienes pestañas, tienes abanicos.
Lo dijo con la cara de perico que usaba a veces y Ruth no pudo sino sonreír, abriendo y cerrando en aceptación sus abanicos. El detallista Lezama observó que Ruth no sólo tenía las pestañas largas y curvadas, sino perfectamente definidas, embreadas por el bastoncillo de rímel con una mano maestra, al punto de que las pestañas podían contarse una por una. De lo anterior, el cartesiano Lezama derivó que la pestañosa llamada Ruth, era una mujer capaz de concentrarse en los detalles de sí misma: una narcisa. Atacó por ahí:
—No sé por qué pienso que cuando vas por la calle vas levantando piropos.
—No me fijo en eso —dijo la fijada.
— Yo era bueno para los piropos, pero he perdido vuelo.
—¿Y por qué?
—Sólo se me ocurren barbajanadas.
—Dime una.
—Con una que te diga me dejas de hablar.
—No, por qué.
—Yo me dejaría de hablar si la dijera.
—Me estás picando, ¿eh? ¿Cómo te llamas?
—Hugo Lezama. ¿Y tú?
—Ruth
—Ruth qué?
—Ruth Emilia.
—Ruth Emilia qué
—Ruth Emilia Zerecero.
—Ruth Emilia Zerecero —se infló Lezama—: ¡Con el pincel de tu pelo, dibujaré tu nombre en la luna!
—Ay, qué bonito —dijo Ruth Emilia Zerecero, abanicando al prevaricador con sus pestañas.
Lezama la invitó entonces a bailar, y Ruth salió.
El Nazareno bailaba ya con Nina, Gamiochipi besaba introductoriamente a Julieta, Changoleón dejaba que Do se le untara al bailar, Morales circundaba con sus pasos de rumba sevillana la cintura sevillana de Gloria Magallanes. Oh, las cinturas, la felicidad de las parejas bailando sin conocerse. Cómo referir esta armonía de cosas en el fondo tan inarmónicas, destinadas sólo por un momento a la felicidad. Otra vez: Lezama adulaba a Ruth, que se rendía a la adulación. Nina dejaba que el Falso Nazareno le acercara al bailar el coso a medio erguir que acaso habría tenido el Verdadero Nazareno. Changoleón ejercía al bailar con Do el libertinaje sobreentendido de los amantes. Julieta empezaba a gemir bajo los efectos del acezante Gamiochipi. Deifilia y Alatriste fingían bailar, pero en realidad se miraban y miraban a su alrededor sabiéndose fuera de lo que miraban, pero unidos por eso, como quienes miran la línea temblorosa de un muro a punto de derrumbarse sobre ellos.
Fue entonces que Do se quitó la blusa y le ofreció a Changoleón sus medios pechos trigueños, cinchados por un sostén de media copa, de tenues varillas. Changoleón bajó la media copa faltante del sostén de Do y besó sus pechos enteros. Oh los pechos de Do, los pezones de Do, las areolas cafeces de Do. Madre mía de mis amores.
El asalto de Changoleón a los pechos de Do cambió la adrenalina de la fiesta, como se diría ahora, después del Terremoto. Con lo que se quiere decir que en aquel momento todos supieron a qué habían venido y que eso a lo que habían venido podía hacerse realidad, vale decir que iban a cumplir en otro cuerpo sus delirios, que iban a frotarse en otro cuerpo, a cumplirse en otro cuerpo hasta acallar al menos por un día sus pulsiones infantiles. Oh Freud.
