Investigación sobre dos ciudadanas dignas de toda sospecha (2)

Fue así como los machos masturbines conocieron a Ana María, la mañana en que, volviendo del gimnasio, que era sólo para hombres, vieron venir a Colignon por la acera del parque hacia la casa, con una mujer que tenía una crin naranja en el pelo y caminaba cachondamente en sus entallados aditamentos deportivos, hablando y riendo con Colignon como si fuera su avisada coestrella en una escena cinematográfica de amor circunstancial, chispeante, imperecedero.
La visión de Ana María hundió a los francotiradores del balcón en el pantano de la envidia y luego en las aguas limpias pero pinches del amor perdido o nunca alcanzado, que nadaba como una quimera sedienta en sus atropelladas imaginerías. Había en ellos la huella del amor tenido a medias, inventado a medias, próximo y distante a la vez, como un espejismo que se acerca y se aleja, pero marca para siempre la memoria con su imperfección fugitiva, fantasmal.
Oh el amor perdido no tenido.
Buscaban como zombis a las jóvenes de su edad, pero las mujeres que verdaderamente los volvían locos eran las treintonas pasaditas, por ejemplo las mamás jóvenes que vegetaban vacunamente con sus niños en el parque, a las que ellos salían a ver con fruición de entomólogos, en busca de una mirada, de una señal, de la limosna de un guiño, de la complicidad de una sonrisa, o en el peor de los casos al menos del descuidado cruce de unas piernas, mientras estaban sentadas en las bancas de piedra del parque, aquellas bancas bajas, tan propicias al corrimiento de las faldas. Oh las mamás treintañeras, embellecidas, redondeadas por la maternidad, abandonadas por sus prósperos maridos todo el día, engañadas por ellos, vueltas rutinas domésticas en el amor domesticado de sus casas, ansiosas de que alguien volviera a verlas como solteras y volviera a echarse sobre ellas con ganas de atravesarlas en un clavado como si fueran olas bravas del mar. Oh el machismo oceánico de los machos masturbines.
El paseíllo por el parque de Colignon y Ana María le demostró al narrador omnisciente de esta historia que las mujeres de treinta años asaltaban la imaginación de la casa con más fuerza que las jóvenes de fulgurante juventud, porque había en las matronas treintañeras un trasunto de pudor perdido, de impudor ganado, de saber ilícito, de ilusiones tornadas desengaño, de desengaño vuelto libertad y la libertad, deseo.
La Ana María de Colignon transparentó retrospectivamente, a los ojos de quien narra, la pasión torcida de los machos masturbines por las matronas treintañeras, intuición cabal que refrendó en aquellos días la aventura paralela de otro personaje, hasta ahora inmencionado en esta crónica, a quien la casa recordaría el resto de sus días con el apodo de El asqueroso, paladín estrella del mayor torneo secreto que hubo nunca bajo los techos hospitalarios de la casa, torneo no contado hasta ahora.
Sucedió una noche de chupe de los viernes, estando todos en el cuarto del balcón de la jacaranda, gracias a la visita de tres nuevos personajes que se quedarían grabados en el tiempo con los nombres imborrables de El Yaqui, El Cantamañanas y el referido Asqueroso.
Para animar la reunión, que no prendía, Changoleón dijo:
—Colillas, muéstranos el aparato.
—No mames, cabrón. Estamos chupando.
—Muéstralo, cabrón, no seas egoísta.
—No mamen.
—Que lo muestres, cabrón. Eres el orgullo de la casa. Podrías dar funciones en el Circo Atayde.
—No mamen, cabrones.
—Muestra, Colillas.
—Muestra.
—Muestra.
Mal de su gusto, sólo por complacer a la aviesa concurrencia, Colignon se bajó el zíper del libáis, metió la mano por la bragueta y hurgó en sus calzoncillos como buscando una realidad huidiza. Volvió de ahí con una cosa corrugada y tierna en la mano que parecía un manatí niño, rosado y cabezudo, pero era en realidad su inesperado enorme pito. Nadie hizo “Ahhh”, pero hubo un tácito “Ahhh” para el somnoliento manatí bebé de Colignon, quien lo mostró con timidez a derechas y a izquierdas. Empezaba a regresarlo a su cuna cuando uno de los nuevos, al que luego llamarían El Asqueroso, dijo, con solvencia de gallero:
—Voy que le gano.
El Cachorro se puso de inmediato de pie, fiel a su espíritu nato de juez de plaza, y asumió la dirección arbitral del evento.
Dijo a El Asqueroso:
—Usted que reta, proceda a mostrar su instrumento.
