Capítulo 5 del ensayo: “La invención de México”, del libro Subversiones Silenciosas, publicado en 1993 por la Editorial Aguilar.
5. LA APARICION DEL PUEBLO
Desde el punto de vista de la sensibilidad colectiva, la Revolución Mexicana fue, antes que un proceso de institucionalización política o modernización económica, una catarsis pública, un acto tumultuario de redescubrimiento y reafirmación nacional. Todo México en su multiplicidad regional y étnica, se asomó sin retenes por la bárbara y deslumbrante ventana de la Revolución. Manuel Gómez Morín resumió aquella experiencia colectiva en 1926:
Con optimista estupor nos dimos cuenta de insospechadas verdades. ¡Existía México! México como país con capacidades, con aspiración, con vida, con problemas propios. No sólo era esto una fortuita acumulación humana venida de fuera a explorar ciertas riquezas o a mirar ciertas curiosidades para volverse luego. No era nada más una transitoria o permanente radicación geográfica del cuerpo, estando el espíritu domiciliado en el exterior.
¡Existían México y los mexicanos! La política colonial del porfirismo nos había hecho olvidar esta verdad fundamental. (12)
MEXICO, NACION, REVOLUCION Y REGIMEN, SE VOLVIERON TERMINOS INTERCAMBIABLES EN EL CORAZON DEL NACIONALISMO REVOLUCIONARIO
La aparición de aquel mundo áspero y vigoroso, sobrepuesto violentamente a la fachada porfiriana, dio savia y vida a los lugares comunes —lugares de todos— del nacionalismo revolucionario. La idea de mexicanidad quedó perdurablemente adherida a la evocación visual de aquel sacudimiento. Sus imágenes reiteradas fueron el vivac moreno y la soldadera incondicional, el indio con cananas terciadas, el campesino zapatista desayunando en Sanborn’s —merendero de la modernidad porfiriana—. La Revolución parió el arsenal de tipos humanos del muralismo y de la novela de la Revolución, del cine recién nacido y de la exportación de México como un producto único, infinitamente fotografiable y digno de un lugar propio en la imaginación del mundo. En la industria visual de la ocupación del paisaje por las tropas de la Revolución, adquirió rostro y facha la palabra pueblo y cuajó vivamente la sensación de que México, como decía Manuel Gómez Morín, era una entidad tangible, distinguible, con fisonomía y aspiraciones propias. Esa fue la experiencia específicamente revolucionaria que daría fuerza al nuevo nacionalismo popular, cuyos motivos siguen ocupando un sitio de honor en el imaginario de la identidad mexicana.
A fines de la década de los veintes, con la fundación del Partido Nacional Revolucionario, padre del Partido de la Revolución mexicana (PRM) y del Partido Revolucionario Institucional (PRI), la mexicanidad y la nación fueron introducidas como última instancia espiritual y como únicas finalidades legítimas de toda acción. México y la unidad revolucionaria de los mexicanos se volvieron verdaderos fusiles ideológicos apuntados contra los réprobos, los adversarios de la línea oficial que, por definición, encarnaba los mejores afanes de la Revolución, del pueblo y de la nacionalidad. Los gobernantes podían barajar a su gusto todos los lemas de la obligatoria entidad llamada México; quienes se apartaban de sus dictados incurrían de inmediato en el estigma de predicar «doctrinas exóticas», según la perdurable expresión del presidente Calles (1924-1928), artífice de la institucionalización postrevolucionaria (1929-1934).
México, nación, revolución y régimen, se volvieron términos intercambiables en el corazón del nacionalismo revolucionario, fruto genuino de la incomunicable experiencia de autodescubrimiento que trajo la Revolución y surtidor de una nueva retórica de la concordia, llamada a mitigar los enfrentamientos particulares y a garantizar la estabilidad del nuevo orden, que no fue sino el de la final reconciliación del país y sus instituciones en la nacionalidad revolucionaria.
En 1938, el presidente Lázaro Cárdenas (1934-1940) declaraba «Un pueblo no es una mezcla heterogénea de clases, cada una de las cuales lucha por sus intereses; es una gran unidad histórica, enraizada en el pasado y en la lucha conjunta por un futuro común». En 1940, el futuro presidente Manuel Ávila Camacho (1940-1946) explicaba: «México no está compuesto por grupos diversos irreconciliables, sino por elementos necesariamente distintos, cada uno de los cuales ejerce su función propia. Todos son iguales en sus derechos cívicos, todos son ayudados por la justicia». (13) México era, por fin, una nación sin fisuras, una gran familia acogedora de todos, cuyos máximos representantes patriarcales formaban, a su vez, la familia revolucionaria, la cual velaba, dentro de la Revolución, por el destino de la nación que era ya la gran familia mexicana.
(continuará)
La invención de México mezcla una conferencia sobre la identidad nacional, pronunciada en la ciudad de Zacatecas, en el verano de 1979, y la ponencia “North American integration and the Mexican National Idenetity”, leída en el ciclo Crossing National Frontiers: Invasion or involvement?, celebrado en la Universidad de Columbia, Nueva York, en diciembre de 1991.
12. Manuel Gómez Morín: 1915. Citado en Héctor Aguilar Camín: Saldos de la Revolución, México, Océano, 1984, p. 57
13. Héctor Aguilar Camín, Saldos de la revolución, p. 58
Héctor Aguilar Camín
Escritor, historiador, director de la revista Nexos.
Su último libro: La dictadura germinal.
Crónica de la destrucción de la democracia mexicana
Editorial DEBATE, 2025