Deifilia paró la débil rumba que bailaba con Alatriste y se puso las manos en la cara para no ver lo que de cualquier modo veía entre sus dedos. Pero la suerte de la noche estaba echada. Todos entendieron, cuando Do expuso sus pechos, que habían cruzado un umbral. Julieta dio un gritito y atrajo a Gamiochipi de la nuca para que le hundiera su perfil en el esternón, lo cual Gamiochipi hizo farfullando brrr brr brrr mientras Julieta le movía los hombros en bienvenida. Gloria Magallanes metió uno de sus muslos duros entre las piernas de Morales, quien lo retuvo entre los suyos sin perder el ritmo de la rumba. Nina aferró las flacas nalgas de Judea del Falso Nazareno para decirle que aceptaba sus vergüenzas semierguidas. Ruth besó cursimente el cuello de Lezama que olió el bilé dulzón de aquellos labios y la hebra agria de sudor de sus propias axilas descuidadas.
En el sabroso ritmo de la rumba se oyó la voz del inspirado Morales:
—Se siente, se siente, el reventón es inminente.
El perceptivo Alatriste llevó a la pálida Deifilia hacia un punto cercano de la puerta para ponerse a las órdenes de su escándalo.
Le dijo:
—Si usted quiere irse de aquí, señorita, yo la llevo a donde usted me diga.
A lo que Deifilia respondió:
—Yo no venía a esto.
Alatriste le dijo:
—La llevo a donde me diga.
Deifilia asintió con un puchero. Alatriste fue a pedirle a Changoleón las llaves de su Taunus verde, que era como la ambulancia de la casa, y Changoleón se las puso en las manos casi sin ver quién las pedía, pues había pasado de besar los pechos de Dolores a lengüetear su cuello camino al llamado Cuarto No. 1 de la instalación del Falso Nazareno.
No he descrito el departamento del Falso Nazareno, y quizá no hace falta describirlo, salvo, quizá, porque abundaba en el bien más escaso de la época, a saber: la cama cómplice. Oh un cuarto limpio, claro, escondido, seguro, con una buena cama donde coger. No había en aquel mundo un bien tan escaso como aquella cama, aquel cuarto, aquella intimidad soñada tantas veces en las noches y en las vigilias del mundo marsupial de los machos masturbines. El departamento del Falso Nazareno había sido en otros tiempos el leonero de su padre. Tenía un Cuarto No. 1 con cama matrimonial, un Cuarto No. 2 con cama simple, un Cuarto No. 3 con doble cama, y un Estudio donde no había una cama sino un chaise longue de aquellos donde el perturbado doctor Freud interrogaba a sus pacientes. Ejerzo el privilegio de narrador omnisciente para decir que en aquel Estudio podía ejercerse el mismo ritual que se ejercía en las camas, si acaso con alguna desviación francesa. Además, estaban la sala y el comedor, donde los convocados de aquel viernes se habían conocido, y el bar con consola desde donde el Falso Nazareno proveía la música y las bebidas cargadas, características de su hospitalidad. Además, estaba la cocina, claro está. Entre paréntesis: el departamento ocupaba una esquina del tercer piso del edificio donde estaba, y sus dos lados daban a un parque que se llamaba el Parque Hundido por la única razón de estar hundido.
Alatriste llevó a Deifilia en el Taunus de Changoleón por las calles oscuras de aquella ciudad en la que apenas había coches por las noches, a diferencia de las mañanas, donde convivían los coches de marca Oldsmobile y Nash y Packard y desde luego los Ford y los Chevrolet y los incipientes Citroën y los imponentes trolebuses que apartaban de su carril a sus competidores en la mañana y llenaban el silencio de las noches con un rumor vibrante. Los trolebuses cruzaban desde temprano la ciudad helada de entonces que empezaba su vida antes del alba con mujeres barriendo y baldeando sus banquetas, y terminaba al caer la noche cuando las dependientas de las tiendas salían de trabajar a las ocho y se iban a sus casas con un doble sentimiento de libertad y de tristeza, pues venían de su libertad laboral, de las tiendas donde trabajaban, de sus mostradores suntuosos y sus pasillos radiantes de luces, pero volvían al caer la noche, modernas cenicientas, a sus tugurios familiares, sus cuartos hacinados, sus casas amarillas, sus tercerías de vecindad, todos nidos precarios que apenas se atrevían, socialmente, a decir su nombre: volvían a ser las hijas cautivas de sus casas luego de ser las hijas libres de la ciudad.
