Investigación sobre dos ciudadanas dignas de toda sospecha (4)

La tarde en que Lezama y Alatriste vieron pasar a Lina y a Lotte frente a la fuente de la glorieta rumbo al salón de Ana María, Alatriste corrió media cuadra hacia la casa y vio en el balcón todavía a Gamiochipi y a Changoleón. Era la tarde, después de la comida, y había una luz amarilla sobre la banqueta donde Lezama se paró, como iluminado por la tarde, y les hizo a los del balcón la señal de que vinieran. Vinieron corriendo, indiferentes como eran a las solicitaciones de la realidad y a las realidades del tedio inverosímil de sus vidas. Alcanzaron a Lezama y a Alatriste en la glorieta y, una vez enterados del paso de Lina y de Lotte, Changoleón dijo: “Vamos a espiarlas ”. El cautísimo Alatriste respondió: “Estás pendejo”. Lezama se sumó con su silencio. Changoleón y Gamiochipi se miraron sin decirse nada y se fueron trotando hacia la esquina de Ana María, para asomarse por las ventanas del salón. Pero las ventanas eran altas y no dejaban ver nada desde de la calle, aunque a treinta centímetros del suelo había unas escotillas de ventilación que se usaban entonces como entresuelo de los pisos de madera. Apoyándose en ellas con las puntas de los pies, era posible alcanzar el vano de la ventana. Gamiochipi se subió a las escotillas del lado de la calle de Popocatépetl y Changoleón a las del lado de Ámsterdam, pero ninguno pudo ver nada. Venían de regreso por Popocatépetl rumbo a la glorieta, sacudiendo las frustradas cabezas, cuando se toparon de frente, como con un muro, con dos de los ensombrerados que seguían a Lotte y Lina.
Uno de los ensombrerados dijo:
—¿Qué andan viendo, cabrones?
Gamiochipi y Changoleón dieron media vuelta sobre sí, como trompos chilladores, y salieron corriendo hacia la esquina de Ámsterdam, donde doblaron a todo tren hasta Huichapan, y por Huichapan una calle hasta Álvaro Obregón, y por Álvaro Obregón otra calle hasta Oaxaca, que cambiaba de nombre en la siguiente calle, en la esquina con Sonora, donde empezaba a llamarse Nuevo León. Corrieron como carteristas por Nuevo León hasta Parras, y de ahí hasta Laredo, y de ahí hasta Michoacán y luego hasta Ozuluama, donde dieron a la izquierda para ir a tocar, ahogándose, en la puerta de la casa de Pepe Murrieta, que había sido el entrenador de natación de Changoleón en Xalapa y se había ido resignando con los años a verlo cambiar la disciplina por el desmadre, el agua clorificada de la piscina por el alcohol adulterado de la libertad.
Lezama y Alatriste vieron a los ensombrerados regresar aburridos a sus puestos de espera de Lina y Lotte y tuvieron en ese momento la certidumbre, en particular Alatriste, dueño del que tenía el sismógrafo adecuado para eso, de que algo turbio iba a pasar.
Changoleón y Gamiochipi volvieron a la casa ya de noche, muertos de miedo todavía, y se reunieron a deliberar con Lezama, que leía, y con Alatriste, que se secaba los pelos parados luego de bañarse.
—¿Nos siguieron? —preguntó Gamiochipi.
—Ni se inmutaron —dijo Lezama.
—Ahí hay movida —sentenció Changoleón.
Dos semanas después, o algo en ese rango, Alatriste fue al puesto a comprar su magazine de policía y vio la foto de Ana María muerta. Aun bañada en su propia sangre, con la cabeza descuadrada por los impactos de las balas, con el pelo engrumado y un párpado siniestro a medio cerrar, la foto de Ana María irradiaba algo de su belleza madura, la nariz recta y alta, los pómulos y los ojos de gato, el óvalo largo del rostro y sus labios llenos, dibujados, qué labios, con un arco de cupido ligeramente alto que descubría unos dientes blancos que parecían sonreír siempre. El ejemplar del magazine de policía que trajo Alatriste pasó de mano en mano por la casa, dejando en las nucas las culebrillas eléctricas y en el estómago los gorgoreos característicos de la catarsis aristotélica.

 

Bella y feliz pero se
mata… de dos tiros

 

