Leviatán Criollo. Constantes históricas del Estado mexicano. Es el tercer capítulo del libro Subversiones silenciosas publicado por Editorial Aguilar en 1993.
La coerción ilustrada
Puede decirse que el imperio español vio desvanecerse sus fastuosos dominios precisamente en el umbral del mundo moderno, que se los arrebató a cuenta de la mayor competitividad de naciones que, como Inglaterra, emergían en el oleaje de la revolución industrial. Apenas inaugurado el siglo XVIII, hubo entre los borbones españoles y su minoría ilustrada la convicción de que era indispensable una amplia reforma interna que dotara a la península de una economía más integrada hacia adentro y hacia sus colonias. La reforma suponía: 1. Una reducción de los privilegios corporativos, particularmente de la Iglesia, la aristocracia y el comercio, integrantes de una pirámide de relaciones cuyas terminales eran los corregimientos y municipios de ultramar. 2. Una circulación más efectiva de los bienes, sin tantas trabas, impuestos e inspecciones regionales de claro origen feudal, así como una mejoría general de los transportes y el comercio que permitieran la explotación más rentable de los mercados coloniales. 3. Una mayor productividad agrícola y el desarrollo de las manufacturas. 4. Una renovación del personal administrativo, mediante el nombramiento de intendentes reales que sirvieran a los intereses de la Corona y no a los de los enclaves locales.
Durante más de medio siglo, aquel diagnóstico, eje de lo que aspiraba a ser, bajo Felipe V, una modernización del Imperio, no pasó del escritorio. Los tímidos intentos de implantarlo fueron continuamente bloqueados o diferidos por los intereses que pretendían someter. En 1762, la ocupación de La Habana por los ingleses —quienes la retuvieron un año—, decidió al recién encumbrado monarca Carlos III a llevar a la práctica del viejo proyecto. Los ecos de ese último esfuerzo se prolongan el último tercio del siglo XVIII y se pierden en el mar revuelto de la independencia hispanoamericana, nutrida en la resistencia de las corporaciones coloniales a la centralización borbónica, tanto como en la irritación americana por su eficacia, que hacía salir rumbo a la metrópoli cantidades mayores cada vez de bienes, rentas y metales, y hacía llegar cada vez más controles financieros y administrativos, en deterioro de las opciones de los residentes de ultramar.
El horizonte de aquellas reformas borbónicas es el antecedente inmediato de las vocaciones radicales, federalistas y liberables del siglo XIX mexicano, ese largo trayecto de una minoría dispuesta a arrancar al país de sus raíces feudales y corporativas, de su inmovilidad monárquica y sus limitaciones productivas, para construir la gran nación mexicana, libre de opresiones y abierta al futuro. Quizá no haya existido una generación de mexicanos tan optimistas como los de la independencia. Pocas también, en consecuencia, tan defraudadas por los hechos. La esperada grandeza de México se resolvió pronto en una sucesión de imposibilidades: crisis económica y crisis política, constituciones impracticables, gobiernos raquíticos, revueltas militares, indomable regionalismo y lucha faccional, hasta que en 1848 la guerra con Estados Unidos sancionó la pérdida de la mitad del territorio norteño y puso finalmente al país ante su frontera definitiva.