Deifilia le dio a Alatriste la dirección de una cuadra con nombre de doctor, en la epónima colonia de las calles de doctores, la redundante Colonia Doctores, y Alatriste llevó a Deifilia al lugar donde le dijo que quería ir, discreta y verdadera, todavía con el traje de luces que se había puesto para la fiesta, pero no había podido honrar aquella noche. El fracaso de la impostación libertina de Deifilia, como hemos sugerido en el curso de este relato, había cautivado a Alatriste. Y su humilde regreso a casa, habiéndose reconocido incapaz de las falsas candilejas de la fiesta del Falso Nazareno, había hecho pensar a Alatriste que Deifilia era una starlet al revés, un hada madrina de la autenticidad en medio de su mundo pequeño, modesto, invisible, subalterno.
Alatriste detuvo el Taunus de Changoleón donde Deifilia le dijo, varios metros adelante de la puerta que era su casa, una vecindad a la que Alatriste la vería meterse minutos después. Pero antes de que Deifilia bajara del coche y se metiera en su casa, Alatriste le dijo:
—Yo no soy nadie señorita, salvo el que quisiera verla otra vez.
A Deifilia le dieron ganas de llorar pensando que se había ligado al tipo más feo de la fiesta, pues los pelos de Alatriste y sus perfiles de raza de bronce estaban más claros que nunca. Pero Deifilia regresó de aquel fracaso y se dijo que en el fondo se había conseguido al mejor de la fiesta y le dio un beso en la mejilla a Alatriste y le dijo que la buscara cuando quisiera, a la salida de la tienda de departamentos donde trabajaba, pero que el día que quisiera ir a buscarla a la salida, fuera a decírselo antes, por la tarde, para que ella pudiera hacer sus arreglos y salir con él. Luego de lo cual le dio otro beso en la mejilla y Alatriste olió en esa proximidad un perfume barato, mezclado con un olor a talco infantil. Volvió a la fiesta envuelto en aquel olor mixto de escuela primaria y salón de belleza de barrio.
Cuando el amoroso y sociológico Alatriste volvió con sus llaves del Taunus al departamento del Falso Nazareno no encontró un paisaje de final de la batalla sino el de una batalla a la mitad. Las luces estaban apagadas, pero entraban los reflejos tenues del parque que dejaban más o menos verlo todo. Inolvidable fue para Alatriste por el resto de sus días aquel paisaje de parejas reunidas una vez para quizá no reunirse nunca más.
Gamiochipi tenía a Julieta semidesnuda montada sobre sus piernas de futbolista. El Falso Nazareno estaba tendido en el suelo, desnudo junto a Nina, también semidesnuda, junto a él. Había una mujer aullando en uno de los cuartos. Alatriste tuvo la hipótesis auditiva de que quien así aullaba era Dolores Do, enloquecida por el torvo Changoleón. Aparte de ese aullido, sólo había en la transparente penumbra del lugar un murmullo de gente arrumacándose, emitiendo sonidos inexpertos, mal ayuntados.
Oh cogidas primeras de la prisa, dijo la casa, qué buenas eran.
Lezama se apareció en calzoncillos frente a Alatriste y le dijo:
—No hagas juicio de lo que ves. Estamos todos pedos.
—Lo que veo es lo que veo —dijo Alatriste—. Dónde va a acabar esto.
—Te digo una cosa, cabrón: lo importante no es dónde va a acabar, sino lo rápido que va a acabar y el mucho tiempo que vamos a extrañarlo.
Entonces, de nuevo, sucedió Dolores. Alatriste la vio entrar desnuda por la sala, tambaleante, a la vez esbelta y regordeta, con el triángulo oscuro del sexo anticipándola como en un torneo de caballeros andantes, y dijo a media sala, en altísima voz baja, como quien susurra a gritos:
—Quién quiere conmigo. Yo quiero con todos. Con todos quiero. Me alcanza para eso. ¿O no me alcanza, corazón?
