(continuación)
Se pusieron todos en movimiento rumbo a sus cuartos, para acabar de vestirse, todos menos El Cachorro, que siguió bebiendo de su cuba, impertérrito, en su camiseta de tirantes.
El Hijo del Presidente asintió complacido a la movilización en su torno, que sintió amistosa, al revés de Alatriste, que la sintió servil.
Pinzón llevó a Morales al balcón y le preguntó cuál era la cantina que había dicho y dónde estaba. Morales dio las referencias del caso:
— Nos queda caminando.
—¿Hay putas ahí? —preguntó Pinzón.
—Meseras –dijo Morales.
—¿Mota?
—No.
—¿Bebidas adulteradas?
—Se sabe al día siguiente.
—Voy a mandar comprar los tragos para que nos sirvan de ahí. Ellos hacen ahí como que nos sirven, y nosotros les pagamos la cuenta como si nos hubieran servido. ¿De acuerdo?
—De acuerdo –dijo Morales.
—¿Usted puede arreglar eso?
—Son amigos –dijo Morales.
El Mayor Pinzón bajó por el balcón con prestancia de leopardo, para arreglar la mudanza a la cantina El Parque.
Morales bajó tras él, y atrás de Morales bajó el Hijo del Presidente. Luego bajaron Lezamay Alatriste. El Cachorro los vio partir desde el balcón, con un desdén olímpico, impávido en su camiseta de tirantes. Le había dicho a Lezama, por lo bajo: —No hago ronda con ojete.
—Nos vamos caminando, señor –dijo Pinzón al Hijo del Presidente.
—Está fresca la noche –celebró el Hijo del Presidente.
Lezama pensó que la frase era digna de un espíritu epicúreo, y se metió la cara en el sobaco.
Cuando empezaron a caminar por el parque, Lezama y Morales entendieron la seriedad relativa de la situación, porque el Mayor Pinzón apenas daba un paso sin mirar hacia sus flancos delanteros y hacia sus flancos traseros, estableciendo con su mirada de hurón movimientos que replicaban los de un director de orquesta, pero no en entradas de violas o cornos sino en los pasos que daba entre las sombras, flanqueando la comitiva, una red de rapados vigilantes invisibles.
—Quiénes son estos cabrones –-preguntó Alatriste al oído de Lezama, pues registró también el movimiento concertado de los espabilados vigilantes.
—No hay nada como la libertad –dijo el Hijo del Presidente-. Y el aire fresco de la noche.
—Voy a matar a este cabrón –masculló Alatriste en el oído de Lezama.
Morales guiaba la expedición por los senderos de tierra del parque, en cuya penumbra, por la débil iluminación de la vida en general de los tiempos anteriores al Terremoto, resplandecía el surtidor plateado de una fuente que nunca paraba entonces, en cuyo chorro diáfano los habitantes de la casa recordaban haber bebido grandes tragos de agua limpia y fría.
La cantina El Parque estaba en aquellos tiempos en la calle de Teotihuacán, ducha en cantinas pues en sus únicas dos cuadras, entre las avenidas Insurgentes y Ámsterdam de la colonia Condesa, había dos cantinas, una por cuadra, siendo una El Parque y la otra el legendario College, bautizada así por Morales en reconocimiento a sus servicios pedagógicos.
Los habitantes de la casa conocían la cantina El Parque como la palma de su mano, es decir muy mal. Normalmente entraban ahí a medios chiles y salían herméticamente pedos, sin que nadie pudiera saber entonces de dónde sacaban el dinero para tantas recaladas. Había una fe tácita en los excedentes laborales de El Cachorro y en el bolsillo mágico de Changoleón, fértil en billetes misteriosamente habidos y en alhajas y relojes negociables, de inconfesable procedencia.
La cantina El Parque estaba en la vida de los machos masturbines todo el tiempo, como estaría después en su memoria. Era en realidad un restaurant bar, con siete mesas y una barra, dos meseros y tres meseras, siendo los meseros Artemio y Julio, y las meseras Chola, Serafina y Raquel. Artemio era un gordo prieto y mal intencionado, Julio un flaco amarillo y chismoso, muy linda y alburera era Chola, divertida y güereja era Serafina, preciosa, cobriza y coqueta era Raquel. No habían ido una sola vez a la cantina sin tener, al contacto con aquellas mujeres, familiares y misteriosas a la vez, de trato reticente y democrático, la ilusión de que podrían ligarse a alguna, pero a decir verdad no lo intenta porque Artemio interfería rápido con mal semblante cuando algún parroquiano lo intentaba, y el mismo Artemio había esparcido sobre ellas lo que podían ser vistas como calumnias, de un lado, pero como leyendas protectoras del otro, pues según Artemio todas las noches al cerrar la cantina venían por ellas unos güeyes infranqueables: por la Chola un hermano que no era su hermano, por Serafina un primo que no era su primo, por Raquel un tío y a veces un sobrino que no eran ni su tío ni su sobrino.