Esto decía el cabezal del magazine y procedía a dar la noticia de que el ministerio público se había presentado en la casa, por notificación de una de las trabajadoras del salón, la cual había subido, como todos los días, a prepararle el desayuno a la occisa, la señora Ana María Casasola, y la había encontrado en la tina con dos disparos en el parietal anterior derecho, “comúnmente llamado sien derecha”, según la aclaración del redactor. Las razones de la muerte de la bella, sus autores o sus móviles, permanecían en el misterio, pero su muerte había sido declarada suicidio por el propio ministerio público y por sus investigadores. Misterioso era también el hecho de que no hubiese señal alguna de intrusión en la casa de la hermosa mujer, sino que estaban echadas las llaves por dentro de los altos de la casa y de la recámara de la muerta, que daba a la terraza. La empleada del salón había podido llegar al lugar del crimen porque tenía un juego de llaves y la orden de despertar a la bella propietaria si daban las nueve de la mañana, pues la hermosa mujer solía tener fiestas y dormir hasta tarde, pero quería siempre levantarse y salir a caminar temprano, a más tardar a las siete , por el redondel de la calle de Ámsterdam, y pasar luego al gimnasio de la calle de Medellín, un gimnasio de hombres, donde sin embargo le hacían un hueco para que pudiera hacer ejercicio. Esto lo hacía todos los días normalmente a las siete de la mañana, salvo las noches de fiesta, por lo que volvía a su casa pasadas las ocho a la ceremonia diaria de bañarse y arreglarse, en medio de la cual la alcanzaba su empleada para hacerle el desayuno a las nueve, cosa en la que Ana María se demoraba placenteramente, fumando y leyendo el periódico, escogiendo minuciosamente sus atuendos del día, uno para las mañanas , otro para las tardes, y era así como se disponía a iniciar el día, consistente por su mayor parte en esperar y recibir clientas, muchas de las cuales acudían sólo al salón de belleza de la planta baja, pero otras, más exclusivas, subían a los altos de Ana María a conversar con ella, a tomar café por la mañana o un trago por la tarde, hasta las cuatro, hora en que el salón cerraba, salvo los viernes y los sábados, cuando había mucha gente queriendo peinarse y manicurarse para las fiestas de la noche.
Era una ciudad llena de fiestas los viernes y los sábados, y de tardeadas los domingos, y eran todas o casi todas en las casas, en las vecindades, en los departamentos de las familias que las organizaban, normalmente para celebrar los cumpleaños de sus hijas o de sus hijos, para que sus hijos y sus hijas invitaran a sus amigos a bailar, separados los no novios por el brazo palanca de la pareja femenina sobre el hombro masculino, pegados los novios de las mejillas, bailando de cachetito, pero culimpinados hacia atrás, cuidando de no arrimarse las otras partes del cuerpo. Oh las fiestas blancas, el lujo de la confianza blanca en los demás de la ciudad anterior al Terremoto, donde tantas casas sonaban, encendidas, los viernes y los sábados por la noche, por las tardes los domingos, con las puertas abiertas a la calle y los tocadiscos en cada cuadra, fiesta tras fiesta, alegrando bailes a los que era posible colarse sin invitación, a la manera de los machos masturbines, que se ponían traje y corbata y se echaban a las calles a vagar, a la caza del sonido de una de aquellas fiestas, normalmente rebosante de invitados, por lo cual había siempre algunos parados en la puerta, conversando en la calle, ideales para fingirse invitados mediante la simple estratagema de preguntar si había llegado fulano, si había llegado mengano. No sólo no había quien dudara del truco sino que abundaba quien dijera que no, que fulano y mengano no habían llegado pero que podían entrar a esperarlos, sin incurrir en la malicia de preguntarles de quién hablaban y desconocerlos y darles con la puerta en las narices. El narrador puede aceptar que no hay nada interesante ni digno de ser ampliado en estas nobles simplezas de la ciudad anterior al Terremoto, salvo porque era de aquella simplicidad y de aquella nobleza, vecinas del aburrimiento y de la tontería, de las que estaban hasta la madre los machos masturbines. De aquella simplicidad y de aquella nobleza querían zafarse, huir, saltar en busca de la ciudad otra, como decían los traductores del francés, la ciudad corsaria, aviesa, turbia, que ellos sentían hervir abajo o al lado de la ciudad simple en que vivían. Querían caer en la ciudad de doble fondo, de doble cara, de doble uso, como el salón de Ana María, de doble oficio, como el de Ana María, de doble caja registradora, doble placer y doble riesgo, la ciudad vecina del cielo y del infierno que les hablaba ahora, a gritos, silenciosamente, desde la siniestra foto de Ana María muerta, tuerta, sangrada, y sin embargo luminosamente bella en la portada de papel corriente y tintas mal secadas, arenosas, del magazine de policía.
En los días siguientes corrió como un venado por la colonia el rumor de que venían unos tipos a hacer preguntas sobre amigos o conocidos que hubieran frecuentado el salón de Ana María. No venían a investigar el suicidio de dos tiros de Ana María, sino a quienes la habían rondado. Dos días antes había corrido la voz en la glorieta Popocatépetl de la desaparición y la reaparición de Marcelo, el mancebo favorito del salón de Ana María, al que habían recogido a jalones de la glorieta unos mongoloides, recién acicalado, con la camisa abierta sobre el pecho lampiño expandido en el gimnasio, expuestas al tenue sol de mayo sus facciones de lujo caucásico, y lo habían echado sobre la misma glorieta por la noche, con la clavícula rota y la nariz rota y el pecho condecorado de verdugones, como se decía entonces en el bajo mundo de las golpizas. Al día siguiente habían esperado al otro favorito de la glorieta de Ana María, el radiante muchacho libanés llamado Oscar Miguel, y lo habían devuelto machacado, como a Marcelo, con un pómulo hundido que lo afeaba monstruosamente, y los dedos de la mano izquierda sin dos uñas.
Dos tipos desconocidos vinieron por aquellos días a la casa a preguntar por Colignon. Morales recibió a los siniestros personajes que preguntaban y prendió dentro de sí todas las alarmas, lo cual quiere decir que llamó al Mayor Pinzón.
El Mayor Pinzón tomó nota del relato de Morales.
—Pregunto y llamo —dijo.
Llamó por la noche.
—No es con ustedes. Pero necesito verlos. Mañana en el parque a primera hora, 7.30. En la fuente del parque.
Morales contó su llamada a los habitantes de la casa y al día siguiente estaban todos en la fuente del parque a la hora señalada, menos Alatriste y El Cachorro que se negaron a ir. Hacía frío y había retazos de niebla en el parque. El surtidor de la fuente esparcía un rocío helado. Los convocados tenían las manos en los bolsillos y ambulaban sin hablar, echando vaho blanco por las narices. Vieron a Pinzón bajar del coche frente a la explanada de la estatua del general San Martín y caminar hacia ellos a paso rápido, flanqueado por Peláez. Venía en traje de gala, con gorra de gala, cordones de gala, hombreras de gala, recto y flaco como un palo.
Se agruparon sin orden frente a él cuando llegó, salvo Changoleón, que se mantuvo en el fondo del grupo, sentado en el barandal de un puentecillo que cruzaba la acequia de la fuente.
—¿Quién es el que se andaba cogiendo a la occisa? —preguntó Pinzón.Colignon dudó en dar un paso al frente, pero Pinzón notó su nervosismo y le dijo:
—¿Fue usted?
Colignon asintió.
—No importa, no es con usted —dijo Pinzón Alzó la cabeza entonces para dirigirse a todos—: La cosa no es con quien se cogió a la occisa, sino con quien se anda cogiendo a la austriaca. ¿Saben a quién me refiero?
Asintieron todos, menos Changoleón.
—Esos cueros que van a su casa —dijo Pinzón—, la austriaca y la otra, tienen cuadra. Pertenecen a una cuadra. Y los dueños de esas cuadras son dos jorocones que pa’ qué les cuento. Esas viejas, ni las vean pasar. ¿Entendido?
Asintieron todos de nuevo, menos Changoleón, que atendía el asunto de reojo, sentado en el brazo del puente.
—Servidos —dijo Pinzón.
Dio la media vuelta y se retiró como había llegado, a grandes zancadas rápidas. Le hizo un gesto a Morales de que lo siguiera. Camino al coche, le dijo:
—Como cosa suya, dígale al novio de la occisa que se desaparezca unos días. Creo que ya tienen al que buscaban, pero no está de más.
Morales asintió. Colignon estaba de por sí a punto de irse a Guadalajara unos días, aprovechando las vacaciones de mayo.
Las clientas no volvieron por un tiempo a la casa. No hubo más merodeos de investigadores. Alatriste revisó con particular detalle su magazine de policía en busca de algo que pudiera unir con lo que sabía. No encontró nada. Una, dos o tres borracheras después, una noche, en la cantina El Parque, Morales y Changoleón se fueron quedando solos, bebiendo sin rienda hasta después del cierre. En lo alto de la borrachera, Changoleón sacó de su cartera dos papelitos muy bien doblados. Le dijo a Morales:
—¿Te acuerdas de los autógrafos que les pedí a nuestras novias?
—¿Cuáles novias?
—Lina y Lotte, cabrón.
—Sí me acuerdo.
—Ve —dijo Changoleón, y le extendió uno de los papelitos.
Decía:

De Lina para José.

—Ahora este otro —dijo y le extendió el segundo papelito—. De este lado primero. ¿Qué dice?
Morales leyó. Decía:

Para José, de “Rita”.

—La austriaca, cabrón —dijo Changoleón, riendo ebria y malévolamente-. Ahora del otro lado. ¿Qué dice?
Morales leyó, decía:

Drink mit Lotte?
Busca Ana María
Salon Popocatepe

 

—Pinche Chango, ¿qué hiciste, cabrón?
—Nada. No fui. Me culié —dijo Changoleón.
—¿Fuiste o no fuiste, cabrón?
—No, nunca fui. Me culié. Qué quieres que te diga.
—La verdad, cabrón.
—La verdad: me culié. Me culié, cabrón. Me culié.
Hizo una pausa y se bebió lo que le quedaba de la cuba. Se limpió los labios con el brazo. Dijo:
—Pinches viejas.
Maldecía, pero había algo feliz, reversible, en su insulto. En realidad, era un elogio.
Por el resto de sus días, Morales creyó que Changoleón mentía, que había tenido todo que ver con Lotte y que alguien había pagado por él una cuota de sangre a cuenta de aquella aventura que negaba.
Para empezar, probablemente, la había pagado Ana María.

Fantasmas en el balcón. Literatura Random House. 2021.

Héctor Aguilar Camín
Escritor, historiador, director de la revista Nexos.
Su último libro: La dictadura germinal.
Crónica de la destrucción de la democracia mexicana
Editorial DEBATE, Penguin Random House, 2025

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Publicado en: Mientras pasa la historia

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