La revolución liberal

 

Capítulo 2 del ensayo: “La invención de México”, del libro Subversiones Silenciosas, publicado en 1993 por la Editorial Aguilar.

 

2. LA REVOLUCION LIBERAL
El agitado siglo XIX mexicano fue la prueba doble de que la realidad colonial persistía con fuerza incontrastable en todos los órdenes de la sociedad y de que no había en ella proyectos alternativos para sustituirla. La historia del liberalismo mexicano y de su triunfo fue, en buena medida, la historia de una coerción modernizadora sobre un país sellado por sus tradiciones feudales.

El liberalismo fue en sus inicios una teoría revolucionaria porque sus principios contravenían drásticamente la realidad que pensaba transformar. Los liberales querían acabar con los fueros corporativos de la Iglesia y el ejército, capitalizar la economía desamortizando los bienes del clero y de las comunidades, instituir una república moderna con división de poderes y pacto federal. Sobre todo, querían barrer los restos políticos y sociales de la Colonia. Querían, literalmente, descolonizar y desindigenizar a las masas rurales, y dar paso a una ciudadanía de pequeños propietarios industriosos. El pleito con la Iglesia es conocido. Como buenos herederos de la ilustración, los liberales mexicanos vieron en la Iglesia el obstáculo mayor al progreso y al advenimiento de una sociedad moderna. La acumulación feudal de propiedades en manos eclesiásticas, sus privilegios y fueros legales, y su control de la educación, bloqueaban la reforma liberal en áreas vitales. Los liberales mexicanos concentraron sus esfuerzos políticos y jurídicos en hacer circular los bienes de manos muertas, que eran el principal impedimento a la división de la propiedad agrícola. Pero su ofensiva contra la propiedad feudal desató también una querella, igualmente intensa y violenta, aunque menos reconocida y estudiada, con el mundo rural heredado de la Colonia.

Las leyes de Reforma de 1856 fueron el clímax jurídico del triunfo de aquella cúpula modernizante sobre la sociedad real. Pero la ofensiva ilustrada había cruzado todo el siglo XIX, aun antes de la Independencia, bajo el signo del pensamiento de Melchor de Jovellanos. Casi sesenta años antes de las guerras de Reforma, Manuel Abad y Queipo, el obispo excomulgador de Hidalgo, había propuesto que se repartieran las tierras de las comunidades. Las Cortes de Cádiz retomaron el proyecto en 1812 y Severo Maldonado y Tadeo Ortiz lo abanderaron en México para 1822: «Ilustrados y filantrópicos», recuerda Jean Meyer, «conservadores y liberales (…), todos los cerebros pensantes de México se reapropiaron el sueño de los Gracos y de la Revolución Francesa: destruir, mediante la ley agraria, el gran latifundismo y construir la democracia de pequeños propietarios acomodados». Los indios, que sabían poco y mal de todo tipo de propiedad que no fuera la comunal, fueron el eje de la resistencia, juntos, pero no siempre revueltos con su poderoso pastor, el clero. A lo largo de todo el siglo XIX, agrega Meyer, «las comunidades campesinas están fuera de la vida nacional y no conocen el gobierno del Estado o la Nación: se alzan para defender sus tierras y su autonomía, lo cual representa un intolerable desafío para el orden constitucional». (3)

Para los liberales, la tenencia comunal de la tierra era la encarnación misma del pasado, la herencia a reformar que desafiaba las premisas liberales básicas. En lo económico, evitaba la circulación de la propiedad y frenaba el cambio agrícola. En lo político, posponía la identidad individual y perpetuaba la vigencia de legislaciones protectoras especiales, discriminatorias para los ciudadanos comunes y limitantes de la generalización democrática de las leyes para toda la sociedad.

La corriente modernizante tuvo un alto registro antindígena, porque en la población indígena fue donde percibieron la mayor resistencia, las más hondas inercias coloniales. Para los liberales mexicanos —hijos del regalismo español y de las logias masónicas— la civilización indígena y sus costras novohispanas eran un peso muerto en la carreta del progreso. Ya el constituyente de 1822 había pedido que no se mencionara más a la raza indígena en los actos públicos. En el constituyente de 1857, el liberal Eduardo Ruiz exclamó: «¡En vano hemos abierto la puerta de la civilización a los indios!» El indio era para Guillermo Prieto «una criatura más terrible que el salvaje» y «una planta parásita» para Orozco y Berra. En 1913, diría Querido Moheno: «El elemento indio es un permanente obstáculo al progreso».