El Asqueroso se sacó de entre los botones de la bragueta de un pantalón antiguo, herencia de su padre, un tubérculo castaño, curvado a la izquierda, que colgó de la palma rebasada de su mano con su capuchón completo, invicto de las horcas caudinas de la circuncisión. A la vista del bebé manatí de Colignon y del tubérculo colgante de El Asqueroso, la casa decidió que había en efecto un torneo que celebrar, pues hubo una división de opiniones y de votos al vuelo por el manatí bebé de Colignon y por el tubérculo castaño de El asqueroso, al cual le quedó el apodo de aquella escena, porque su tubérculo era venoso y mal encarado, y parecía venir del fondo del magma oscuro, propiamente animal de donde venía. El aparato expuesto por El Asqueroso hacía pensar en cruzas de caballos o toros, a diferencia del hercúleo bebé corrugado de Colignon cuya potente y somnolienta cabeza exudaba no sé qué condición marina de inocencia. Al instrumento de Colignon sólo le faltaban ojos, al de El Asqueroso sólo le faltaban cuernos.
Ya que no hubo ganador en el veredicto a mano alzada de los observadores, El Cachorro sentenció, inapelable:
—Hay que medir.
El cónclave asintió, pues estaba, como se dice, dividido.
—A efecto de medir —siguió El Cachorro-, los instrumentos deben ser desplegados en su máxima extensión. Vulgo: deben estar parados, para medir sólo extensiones mayores, las propiamente funcionales.
Con desvergüenza y naturalidad que abochornan en este día al narrador omnisciente, Colignon y El Asqueroso, cuyo nombre era Claudio Pérez, y cuya facha fresca y joven, como la de Colignon, tenía nada que ver con su aparato de nota roja, dieron paso libre a sus manos para estimular sus propiedades. Los machos masturbines acudieron al indecoroso portento de ver aquellas posesiones crecer con elasticidad y alcance dignos de la expansión del imperio español en las Indias. Oh qué florecimiento de venas y ligamentos, que expansión de cabezas y tubos y basamentos, nacidos uno en la selva pelirroja de Colignon y otro en los matorrales oscuros de El Asqueroso.
El Cachorro alzó la mano pidiendo una dispensa para ausentarse brevemente, mientras las manos de Colignon y Claudio Pérez alzaban sus instrumentos. El Cachorro fue a su cuarto, que era el vecino, y volvió con su maletín de vendedor de medicinas y dos tomos bajo el brazo de su epónima Enciclopedia Yucatanense, cuidadosamente forrada en un plástico grueso pero transparente, como se forraban seriamente los libros en aquel país austero, anterior al Terremoto. Puso el maletín en un lado de la mesa y en el otro puso los tomos IX y X de la Enciclopedia Yucatanense, acostados uno junto a otro, con las carátulas de frente. Extrajo luego de su maletín, con mano cirujana, unos guantes de médico, que se enfundó con destreza, y un lápiz Eagle Color bicolor y una cinta métrica que medía centímetros del lado blanco y pulgadas del amarillo.
Ya estaban bastante largos el manatí de Colignon y el tubérculo de Claudio Pérez, y empezaban a expedir su aroma aturbionado, cuando El Cachorro los hizo comparecer ante la mesita. Pidió solemnemente a Colignon que asentara su asunto sobre la parte superior de los dos tomos, en la franja donde iban inscritas, en letras capitales, las palabras sagradas, inconmensurables: ENCICLOPEDIA YUCATANENSE. El manatí despierto de Colignon cruzó todo el primer tomo y llegó más allá de la mitad del segundo, hasta la segunda A de la palabra YUCATANENSE, lo cual, traducido al vernáculo, eran algo así como 27 centímetros, 10.6 pulgadas, muy lejos de los 40 centímetros reputados de Rasputín, pero muy cerca de los ojos atónitos y deprimidos de los machos masturbines, sacudidos por las delaciones del hipocondriaco doctor Freud respecto de la envidia del pene. Oh la envidia del pene. Puesta en la misma mesa de medición ilustrada, el tubérculo de Claudio Pérez llegó hasta la segunda A de la segunda palabra YUCATANENSE, un piquito más lejos que el manatí de Colignon, aunque muy jodido todavía respecto de la reputación de Rasputín. El Cachorro declaró solemne vencedor enciclopédico a El Asqueroso, Claudio Pérez, y pidió a los contendientes que guardaran sus terroríficos instrumentos. Preguntó luego a Claudio Pérez cómo había levantado tan rápido su plataforma, pues había sido en realidad un erguimiento portentoso a partir de no tan incitantes manipulaciones.
—La doctora Kaiser —había respondido Claudio Pérez.