Changoleón venía desnudo tras ella, con la tripa colgando y a él se dirigía Dolores con su última pregunta.
—Te alcanza, pandillera —dijo Changoleón—. Pero vente conmigo.
Dolores tuvo entonces un efluvio por su desnudo Changoleón y se fue a abrazarlo y Changoleón la cargó y la llevó de nuevo al refugio de su cueva, lo cual distendió por un momento las emociones del tendido.
Reinó la penumbra un rato, interrumpida sólo por las luces del parque que entraban por los ventanales, y por los arrumacos de las parejas.
Alatriste, que se había sentado en uno de los asientos de la fiesta, oía suspiros falsos y verdaderos y veía las siluetas moverse, confusamente, mientras pensaba en Deifilia. Al rato vio a Do volver desnuda caminando hacia él, ojerosa y ebria como una diosa. Tenía ahora el talle largo y los pechos pequeños, los hombros musculares como un trapecio, las piernas anchas y largas con el mismo triángulo isósceles de pelos oscuros y brillantes entre las piernas. Su cabeza era también de pelos oscuros y revueltos y su mirada la de una deidad del alcohol en busca de sexo. Alatriste la sintió llegar hasta él oliendo a ron y nada pudo hacer antes de que Do lo tomara de la bragueta con una mano brusca. La oyó decir:
—Contigo, el feo, también quiero, cabrón, con todos quiero.
Experto en temer, Alatriste temió la manipulación de Do y se apartó de ella, caminando a la ventana. Desde ahí la vio con alivio olvidarse de él y avanzar hacia Morales y Gloria Magallanes, que no habían terminado de terminar sus rumbas desnudas.
—Ustedes no necesitan ayuda —dijo Do, poniendo en la oreja de Gloria Magallanes una lengua húmeda.
Changoleón vino de nuevo de su cuarto al rescate de Do, y Do se montó en el torso denudo de Changoleón y se dejó llevar al encierro.
Pasaron los minutos de una muerta media hora, demoledora para Alatriste, que pensaba culpablemente en Deifilia y en la mano de Dolores Do, hasta que el criminoso Changoleón reapareció de nuevo, ahora a medio vestir, el pantalón puesto, desnudo el torso de nadador, y fue hacia el pedazo de alfombra donde yacía el Falso Nazareno, junto a Nina, para darle instrucciones. Dibujado por su silueta de anchas espaldas, Changoleón volvió al cuarto donde había recluido a Dolores. El Falso Nazareno se puso de pie momentos después y galvanizó a la concurrencia con un grito de guerra:
—¡A los tacos, cabrones! ¡Toca echarse unos tacos!
Hubo un abucheo penumbroso, pero el Falso Nazareno porfió:
—¡Tacos para todos, cabrones! ¡A los tacos del farol!
Los tacos del farol se ponían por las noches en la banqueta de un estacionamiento de Río de la Loza y Niño Perdido, y eran una especialidad de las madrugadas de los machos masturbines, una mezcla portentosa de tortillas recién echadas, con bisteces al carbón rezumantes de grasa y paletadas de chiles verdes molidos en las trincheras de Verdún. Las primeras mordidas de aquellos tacos despertaban dinosaurios, disparaban como con un cañón de circo los cantos gástricos de la alegría de la madrugada.
Hubo un acuerdo mascullado para la arenga del Falso Nazareno, un acuerdo de todos, salvo de Julieta, que quería seguir montada en Gamiochipi, de Gamiochipi que seguía medio metido en Julieta, de Nina que se había dormido cumplida de amores junto al Falso Nazareno, de Gloria Magallanes que babeaba en el hombro del peludo Morales, y del sorprendido Lezama que juntaba recuerdos del cuerpo de Ruth para inmortalizarlos en un relato.