En medio de tan larga crisis, una de las pocas cosas que permanecieron constantes fue el impulso de tachar la colonia para volver a México un país moderno. Nadie encarnó mejor ese propósito que la élite liberal, una pequeña cúpula de letrados mestizos y criollos, educados en las sectas masónicas, deslumbrados por el sueño revolucionario de una república laica, con división y descentralización de poderes, elecciones y ciudadanos sin fueros ni privilegios corporativos, con opinión pública y libre circulación de ideas y mercancías; una república de pequeños propietarios individuales capaces de producir, ilustrarse y expandir la economía, en un territorio cuyas tradiciones arraigadas por trescientos años de coloniaje eran, como he dicho, justamente las contrarias. La tensión establecida desde la independencia entre una cúpula liberal modernizante e ilustrada y el paso lento de una sociedad católica, iletrada, de clara huella corporativa y comunal, reacia a las nociones de acumulación y progreso, es una de las más duraderas de la historia moderna de México. Desde entonces el Estado mexicano ha estado siempre, por así decirlo, adelante de su sociedad real, tirando de ella hacia el reino del progreso y encontrando a su paso las resistencias multiseculares, la herencia colonial. Desde Valentín Gómez Farías por lo menos, en los años treinta del siglo XIX, el Estado mexicano ha querido ser laico, emprendedor, centralizador y nacional. Prácticamente desde la misma época, la sociedad mexicana ha sido mayoritariamente católica, regionalista, desafecta a la centralización y a los planes nacionales, provinciana y poco inclinada al cambio o la innovación. En ese sentido, dice muy bien David Brading que el misterio central de la política mexicana del siglo XIX sigue siendo el triunfo del liberalismo, la forma en que una increíble minoría impuso su proyecto a un país cuyas tradiciones no sabía tolerar, o aborrecía. Nada tan duro para las comunidades indígenas, por ejemplo, como la experiencia del liberalismo mexicano y sus leyes desamortizadoras de la propiedad comunal.
La actitud del liberalismo hacia las tradiciones y el mundo colonial está resumida en el atuendo de Benito Juárez, un indio puro que, al vestirse de invariable levita negra, dejaba de ser indio, para volverse el líder de una nación cuya existencia previsible no podía incluir a los indios como tales, sino como ciudadanos. Todo Juárez es un acto de voluntad antindígena, de desarraigo y autocoerción civilizatoria.
En el bastidor de esa coerción generalizada contra las tradiciones coloniales —las de la Iglesia tanto como las de las comunidades y los pueblos, ambas sujetas de regímenes especiales dentro de la legislación indiana— hay que situar el gran movimiento restaurador zapatista que colora todo el trayecto armado e institucional de la Revolución Mexicana de este siglo y otorga al Estado mexicano una de sus vertientes populares: el agrarismo. La otra vertiente popular, es la incorporación al Estado del movimiento obrero, a partir de la alianza de la Casa del Obrero Mundial con el carrancismo, en 1915. Con esas dos inserciones, el Estado mexicano adquirió una sustentación en las masas obreras y campesinas. Pero no abandonó nunca del todo su rumbo estratégico liberal, en materia de desarrollo económico.
Así, el resultado histórico de la tensión modernizadora, la lucha entre la tradición arraigada abajo y el cambio venido desde arriba, ha sido una mezcla particularmente eficaz de dominación política tradicional —corporativizante, estatal, autoritaria— puesta al servicio de una iniciativa modernizadora, liberal, capitalista. De Benito Juárez a José López Portillo, en 1976, el Estado llevó la iniciativa en la construcción de la nación, erigió un poder central sólido, minuciosamente ramificado, y tomó en sus manos o promovió las empresas estratégicas: ferrocarriles y telégrafos en el siglo pasado, presas y carreteras en las primeras décadas del XX; petróleo, electricidad y la red de nuevas comunicaciones a partir de los cuarentas. Fue también el Estado quien organizó políticamente a la sociedad, recogiendo en su seno todos los intereses que parecían brotar de ella, hasta volverse durante décadas el espacio fundamental de la vida política del país. Ahí se mezclaron los diversos intereses y se negociaron puertas adentro las tensiones, se moderaron intransigencias, se vencieron recelos, se diluyó la lucha de clases, y se forjó la imagen creíble de un país sin divisiones internas, unido en lo esencial y hasta en lo accesorio. Todo esto, mientras la realidad social y económica ahondaba desigualdades abismales. El secreto de aquella habilidad para recubrir con un halo pluriclasista y popular las decisiones clasistas y antipopulares requeridas por el desarrollo capitalista de México es, entre otras cosas, el fruto de una experiencia política central: el temor a las clases peligrosas, la conveniencia de contar con ellas.
(continuará)
Héctor Aguilar Camín.
Escritor, historiador, director de la revista Nexos.
Su último libro: La dictadura germinal. Crónica de la destrucción de la democracia mexicana.
Editorial DEBATE, 2025.