Y explicó quién era la doctora Kaiser: una siquiatra que lo había aceptado en su consultorio por inducción de su padre y luego en su lecho por iniciativa propia y contagio de diván, tentación estudiada concienzudamente por el cavernoso doctor Freud bajo el rendidor concepto psicoanalítico de transferencia. La doctora Kaiser era una judía pecosa y bien nutrida, a la que Claudio Pérez le había confesado durante cuatro sesiones sus tristezas adolescentes, luego de las cuales ella le había pedido que se acercara al sillón de su consulta clásica freudiana y, cuando Claudio se acercó, ella lo atrajo del cuello y le dio un beso salivado como Claudio no había recibido nunca. Luego vino el momento propiamente freudiano en que la doctora Kaiser bajó su mano psicoanalítica al entrevero del pantalón de abotonar, que Claudio Pérez vestía como herencia de su padre, y encontró el tubérculo adolescente de aquel adolescente de tubérculo descomunal. Oh, cómo se allanó la doctora Kaiser, versada en todos los inconvenientes de la transferencia freudiana ante la promesa de lo que tocaba, cómo no disculpar la confusión de su cabeza, de su profesión, de su vida, y la tan instantánea cuanto provisional curiosidad ante lo que tocaba. Oh la curiosidad, la urgencia de constatar los tientos de su mano transgresora, prófuga de la transferencia.
—De qué edad la doctora? —preguntó, clínico, El Cachorro.
—Ella dice que treinta y siete —dijo Claudio—, pero yo creo que treinta y nueve.
—Estás inventando a la doctora, cabrón —lo asaltó Gamiochipi.
—Te apuesto tu saco, cabrón —respondió Claudio Pérez, en alusión al saco de gabardina color arena que le acababan de regalar sus hermanas a Gamiochipi, y que Gamiochipi llevaba consigo a todas partes para evitar que alguien tuviera la tentación siquiera de ponérselo en la casa.
—Yo caso en esta apuesta tristes pero efectivos cincuenta pesos —dijo El Cachorro.
—¿A favor o en contra? —aclaró Lezama.
—A favor de la hipótesis de Gamiochipi, que sugiere vivamente la inexistencia de la doctora.
—Cincuenta y el saco —se avivó Claudio Pérez.
—El saco, pura madre —dijo Gamiochipi— Pero una cajetilla de Raleigh sin filtro.
—¿Alguien más? —retó Claudio Pérez—. ¿Nadie?
Sacó entonces su cartera, vacía de billetes pero llena de papeles y de fotos, y extendió a la vista de todos una foto en blanco y negro, un tanto finisecular, de una muy bien peinada, no tan bien vestida, mujer de ojos claros, rostro melancólico y el inicio de unas ojeras perturbadoras dignas de las insuperables de Jeanne Moreau.
—La doctora Kaiser —la presentó Claudio Pérez.
—Doctora Kaiser, mis güevos —reaccionó torvamente Changoleón—: Esta es una foto. Queremos el original.
—¿Ah, quieren verla? —saltó Claudio Pérez—. ¿Cómo quieren verla? Ni modo que la traiga aquí para que les diga que me la ando cogiendo.
—Hay antecedentes de certificación en esta casa —dijo El Cachorro, en su inimitable tono ceremonial. Y se dirigió a Claudio Pérez, haciendo el ademán invencible de quitarse un sombrero inexistente de la cabeza, del siguiente modo—:
Amigo del aparato ganador, de todos nuestros respetos: para cumplir con nuestros protocolos debiera usted traer a la inspección de los presentes a su hipotética doctora y caminar con ella, en carne y hueso, aquí enfrente, por este parque, frente a este balcón, dándole una vuelta por la rotonda frente a la placa del general San Martín, conquistador de Los Andes. Hecho esto, nosotros juzgaremos si dice usted verdad o simplemente, como ha quedado visto, se la está prolongando. Nuestros respetos por la prolongación, pero en materia de la dicha doctora, nosotros juzgaremos. De mi parte, basta con que la traiga usted del brazo y le dé un beso en la mejilla, al pasar frente a la placa de San Martín, conquistador de Los Andes. Con eso que haga usted frente a nosotros, amigo, yo pierdo con usted mi ojo de gringa.
Se refería con la expresión ojo de gringa a que los billetes de cincuenta pesos de la época eran azules como los ojos de las gringas de ojos azules.
—Lo mismo —dijo Gamiochipi, que había empeñado sólo una cajetilla de cigarros Raleigh, lo cual puede parecer nada hoy, pero entonces era un reino codiciable.
—Voy que les gano —dijo Claudio Pérez, El Asqueroso.

(continuará)

Fantasmas en el balcón. Literatura Random House. 2021.

Héctor Aguilar Camín
Escritor, historiador, director de la revista Nexos.
Su último libro: La dictadura germinal.
Crónica de la destrucción de la democracia mexicana
Editorial DEBATE, Penguin Random House, 2025

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Publicado en: Mientras pasa la historia

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