
Fue así como se construyó la escenografía para el viernes siguiente, por la tarde, en el que Claudio Pérez pasearía a su doctora Kaiser frente a los ojos del General San Martín, inmortalizado en el texto de la placa del parque. Y todo aquello sucedió el viernes siguiente, todavía luminosa la tarde, cuando Claudio Pérez apareció caminando con la doctora Kaiser por la rotonda y fue a ponerla frente a la placa convenida, para darle ahí el convenido beso en la mejilla. Oh qué consagración de matrona, qué irradiación había en la figura de piernas gruesas y tacones altos de la doctora Kaiser, qué coqueta madurez en el sombrerillo con redes que portaba, color rojo, coronando su vestido ligero, veraniego, juguetón, sobre sus lindas nalgas juguetonas, también florales, que empezaban a despedirse, pero no todavía de su radiante juventud. Oh la palabra radiante, qué confesión de parte, qué ceguera inducida, que monotonía de la memoria que limitación del autor omnisciente que recuerda todo aquello como en la luz de un resplandor.
La aparición de la doctora Kaiser refrendó la pasión de los machos masturbines por las mujeres maduras y su curiosidad por Ana María. Interrogaban a Colignon todos los días sobre ella, y cada vez que Claudio Pérez recalaba por la casa, la casa lo interrogaba también, obsesivamente, sobre las perversidades amorosas de la doctora Káiser, que eran muchas, a decir de Claudio Pérez, a diferencia de las de Ana María, que Colignon se negaba a referir con detalle, dejándolo todo en una niebla que hacía más sucio y deseable todo.
Ya que Colignon no les abría la puerta hacia el mundo de Ana María, los machos masturbines decidieron investigarlo solos, y empezaron a urdir necedades. La primera de ellas, o la primera que recuerda el narrador, fue la instrucción militar de El Cachorro de hacer rondines sistemáticos por la esquina de Ana María y compartir observaciones sobre lo visto. La instrucción era sencilla: al regresar a la casa cada día, todos debían procurar desviarse hacia la esquina de Ámsterdam y Popocatépetl y referir lo que viesen. Fue así como descubrieron que el salón cerraba a las cuatro, pero seguían entrando clientas después de las cuatro. Al menos a una había visto Morales entrar a las siete, y a otra había visto Gamiochipi entrar a las seis. Pero tenía que haber sido Changoleón el que vio salir a una a las diez de la noche, y subirse a un bien puesto coche packard con chofer. En lo que caminó la cuadra siguiente hacia la casa, Changoleón vio salir del salón de Ana María a un joven galán ajustándose las solapas del saco, pasándose las manos por la cabellera para recomponerse el copete y alzando los pantalones para ajustárselos, sin necesidad alguna. Changoleón siguió al galán y lo vio meterse a uno de los edificios nuevos, que habían construido en una esquina de la glorieta Popocatépetl. Un edificio de muchos pisos, mucho vidrio, muchas cocheras y mucha recepción. El galán era rubito y alto, de copete esponjado, y caminaba balanceándose, sobradito, rebotando sobre sus pasos como si fuera a saltar o bailar, marcando sus pasos con las puntas. El narrador omnisciente sabe su nombre: se llamaba Marcelo, y acudía también al gimnasio de Ana María y de Colignon.
—Ahí hay movidas nocturnas —informó Changoleón a la casa. Y le exigió al enterado—: Cuenta, pinche Colignon.
Pero Colignon no soltaba prenda, sólo acendraba el misterio:
—Yo sólo he estado ahí de día.
—¿Dónde?
—Ahí.
—¿Abajo o arriba, cabrón?
—Ahí.
Lezama cayó en la cuenta en aquellos días, muy oportunamente, de que una compañera suya de la Ibero vivía en la glorieta Popocatépetl, perfecto lugar de observación para las nuevas incógnitas ociosas de los habitantes de la casa, pues la glorieta estaba a medio camino de los ahora misteriosos salones de Ana María. Decidió visitar a su compañera para ver si podía persuadirla de sentarse con él en la glorieta y caminar por los alrededores, los cuales en la cabeza de Lezama eran sólo los alrededores del salón de Ana María. La compañera de Lezama usaba prepotentes minifaldas y estudiaba Psicología. Con tal de verle las piernas, Lezama se prestaba a comparecer en el café blanco de la Ibero para que ella y sus amigas le practicaran tests de rorschach, de inteligencia, de asociación de palabras y de reacciones a figuras primordiales. Salía siempre diagnosticado con alarmantes alteraciones de la libido, y característico complejo de Edipo, lo cual divertía enormemente a su compañera, que quizá por ello accedió a la mariguanada detectivesca de Lezama.