Hechas todas las cuentas, pocos querían moverse de donde estaban, aunque había en ese reposo feliz de los cuerpos, como en el de los pueblos, la necesidad de una orden de marcha, un llamado a la acción, un regreso a la vida dura y torpe de la que se habían escapado por un rato amoroso, pero de la que en el fondo era imposible salir, de modo que la voz de marcha tenía que venir de algún sitio, del sitio más pendejo, del heraldo más pendejo del mundo al que debían regresar, encarnada esta vez, aquella noche, en el llamado a los tacos de la voz del Falso Nazareno.
Oh prédica siniestra: olvidar el amor, deshacer la paz, regresar al mundo idiota, ¡ir a la calle a comerse unos tacos!
Nadie quería moverse de donde estaba, cogido y saciado, tratando de recordar para siempre lo sucedido. Nadie quería moverse de donde estaban porque estaban felices en el gozo de sus tropelías cumplidas. Otra vez fue Dolores Do la que tuvo los arrestos de volver del cuarto donde la había recluido Changoleón a gritar el discurso de la noche. Y dijo, ante la evidencia de que todos los hombres de las parejas antedichas empezaban a responder a la arenga del Falso Nazareno, contra el mandato de sus mejores emociones.
Dijo Do:
—Qué fácil los mueve el hambre, cabrones. Como a los niños. Qué ciegos son. Como si les sobrara el amor, cabrones. Como si pudieran comerse el amor de aperitivo, antes de unos tacos. Ya sé qué tacos dice este cabrón: los Tacos del Farol. Y sé por qué les pasan por la cabeza esos tacos después de coger. Porque ustedes, cabrones, lo único que quieren es coger y luego comerse unos tacos. Uno: cogernos. Dos: comerse unos tacos. ¡Pinches escuincles! No tienen corazón, sólo tienen pito y boca, cabrones. Les digo esto, de acá de este lado. Estoy por encima de ustedes porque sé lo que quieren. Porque todo lo que quieren ustedes, cabrones, es coger. No nos ven nunca como somos, porque todo lo que quieren es coger. Nos ven cuando estamos vestidas como si estuviéramos desnudas. Nos ven encueradas cuando estamos vestidas, cabrones, sólo piensan en cómo tenemos las piernas y las chichis, y en cómo seremos encueradas. Porque lo único que les interesa a ustedes, cabrones, es coger. Bueno, les digo, y óiganme bien, abusones: yo también lo que quiero es coger, pero cuando acabo de coger quiero que me quieran, cabrones, que me quieran mucho, o al menos por el siguiente rato, cabrones. Parecen liendres, chinches, garrapatas. Saben qué: búsquense otra vaca. Abusones, ojetes, garrapatas.
Do estaba desnuda, los músculos tensos de los brazos, las piernas duras, las plantas arqueadas de los pies bien puestas en el suelo, y su voz tenía un ritmo grueso, gutural.
Cuando terminó de decir lo que dijo aquella noche tenía el rímel corrido sobre las mejillas a la manera de Edipo desojado, y toda ella era un pistón de llanto.
En honesto ejercicio de autor omnisciente digo que aquella noche los machos masturbines se pusieron tristes con el discurso de Do, y luego fueron a comer tacos y tuvieron el cuidado de llevar a sus casas a las mujeres, una por una, y arroparon a Do para que viniera todo el trayecto con ellos, en el Taunus de Changoleón, y aunque no pudieran caber en aquel Taunus todos los que fueron aquella noche en él, caben en el relato de esa noche con una especie de fuerza epifánica, de amor saciado, de modo que aunque no cupieran todos en los hechos, caben todos en la memoria, y fueron cayendo esa noche cada uno y cada una en su lugar, las mujeres en sus casas, inquietas por su ausencia, los machos masturbines en la suya, frente a la jacaranda, todos hijos de su ciudad, cada uno y cada una un cosmos como el cabrón de Whitman que había vivido todo, soñado todo, inventado todo.