La omnisciente memoria colectiva recuerda la cantina El Parque en tonos lilas y morados, con unos pisos brillantes de granito negro y todo a media luz a todas horas, salvo por los destellos de plata y de neón azulado que echaba la rockola. El local tenía en los flancos mesas fijas con asientos de gabinete, rojos, capitoneados, pegados espalda con espalda, y en el centro del recinto mesas normales, cuadradas. En un hueco junto a la barra había una rockola con discos de 45 revoluciones, que una garra inteligente tomaba sin equivocarse cuando alguien ponía la moneda de un peso en el orificio plateado donde había que ponerlo, y la rockola se echaba a andar como una nave espacial rastreando la canción escogida en el botón que llevaba su nombre, por ejemplo King Creole, y salía a cantar Elvis Presley, o Ven acá, y salía Toña la Negra, con Agustín Lara al piano. Los machos masturbines eran tributarios de Benny Moré y de Javier Solís, en particular de la muy zarandeadora Vendaval sin rumbo, cuyos versos cuchos sentían ellos que los describían, razón por la cual se consignan abajo, por no dejar, tal como la cantaba Benny Moré:
Vendavaál sin rumbo,
cuando vuelvas traeéme aromas
de su huertooó,
para perfumaaár el coórazón
que poór su amor,
casi casi estaá muertooó.
Dile que no vivoó
Desde el día en que de miií
Apartooó sus ojos
Llévale un recuerdoó
Envuelto en los antoójos
Deé mi corazoóng
Ninguno de los machos masturbines había tenido ese amor de rockola que los volvía locos pero todos lo tenían grabado en el fondo de su alma . El hecho es que eran capaces de amar sin haber amado y de recordar para siempre amores que no habían tenido.
Morales se adelantó en la calle con el Mayor Pinzón para advertir a los de la cantina lo que traían entre manos. Ya estaban esperando en la puerta dos de los muchachos rapados de Pinzón, con los restos de los sacos que habían alijado del cuarto de los machos masturbines, y uno nuevo. El Mayor Pinzón tomó juntos los sacos con un puño de hierro y entró a la cantina siguiendo a Morales. La cantina abría con una puerta doble de cristal, de ir y venir, forrada de una doble muselina drapeada. El sitio estaba a medio llenar, mal animado por un cuarteto de necios que estaban instalados en un gabinete del fondo, hablando y chupando fuerte desde la comida.
—Lejos de esos —legisló el Mayor Pinzón.
Morales iba a empezar su explicación para Artemio, que estaba en la barra, pero el Mayor Pinzón se le adelantó y le dijo a Artemio:
—Nos vas a servir lo que te pidamos, pero sólo de estos sacos —puso los sacos sobre la barra— . Y yo te lo voy a pagar todo, como si viniera de tu barra. ¿De acuerdo? Tú te repartes lo que crees que sobre.
Artemio miró a Morales y Morales le dijo con un golpe de ojos que todo estaba en orden. Morales era un parroquiano favorito de Artemio porque le preguntaba todo el tiempo si ya habían desfilado ante su bayoneta calada la Chola, Serafina o Raquel. O las dos. O las tres. Y Artemio contestaba sólo:
—Qué pasó, qué pasó.
El mayor Pinzón tomó el gabinete intermedio, del lado de la barra, sus rapados tomaron el que estaba cerca de la entrada y la mesa cuadrada más próxima, de modo que el Hijo del Presidente tuviera parapeto.
El Hijo del Presidente tomó posesión de la esquina del gabinete que miraba a la puerta, con el mismo sentido de dominancia que había tomado la silla en el cuarto de los machos masturbines. Se puso en escorzo ahí mirando a sus invitadores, recargado en el ángulo que hacían la pared y el sillón del gabinete. Luego, como quien no quiere la cosa, subió al asiento la pierna izquierda, doblada, para marcar su territorio. Al lado de su rodilla se sentó Morales y Alatriste y Lezama tomaron el sillón de enfrente. El Mayor Pinzón se mantuvo en guardia de pie y llamó a las meseras. Vinieron contonéandose la Chola y, muy derecha, Raquel. Antes de que preguntaran qué querían, Pinzón legisló:
—Un wiski solo para el señor y cubas para los muchachos –siendo el señor el Hijo del Presidente y los muchachos Morales, Lezama y Alatriste.