La glorieta Popocatépetl de que hablamos todavía está ahí, pero por alguna razón era mejor entonces. En su centro había una fuente ochavada de agua limpia, con un piso pintado de color azul siena. Tenía un murete bajo donde se reunía a conversar y a ligar la decentísima palomilla del barrio, junto al chapoteo del surtidor que brotaba del centro de la fuente, bajo un domo blanco y alto, como un yelmo, de cuatro pilotes. Los pilotes tenían incrustaciones de azulejos que subían como alegres escalerillas hasta la cima.
Lezama y su condiscípula pasaron muchas horas ahí camino a lo que de pronto parecía el principio de un noviazgo, pero era sólo el camuflaje de un puesto de observación. Lezama no descubrió nada digno de mención en sus observaciones desde aquella atalaya, ni en sus merodeos por los territorios de Ana María, pero una vez familiarizado con el paisaje se acostumbró a ir a la glorieta sin su compañera, a fumar, normalmente acompañado de Alatriste, hasta que una tarde sucedió lo extraordinario, a saber, que Alatriste y Lezama vieron caminar por las aceras que rodeaban la glorieta a sus conocidas Lina y Lotte , las cuales venían de la casa de huéspedes, nada menos, balanceándose en sus altos tacones, y al doblar la glorieta siguieron su camino, nada menos, hacia la puerta del salón de Ana María.
Lina y Lotte tienen un lugar aparte en esta historia, cuyo desenlace acaso ellas mismas explican. Quiero decir que había en el horizonte de los machos masturbines aquellas irresistibles mamás jóvenes del parque, y las pecosas judías maduras inconscientes de sí, que pululaban por el mismo parque, y las otras variantes femeninas que desvelaban sus noches, pero había sobre todo la aparición recurrente en la casa de Lina y Lotte, las clientas treintonas que venían a hacerse vestidos con las hermanas que administraban la casa, y que vivían de los huéspedes y de coser. Al mediar la mañana, a veces antes de la comida, otras veces por la tarde, cuando los machos masturbines veían la televisión en blanco y negro en el jol de la casa, aparecían las clientas Lina y Lotte cruzaban frente a la tele dos veces, una al entrar y otra al salir. Lotte era alta y rubia, Lina menos alta y morena. Las dos tenían el don eléctrico de mirar sin disimulos lo que les gustaba y de ofrecerse con sus miradas. Lotte era una judía austriaca y Lina una libanesa veracruzana. Lotte pedía disculpas encantadoras por su talla, encorvándose un poco, para atenuar su estatura. Lina caminaba con desaire vertical, expandiendo su cuerpo con alegría. Cuando pasaban las dos por el jol de la casa, parecían igual de altas. La mirada desafiante de Lina la subía unos centímetros. La mirada de falsa tímida de Lotte encendía y concentraba, perversamente, su belleza. Nadie miraba entre los machos masturbines estas sutiles diferencias, porque el paso de las amigas por el jol era un imán que nublaba sus miradas.
El narrador omnisciente que estuvo ahí puede dar constancia del efecto profundamente estupidizador del paso de aquellas clientas por la casa, de la felicidad invitante de sus cuerpos cuando salían del costurero de las hermanas y pasaban, riéndose, con displicente y presto paso por el jol donde los indigentes sexuales de la casa veían televisión.
Añade el narrador omnisciente que, además de una belleza, Lotte era un balde de sensualidad involuntaria. Hacía pensar a quien la viera en Rita Hayworth, salvo que Lotte caminaba en carne y hueso sobre el piso de granito blanco de la casa, joven y tersa todavía, mientras Rita Hayworth era sólo un resplandor cinematográfico, una diosa madura que envejecía mal en las notas de prensa por su trato con el pinche Ali Khan, con lo que se quiere insinuar aquí que Lotte estaba en el segundo florecimiento de sus treinta años y Rita al final del último de sus cincuenta. Oh las décadas.
