La obligación del mundo. Los cambios de fin de siglo y la transformación de México. Es el sexto capítulo del libro Subversiones silenciosas publicado por Editorial Aguilar en 1993.

La obligación del mundo ha sido una pasión secreta de México. El ethos nacional aprendió muy joven a construirse negando las evidencias de su contacto con los otros, sepultando incluso legados y tradiciones que satanizamos como ajenos y eran sin embargo la materia misma de nuestra vida. Pienso en la negación liberal de la herencia española durante el siglo XIX, negación que fundó políticamente la nacionalidad mexicana. Pienso también en el largo esfuerzo del siglo XX por construir una economía nacional y una política propia, a salvo de la intemperie mundial -autosuficiente una, soberana la otra.
Fundar una nación es de alguna manera inventarla, imaginarla y reconocerla colectivamente como algo único, propio, independiente de la voluntad y el poder de los otros. Pero si algo prueba nuestra búsqueda obsesiva de autodeterminación, es precisamente la intensidad con que los cambios mundiales han corrido por México, bajo todas las formas imaginables como ejércitos y como personas, como ideas y como mercancía. Esos cambios han definido los rumbos y los tiempos de nuestra nación más de lo que solemos admitir.
Nuestra historia ha sido en buena medida la historia del ancho mundo, llámese la expansión del imperio español hacia América en el siglo XVI, su declive ante la competencia europea en el siglo XVIII o el ascenso de la república imperial estadunidense en el siglo XIX, antes de su hegemonía planetaria en el XX.
El fin de la Guerra Fría, la Revolución tecnológica y la aparición de poderosas economías supranacionales con que nos sorprenden las postrimerías del siglo, han arrojado sobre el mundo y, por lo tanto, sobre México, un nuevo paradigma de modernización, un nuevo camino a la riqueza, hacia la viabilidad de las naciones. Ante su fuerza y su eficiencia se ha rendido sin condiciones que se ofreció mucho tiempo como la otra gran opción civilizatoria del siglo, el llamado socialismo real, con su mito fundador, la Revolución soviética.
Las líneas del nuevo paradigma dibujan una modernidad minuciosamente opuesta al conjunto institucional que México construyó en su época posrevolucionaria, a partir de los años veinte. Su criterio de eficiencia es la competencia internacional de empresas y productos, su credo es el de las economías abiertas y los mercados libres, sus instrumentos son la inversión privada y la tecnología de punta, su enemigo es la intervención del Estado y su resultado ostensible la globalización de los procesos económicos en el marco de un nuevo orden político mundial que afianza y multiplica la victoria del mercado.
Precisamente en las antípodas de esas recetas había encontrado razón y virtud el antiguo milagro mexicano, aquella experiencia de varias décadas con crecimiento anual promedio del 6 por ciento, estabilidad política, urbanización acelerada y la formación de una clase media moderna, que fue a la vez la prueba y el desafío de la maduración social alcanzada. El criterio de eficiencia de ese milagro era la sustitución de importaciones, su credo el proteccionismo, sus instrumentos la inversión pública y el subsidio, su enemigo teórico y práctico el capital extranjero, su factotum el Estado y su fruto histórico la creación de una economía nacional vigorosa, razonablemente industrializada, pero incapaz de competir sin protección y, por tanto, progresivamente deficitaria.
Varios años antes de que fuera evidente en el mundo la quiebra de las economías protegidas y estatizadas, cuya encarnación extrema fue la URSS, el milagro mexicano tuvo un último espasmo de crecimiento con el boom petrolero de los setenta y se sumió en la quiebra definitiva durante el año de 1982, en un horizonte de asfixiante deuda externa, enorme déficit público, aguda inflación, depresivo estancamiento económico luego de la abundancia prometida.
Así, varios años antes de que se hiciera evidente para todos que nacía una nueva época de crecimientos virtuosos, contrarios a nuestra experiencia, con cautela, casi conspirativamente, haciendo de la necesidad virtud, las élites gobernantes de México iniciaron el viraje contra las fórmulas heredadas, en busca de las nuevas virtudes.
Llamaron desincorporación a las privatizaciones de empresas estatales, redimensionamiento al recorte del Estado, cambio estructural a la apertura progresiva de la economía a la competencia externa y al cobro de precios reales, renovación moral a la ofensiva contra las prácticas patrimonialistas tradicionales de los gobiernos posrevolucionarios y ajuste al drástico programa de freno a la inversión pública y la desaparición de subsidios, todo lo cual empezó a traer a la economía un nuevo equilibrio estructural. Trajo también una penuria sin precedentes a la vida diaria de los mexicanos, que perdieron en el ajuste la mitad de su poder adquisitivo.
Fue así como una vez más, en la década de los ochenta, los mexicanos acudimos al renovado espectáculo de una vieja tensión de nuestra historia el litigio de las élites modernizadoras del país con los hábitos y las certidumbres heredadas de su sociedad, dispuesta a resistir lo nuevo con el convencimiento del valor de lo viejo.
(continuará)
Héctor Aguilar Camín
Escritor, historiador, director de la revista Nexos.
Su último libro: La dictadura germinal.
Crónica de la destrucción de la democracia mexicana
Editorial DEBATE, Penguin Random House, 2025