—Yo no bebo —dijo Alatriste.
—¿Ni una coca cola?
—Menos, gracias.
Tenía un diferendo personal con las llamadas entonces aguas negras del imperialismo yanqui.
Aprovechando su cercanía, el Hijo del Presidente acercó su cabeza de cotorro parlante a la mirada de Raquel y le dijo:
—¿Habrá en esa rockcola un tango, señorita?
—Varios —dijo Raquel.
—¿Será que puede ponerme uno?
—¿La cumparsita está bien?
—La cumparsita es el tango mismo —dijo el Hijo del Presidente.
Lezama metió la cabeza en el sobaco. Pensó que cuando contara esto diría que el Hijo del Presidente tenía una cabeza esencialista, como la de Platón.
Aprovechando la distracción del Hijo del Presidente con Raquel, Alatriste se puso las manos alrededor de la boca, como una bocina, y le dijo a Morales, con el silente movimiento de los labios:
—Lo voy a mataaaar.
La Chola trajo los tragos que pidió el Mayor Pinzón y le dijo al Hijo del Presidente:
—Por más que lo escondan sus amigos, yo sé quién es usted.
—Muy amable, señorita.
—Sea muy bienvenido.
—Así me siento.
Lezama volvió a meter la cara en el sobaco. Atrás de la Chola llegó Raquel con unos cuencos de cacahuates enchilados especialidad del súper de la colonia. Apenas dejó las cosas en la mesa empezó a sonar La cumparsita en la rockola. El Hijo del Presidente se puso de pie y atropelló a Morales para salir del gabinete. Le dijo a Raquel:
—Baile ésta conmigo.
—No sé bailar esto —dijo Raquel.
—Yo me encargo —dijo el Hijo del Presidente.
El Mayor Pinzón le quitó a Raquel la bandeja que traía todavía entre las manos, con los famosos cacahuates enchilados del lugar. El Hijo del Presidente la tomó de la mano izquierda. Los rapados del Mayor Pinzón apartaron una mesa para hacerle espacio.
El Hijo del Presidente empezó a bailar entonces La cumparsita, con perfección clásica, pasando con prestancia militar sobre los falsos pasos y los sonoros taconazos que daba Raquel tratando de seguirlo. Y así fue hasta que Raquel cayó casi al piso de donde la alzó como una pluma el Hijo del Presidente y la paró y la miró fijamente, y le dijo: “Suavecita, nada más sígueme”. Entró luego al baile en el acorde preciso y los machos masturbines vieron operarse el milagro del tango imposible ante sus ojos, porque de pronto la deshilachada y arrítmica Raquel era una seguidora perfecta, hipnotizada, de los cruces y quiebres y pausas que imponía el Hijo del Presidente en su performance inesperada.
Cuando terminó la pieza, Raquel dijo:
—Ay corazón, no te voy a olvidar.
—Estoy para servirle, señorita —le respondió el Hijo del Presidente.
El Mayor Pinzón musitó entonces en los incrédulos oídos de Morales:
—Ese es mi gallo, güey.
El Hijo del Presidente agradeció a Raquel con una venia prusiana que hizo las delicias de Lezama. Luego pasó a sentarse en su esquina y reanudó su amena plática.
Preguntó:
—¿Ustedes saben lo que dicen los argentinos en Buenos Aires? ¿No? Dicen que nosotros los mexicanos descendemos de los aztecas, mientras que ellos sólo de los barcos. Creo que tienen razón. Pero hay que concederles que inventaron el tango y que son buenos maestros de tango. A mí me enseñaron en sólo cuatro años a bailar tango. De mis trece a mis diecisiete.
—Se me hacen pocos –dijo Lezama.
—Yo hubiera dicho que lo menos diez —dijo Alatriste.
—No creo que tantos –dijo el Hijo del Presidente-. La verdad, no es para tanto.
La siguiente hora fue una tortura para los machos masturbines, en especial para Alatriste y para Lezama que contenían a duras penas, alternativamente, la rabia y la risa, y para Morales, que sentía a Pinzón a sus espaldas, mirándolo, como posado en él.
El Hijo del Presidente peroró durante aquella hora sobre lo mismo que había perorado toda la noche, aunque al final tuvo una derivación feliz hacia lo que realmente lo rondaba.
—Amigos: mi hilo astral me dice que ustedes saben de una buena casa de citas en esta colonia. Tiene fama su colonia. ¿Alguna recomendación al respecto?