Lina era, por su parte, una beldad mora. Apenas puede exagerarse en la memoria la alegría de su belleza, la forma como pasaba por el jol vestida de blanco en vivos verdes, sabiendo con ironía que nuestros sueños se movían a su paso como los árboles con el viento. Jugaba a inadvertir el efecto de su paso, y lo hacía con verdad porque todo su cuerpo era inconciencia y juego, salvo la mirada rápida que fijaba al pasar sobre este indigente o el otro, dejando tras de sí, una vez que había desaparecido rumbo a la puerta, la estela del olor de su perfume, seco y floral, y la promesa de su mirada, que había dicho: “Sé que me estás mirando, chamaco, y tú eres también lo que quiero mirar. No puedes alcanzarme, pero estoy lista para ti, sé todo lo que crees que sé y soy todo lo que sueñas que puedo ser en tus brazos”.
Lotte tenía entonces treinta y seis años, Lina treinta y cuatro, y las dos una larga vida detrás, desconocida, aunque sospechada por los machos masturbines, que tampoco se chupaban el dedo.
El único que había podido sobreponerse una vez a la parálisis sagrada que dejaban a su paso Lina y Lotte había sido el criminoso Changoleón, quien las había visto llegar un miércoles al medio día, estando ocioso en el balcón, y había decidido jugar la carta de darles trato de estrellas de cine y pedirles un autógrafo. Se había ligado así una vez a una beldad a la salida de un cine y tenía probado un número cómico que ejecutaba con invencible gracia. El número consistía en era dar una dar la vuelta en un pie sobre sí mismo, vuelta copiada de Cantinflas. Con sólo este recurso en el repertorio, Changoleón había salido una vez tras Lotte y Lina, llevando en las manos con una libretita y una pluma para pedirles un autógrafo, como si fueran estrellas de cine. Morales había alcanzado a verlo desde el balcón, extendiéndoles la libretita y dando frente a ellas la vuelta copiada de Cantinflas. Había visto a Lina reír y tomar la libreta y devolvérsela firmada, sin demora, y a Lotte la había visto escribir más largamente y entregarla después. Changoleón había leído lo escrito por Lotte y había alzado la vista sorprendida hacia la sonrisa de la misma Lotte, que lo miraba, asintiendo.
—¿Qué te escribieron, cabrón? —le preguntó Morales a Changoleón cuando este subió al cuarto.
—Sus parabienes —dijo Changoleón, escondiendo la libreta y girando otra vez sobre su pie, a la Cantinflas, torcido de risa—. Les digo una cosa, pelagatos: de cerca, estas viejas huelen muy bien.
—Cuenta, cabrón —dijo Morales.
Pero igual que Colignon, Changoleón no contó.
A Lina y a Lotte las venían a dejar y las esperaban al salir dos coches Cadillac, negro uno, el de Lotte, gris claro con gris oscuro el de Lina. Las traían unos choferes de saco cruzado y sombrero ladeado con cara de muy pocos amigos, que podían hacerte cambiar de acera con la mirada. Los machos masturbines las veían cruzar por el jol y subían rápido al balcón para verlas irse, y desde el balcón las veían subir a los coches, a veces juntas, a veces separadas, pero varias veces las veían caminar por la acera rumbo a la glorieta Popocatépetl y atrás de ellas iban otros tipos de saco cruzado, distintos de los choferes, siguiéndolas a prudente distancia. A dónde irán, se preguntaban los machos masturbines, comiéndose las uñas en el balcón. Había varias opciones, porque en la glorieta Popocatépetl, que quedaba a una cuadra, había un café delicioso llamado Viena y un restaurante de lujo llamado Napoleón, y un expendio de tamales con mesas para familias llamado Flor de Lis. Pero ellas iban con sus guardianes más allá, mientras sus cadillacs daban la vuelta para alcanzarlas. El lugar a donde iban lo descubrieron aquella tarde Lezama y Alatriste al verlas pasar. Iban con Ana María.
¡Lina y Lotte con Ana María! Los habitantes de la casa recordarían después que, desde aquel momento, precisamente desde aquel momento, no pudieron mirar igual ni recordar igual a aquellas dos matronas florecidas que les habían punzado el cerebelo y sacudido la testosterona.
(continuará)
Fantasmas en el balcón. Literatura Random House. 2021.
Héctor Aguilar Camín
Escritor, historiador, director de la revista Nexos.
Su último libro: La dictadura germinal.
Crónica de la destrucción de la democracia mexicana
Editorial DEBATE, Penguin Random House, 2025