Por su parte, los gobiernos de los estados habían venido legislando durante el siglo XIX contra las comunidades indígenas para meter sus tierras al mercado, despojándolas de sus protecciones jurídicas. En 1825, legislaron Chihuahua, Jalisco y Zacatecas. En 1826, Veracruz; Michoacán y Puebla en 1829. La coerción, como he dicho, no se dio sin resistencia. El mismo Jean Meyer ha hecho un recuento provisional de 53 rebeliones de índole agraria, contra leyes modernizadoras, entre 1820 y 1910. Sobre aquella belicosa mayoría triunfó el liberalismo, aunque en 1910 las comunidades conservaban todavía un 40% de las tierras con que habían empezado el siglo. (4) El zapatismo puede verse como un momento estelar de aquel sordo litigio entre dos mundos y dos derechos: la horma paternal y pre-capitalista de la legislación colonial, contra la horma liberal que hacía crecer la nación quebrando sus herencias feudales, liberando la riqueza de sus frenos corporativos y arcaizantes.

De las entrañas revueltas de esta gran ofensiva liberal y de la resistencia a su proyecto y sus leyes, brotó la guerra civil que hoy conocemos como de la Reforma (1857-1861), la intervención francesa para apoyar al imperio de Maximiliano de Habsburgo, el triunfo de las armas de la República sobre ese imperio (1867) y, con ese triunfo, el primer atisbo de un gobierno sólido, embrión efectivo de un Estado nacional, sin enemigo al frente en lo interno y bañado por la legitimidad de la victoria externa.

Fue una victoria que en cierto modo cicatrizó la herida abierta de la guerra del 48 y dio, por fin, una respuesta a la dramática situación de un país a medias, en ansiosa busca de su forma de su ser, como, más amplia y decisivamente, lo ha planteado Edmundo O’Gorman. (5) Veinte años después de la pérdida territorial que definió sus fronteras —pérdida que hizo sentir a Lucas Alamán que el país llamado México podía desaparecer de la faz de la tierra y de la memoria de los hombres—, en el triunfo liberal de 1867 contra el Imperio de Maximiliano, se dirimió la disputa por el ser de la nación con la restauración de la república.

El propio Edmundo O’Gorman ha llamado nuestra atención, insuperablemente, sobre la densidad histórica de aquella disputa por la nación y el poder cristalizado de los bandos. En particular, nos ha invitado a ver las vetas profundas del conservadurismo monarquista —que la historia patria tiende a descartar en tanto fruto del capricho, la traición o la locura antimexicanas—, como lo que en verdad fue: una rica coagulación de tradiciones políticas novohispanas, cuyos ecos recorren las entrañas del siglo XIX mexicano —la tragicomedia santanista del caudillo providencial, el propio imperio de Maximiliano, la presidencia contumaz de Juárez, la vitalicia de Porfirio Díaz— y aun se extienden al XX, bajo la forma del presidencialismo postrevolucionario cuyos modos centralizados y virreinales es difícil no notar.

(continuará)

 

La invención de México mezcla una conferencia sobre la identidad nacional, pronunciada en la ciudad de Zacatecas, en el verano de 1979, y la ponencia “North American integration and the Mexican National Idenetity”, leída en el ciclo Crossing National Frontiers: Invasion or involvement?, celebrado en la Universidad de Columbia, Nueva York, en diciembre de 1991.

 

3. Jean Meyer: Problemas campesinos y revueltas agrarias (1821-1910). México, Sep, 1973, Colección Sep-Setentas, No. 80; p. 31.

4. Jean Meyer, Problemas campesinos, pp. 13-34 y pp. 116-152.

5. Edmundo O’Gorman: La supervivencia política novohispana. México, Universidad Iberoamericana, 1985. 1a. edición. México, Centro de Estudios de Historia de México, Condumex, S.A., 1967.

 

Héctor Aguilar Camín

Escritor, historiador, director de la revista Nexos.
Su último libro: La dictadura germinal.
Crónica de la destrucción de la democracia mexicana
Editorial DEBATE, 2025

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Publicado en: Mientras pasa la historia

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