Fantasmas

El primer fantasma se llama A., es un historiador. Lo guían la razón y la realidad. El segundo fantasma se llama C., es un escritor. Lo guían la invención y el desvarío. A. y C. cavilan sobre el misterio de un tercer fantasma, a quien llaman H., cuya extraña y disuelta juventud pueden y no pueden recordar. Los recuerdos se distienden y contraen en su memoria, lo mismo que su propia vida, igual que los fantasmas en las casas viejas, donde brillan un rato por las noches, como corazones que se ensanchan en la oscuridad. A. y C. conversan en el balcón, quizá en la recámara, de una casa que da a un parque, una casa que en realidad ha desaparecido y es hoy el lugar que ocupa la góndola de lencería de una tienda.

—La casa tenía el frente pintado de blanco —dijo A.
—Y en la parte de atrás un patio oscuro —dijo C.
—No recuerdo ese patio.
—No existía, yo lo invento —dijo C.
—La casa tenía escaleras de granito, cornisas de mármol, balcones de hierro forjado —dijo A.
—La ciudad que la rodeaba era una fiesta —dijo C.
—La ciudad que la rodeaba emprendía su camino hacia el infierno en que se ha convertido —dijo A.
—La fiesta transcurre sobre todo en nuestra memoria —dijo C.—. Cuando recuerdo aquellos años veo en el horizonte unos volcanes limpios que nunca vi. Veo muchachas dulces y locas que nunca endulzaron mi vida. Recuerdo historias que no sucedieron. Unos amigos borrosos me hablan con gritos de carnaval y me miran con ojos bañados en lágrimas. Pero entonces no había carnaval en la ciudad, ni era de hombres llorar frente a los amigos.
—La casa estaba frente a un parque de jacarandas —dijo A.—. Una jacaranda extendía sus ramas sobre el balcón de la casa. En ese cuarto del balcón vivíamos nosotros. Ahí empieza la historia de H. cuya indagación nos reúne.
—Todos los días me despierto con la idea fija: “Terminó tu vida” —dijo C.—. Aparece entonces el rostro de H., oigo su voz que dice: “La cosecha es hoy, líder. La cosecha es hoy”. El malestar empieza a disolverse entonces como un dolor de muelas bajo la anestesia. Aparece después Claudia Bórquez.
—Claudia Bórquez no pertenece a esa época —dijo A.—. Apareció en la vida de H. muchos años después.
—En mi duermevela no veo su cara, ni oigo su voz. No me consta que es ella —dijo C.—. Sólo veo su cuerpo de espaldas, su pelo corto despejando su nuca, como nunca lo tuvo. Va envuelta apenas en un breve vestido de verano, blanco, con lunares rojos. Un vestido que nunca le vi. Uno de los tirantes del vestido ha resbalado por el hombro izquierdo, anticipando una soberbia desnudez. Camina por la línea del parque hacia un sendero de jacarandas.
—¿De qué año puede ser ese recuerdo? —preguntó A.
—No tiene fecha, viene cada día —dijo C.
—Pero tiene fecha —dijo A.—. Como todas las cosas. La casa mítica, por ejemplo, tiene la fecha de sus placas. La construyó el ingeniero civil Ángel de Palos en el año de 1928, en que mataron al general invicto, Álvaro Obregón, presidente electo de la república. Durante años no la vivió nadie, fue casa de vidrios rotos. En los sesenta le atribuyeron una socorrida historia de fantasmas.
—¿Una historia de fantasmas? —despertó C.
—Un par de amigos conocen en el bar a dos hermanas —dijo A.—. Los amigos se acercan, las hermanas aceptan sus bromas, luego sus besos. Los invitan a su casa, que está cerca, frente a un parque. Es verano y llueve, el parque está húmedo. Los padres de las hermanas están de viaje. Los amigos y las hermanas beben, bailan y corren desnudos por la casa hasta el amanecer en que las hermanas los echan con asustada premura. En las prisas, uno de los amigos deja el paraguas que los ha protegido de la lluvia. Cae en cuenta de la pérdida por la tarde del día siguiente, cuando empieza de nuevo a llover. Bendice el pretexto para volver a la casa y vuelve. Es la tarde radiante del verano, antes de que la nublen los chubascos. La hermosa casa de yedras del día anterior está abandonada y en ruinas. Los vidrios están rotos, las ventanas de madera agrietadas por la intemperie. El visitante empuja la puerta y entra al recibidor apartando telarañas. Aquí en el recibidor empezó a besar anoche a la hermana cantarina. Dobla a la derecha rumbo a lo que ayer era la sala. Una capa de polvo cubre el piso. En el rincón, bajo la ventana, hay retazos de alfombras y cortinas. Ahí estaba anoche el sofá donde se echó de espaldas para recibirlo la otra hermana. Ahí está ahora su paraguas de anoche, rasgado y polvoso por el paso de los años. Sale de la casa loco, y queda así el resto de sus días. Un viejo conserje de la cuadra le cuenta al amigo restante la terrible historia. En la casa abandonada vivieron dos muchachas, huérfanas de madre, que invitaban a desconocidos los días en que su padre, un ingeniero, viajaba fuera de la ciudad. Un día el ingeniero volvió inopinadamente, encontró a sus hijas desnudas, mató a los visitantes, sacrificó a sus hijas y se colgó del candil. Desde entonces, cada tanto, venían jóvenes a buscar en la casa abandonada a las muchachas de que habían gozado la noche anterior. Estuvo abandonada años. Luego la vivió un nieto del primer propietario. Luego vinimos nosotros, luego H., luego Claudia Hipólita, y el amor indecente cuya indagación nos reúne.
—¿Indecente es la palabra? —respingó C.
—Por inacabado —dijo A.
—Me inquietó una película —dijo C.
—No voy al cine —dijo A.—. ¿De qué película hablas?
—No recuerdo su nombre —dijo C.—.

Una madre y sus dos hijos viven en una casona donde hay fantasmas. No saben que ellos son los fantasmas, y que quienes los asustan son los habitantes reales de la casa en la que ellos son los fantasmas. La película propone que los fantasmas siempre están ahí aunque sólo a veces nuestros mundos paralelos se cruzan. Sólo entonces podemos verlos o sentirlos. Ellos también sólo a veces cruzan la línea territorial de nuestro mundo y sólo a veces pueden percibirnos como intrusos en sus dominios: las casas donde han muerto, los bosques donde han cazado, las alcobas donde ofician infinitamente sus amores sin tiempo. Me desperté sacudido por la evidencia de ese mundo paralelo, por su posibilidad física, material, próxima, por el horror de que al extender la mano en la penumbra acaso ese día pudiera invadir su territorio, tocarlos, helarme con su muerte fría, asustarlos tanto como ellos a mí. Recordé el único verso que recuerdo de Marco Antonio Montes de Oca, el poeta perdido. En una realidad más estricta, ¿no seríamos fantasmas? Y fui un fantasma mientras me sacudía en el lecho de la noche, tomado por esas palabras. Estuve temblando, inmóvil, hasta que el perro subió a la cama. Oí sus patitas rayar el piso de madera preparando el salto. Luego sentí su cuerpo, que inclinó levemente el colchón al aterrizar en él. Fue un consuelo, salvo que mi perro murió hace dos años. Me puse de pie con los pelos de punta. Por la mañana escribí el principio de este relato: “Oyó al perro subir a la cama y sintió su peso en ella, pero el perro había muerto dos años atrás y él seguía tan viudo como siempre”.
—Otro inicio prometedor —dijo A.

Publicado en Nexos en octubre de 2012

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Publicado en: Mientras pasa la historia

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