—Morales sabe todo de eso, se las trae aquí ––dijo Alatriste, sobándose con el pulgar derecho las yemas de los dedos.
Morales sintió que el cielo se abría. Todo lo que había bajo su armoniosa calva prematura se arrulló con el sueño de la casa de citas llamada La Malinche, que en efecto estaba a sólo dos cuadras de donde estaban, en la esquina de Ámsterdam y Michoacán. Era la casa a la que Morales había podido colarse sólo dos veces, una con Changoleón, otra con Gamiochipi, y de donde los habían invitado a retirarse las dos veces, con ceños fruncidos, luego de sólo unos minutos de dar vueltas obnubiladas entre las mujeres del lugar. Les habían dicho las dos veces lo mismo: “El consumo es obligatorio, jovenazos. Pidan un trago y se quedan lo que quieran, pero aquí no hay taco de ojo”. Es decir, que no podían calentarse sólo viendo. No habían tenido para un trago las dos veces, porque los tragos ahí costaban lo que una botella, y los habían echado las dos veces del lugar, de manera que La Malinche era una fortaleza que no habían podido tomar ni timar. Una asignatura pendiente.
—Hay una casa aquí a sólo dos cuadras –le dijo Morales a Pinzón, que seguía a sus espaldas-. La mejor.
Volteó entonces a ver a Pinzón por primera vez en la noche. Pinzón asintió con su cabezazo prusiano y fue a la barra a pagar. Al volver, instruyó a dos de sus rapados:
—Ustedes de avanzada; los demás, conmigo.
La Chola y Raquel vinieron de lambisconas con el Hijo del Presidente. El Hijo del Presidente les besó las manos como si fueran la duquesa de Windsor.
Cuando caminaban hacia La Malinche, Alatriste se fue quedando atrás, como no queriendo. Lezama fue a alcanzarlo a la retaguardia.
—Yo aquí me corto –le dijo Alatriste-. Si no, voy a matar a este cabrón.
—Sería un atajo a la lucha de clases –dijo Lezama.
—No me chingues, cabrón. Me voy a la casa a leer y les mando a los que vayan llegando. Por una vez, que los mantenga el gobierno.
—¿Qué pasa con su amigo? —inquirió Pinzón.
—Nada. Tiene coágulos cerebrales que se le agudizan en la noche.
—Mala tarde –dijo Pinzón.
La casa de La Malinche estaba rodeada de los conseguidores de siempre, invitando a detenerse a los coches que pasaban. Había dos coches con chofer estacionados frente a la casa: un Oldsmobile y un Nash. Era una casa de dos plantas y un altillo, con su antigua reja abierta a la calle forrada por láminas negras, para impedir la mirada de los mirones.
Pinzón habló con los energúmenos trajeados de la entrada, que se le cuadraron sin aspavientos. Entró el Hijo del Presidente y atrás de él los recelosos machos masturbines, con reverencia de creyentes ingresando al templo. Habían rondado esta casa muchas noches, como se ha dicho, pero se habían colado nada más dos veces, para ser expelidos las dos por el mal olor de su falta de dinero. Ahora les flanqueaban el paso como en celebración de un cortejo. Había muchas mujeres esa noche, pintadas, empelucadas, entalladas, de medias negras, de pestañas embreadas, de hombros desnudos, de pechos asomados, emisoras entre todas de una mezcla de perfumes irresistibles y asfixiantes. Por entre ellas las llevó el mesero hacia la salita del fondo que le había pedido el Mayor Pinzón y hacia allá fueron todos, mareados con lo que olían y veían, salvo el Hijo del Presidente que se detuvo en una flaca de pechos grandes y piernas de atleta, a la que sin decirle una palabra se llevó del brazo por la escalera curva de la casa, rumbo al segundo piso, donde estaban las recámaras. A media curva de la escalera le hizo a Pinzón el gesto de que atendiera a sus recientes amigos, y siguió subiendo con su olímpica amazona. Pinzón llevó a los machos masturbines a la salita del fondo de la casa y les dijo que podían pedir tragos e invitarles tragos a las chamacas, pero nada más.
Eso hicieron, pedir sus inevitables cubas a los meseros que los veían por primera vez como mandantes, no como mendicantes. Y por primera vez, de las dos que habían podido entrar a la casa sagrada, en vez de rondar ellos por la sala buscando conversar y acercarse, a las radiantes mujeres de la casa, venían ellas hasta ellos, a la salita donde estaban, para mostrarse. Oh el poder.