Cuando habían llegado todos a sus casas, todavía quedaban Lezama, Changoleón y Do en el Taunus de Changoleón, que manejaba Changoleón, y se dirigían a la casa de Do, en la esquina de Viaducto y Tuxpan, una casa que Do y su mamá y habían heredado de un padre y de un marido ahorrador, de cuyas sombras sensatas y estable Do estaba en trance de fuga desde hacía dos años.
—¿Ven aquella luz de la esquina del segundo piso? —dijo Do—. Es la recámara de mi mamá. Son las dos de la mañana y me está esperando. No me pide nada, ni a qué horas llego ni a qué horas me voy. Lo único que me pide es que llegue a la casa o le avise que no voy a llegar. Y que cuando llegue, me asome a verla. ¿Ustedes creen que me puedo asomar a ver a mi madre con estos rímeles corridos y estos ojos rojos y esta facha de puta con que me están dejando, cabrones?
—No —dijo Changoleón.
—¿Quiere decir que me van a esperar a que me limpie la cara y me ponga mis trapos y me eche colirio en los ojos y entre a mi casa metida en mis zapatos, zarandeada pero vestida, y vaya a decirle a mi mamá que me eché unos tragos de más porque es viernes, pero nada más?
—Lo que tú digas, pandillera —le dijo Changoleón.
Esperaron entonces a la ceremonia de recomposición de Dolores. Lezama puso especial atención en el ritmo de sus suspiros, que gemían primero, como en el principio de una pérdida y se regularizaron después en las hermosas fosas nasales de Do, y en su garganta, mientras sus manos recomponían su hermoso rostro trigueño, de ojos rasgados y mejillas jóvenes, y su pelo enmarañado volvía a ondularse en torno al óvalo trigueño de su rostro. Lezama observó también, con ojos que no olvidaron, la forma resignada y niña en que Dolores volvió a vestirse con las ropas que traía y a ponerse las medias de raya y sus zapatos de tacones altos, pues no era muy alta, y dos toques de bilé y un punto de perfume en cada oreja, y la forma como después se volteó hacia Lezama desde el asiento delantero del Taunus donde viajaba, para decirle:
—¿Fuiste feliz, cabrón? ¿Fuimos felices?
A lo que Lezama respondió:
—Más que felices.
Dolores se volvió entonces a Changoleón y le dijo:
—Zángano, embaucador, eres la perdición de mi vida. ¿Y sabes lo peor? Que me vas a dejar, que me estás dejando ya en este momento.
Hizo una pausa, se miró los ojos en el espejo, y volvió hacia Changoleón, llena de contento y energía:
—¿Me das un beso de últimas, embaucador?
El embaucador la tomó por la nuca, la atrajo hacia él y la besó como Rhet Butler a Maureen O’Hara o a la otra, ya saben, comprobando que era un embustero.
Luego vieron a Dolores bajar del coche, caminar a la rejilla del jardín que precedía la entrada de su casa, abrir la puerta con su llave, voltear hacia ellos y decirles adiós con un gesto que empezó alto y que terminó desmayándose en sus muslos, sintomático, según Lezama, de que ahí habían vuelto a salírsele las lágrimas.
Era octubre, había una luna llena de octubre, redonda y cercana como una promesa cumplida en el cielo incipientemente nublado de la ciudad.
Changoleón le dijo a Lezama mientras manejaba, ebrio y apacible, hacia la casa:
—Lo único malo de todo lo que pasó hoy, cabrón, es que ya pasó. Y no volverá.
Fantasmas en el balcón. Literatura Random House 2021
Héctor Aguilar Camín
Escritor, historiador, director de la revista Nexos.
Su último libro: La dictadura germinal.
Crónica de la destrucción de la democracia mexicana
Editorial DEBATE, 2025