El hijo del presidente (2)

(continuación)

Los presidentes eran entonces parte fundamental de nuestra vida, aunque no fueran parte de nuestra vida, sólo esas personas de las que nos hablaban todo el día, aunque no supiéramos qué personas eran, ni por qué escuchábamos de ellas todo el día. Eran unas personas que hacían las cosas bien, en mejor servicio de todos nosotros, y que tenían una virtud genérica, a salvo de nuestras molestias, que era hacernos bien, el continuo bien que nos hacían nuestros presidentes. Y de pronto aquí estaba, en nuestro cuarto, en nuestra casa, nada menos que el hijo de uno de nuestros presidentes. Oh momento. El hijo del presidente tenía los ojos redondos, la mirada fija, los hombros atléticos, y a primera vista se veía igual de pendejo que nosotros, es decir, a la altura de nuestra pendejez, aunque, bien visto, más pendejo, porque era el hijo del presidente y debía parecer menos pendejo por el simple hecho del aura presidencial que lo rodeaba, la cual, una vez vista de cerca, no tenía, sino que era sólo un pendejo sin aura o con aura de pendejo. Ah, lo pendejos que podíamos ser y lo poco pendejos que éramos comparados en una noche cualquiera de peda con el pendejo hijo del presidente. Nos quedó claro pronto, de inmediato, con la objetividad característica de nuestro buen alcohol, que el Hijo del Presidente no era pendejo de su por sí, sino que tenía poco que ofrecer a la fruición de nuestras pedas sin rumbo, que se han ido ahora, que sólo pudieron existir entonces y sólo pueden brillar en la memoria de aquellos interminables días de la ciudad, anteriores al Terremoto. Nos volvimos luego cuidadosos, amaestrados, silenciosos. Pero entonces hablábamos sin parar en el ejercicio de una libertad de la que no éramos dueños cabales, salvo porque la ejercíamos sin saber que la teníamos.

El Hijo del Presidente pasó del balcón al cuarto y le tendió a Morales una mano franca. Morales lo reciprocó. El Mayor Pinzón aprobó su saludo mirando por encima de los hombros del Hijo del Presidente, que no era muy alto, aunque sí muy fuerte.
El Cachorro enmendó con elegancia ciceroniana la parquedad salutatoria de Morales. Dijo, mientras meneaba con el dedo índice lo alto de la cuba libre que acababa de servirse:

—Llega usted a esta casa por el mejor de los conductos, heredero: el balcón.

El Hijo del Presidente rio, el Mayor Pinzón también, Morales por lo mismo, pero no El Cachorro, que permaneció impertérrito luego de su dicho.

Asumo como narrador omnisciente que es la hora de describir aquí al Hijo del Presidente, aparecido inopinadamente por el balcón, aunque creo que lo he descrito antes, y la verdad no hay nada interesante que añadir, por lo que podemos saltar ese trámite y seguir diciendo que apenas se apareció el Hijo del Presidente en el pinchurriento cuarto donde estábamos, le echó el ojo a la única silla medio decente que había, frente al mínimo escritorio que nadie utilizaba, donde imperaban las botellas y los refrescos, y se sentó en ella de espaldas al balcón, con el Mayor Pinzón a sus espaldas. El Mayor puso en manos de El Hijo del Presidente un caballito del wiski del que había traído, mientras el Hijo del Presidente se sentaba derecho en su silla, muy distinta pero al final no tanto de la de su papá. Lezama se sumó con discreción al privilegio, haciéndole señas al Mayor Pinzón de que quería lo mismo que le había tramitado al Hijo del Presidente. La osadía de Lezama le pareció al mayor Pinzón un gesto de bienvenida, la naturalización del momento sandio en que estaban, y procedió con diligencia a servirle a Lezama su caballito de wiski de la botella verde de Buchanan’s.

—Gracias, amigos, por dejarme entrar a su casa —dijo el Hijo del Presidente-. Y a su cuarto.
Lezama notó desde el primer momento que su agradecimiento era falso y su seguridad sincera.
—Yo vivo encerrado, aunque no quiera –siguió el Hijo del Presidente-. Pero salgo a ver lo que pasa fuera de mi encierro, y ustedes me abren una ventana a la libertad. No olvidaré nunca eso.

Lezama notó que el Hijo del Presidente hablaba con tono histórico. Notó también que en medio de la concentración intencional del rostro y la mirada había la tendencia a mover la cabeza mientras hablaba, y a mirar lateralmente, como los cotorros. Puede juzgarse imposible la fijeza de la mirada y la oscilación de cotorro descritas, pero en el Hijo del Presidente eran parte de la misma fijeza trabajada. No dejaba de mirar lo que miraba mientras movía como cotorro la cabeza al hablar.
—Estamos a sus órdenes, señores –dijo Morales, con tono de político revolucionario de los años veinte—. Mayor, gracias por este invitado. Invitado, esta es tu casa. Estamos listos para lo que quieran: chupar, cantar, bailar.
—Chupar por lo pronto –dijo el Hijo del Presidente-. Salud.
Salud dijeron todos y bebieron, menos Alatriste, que no bebía. El hijo del Presidente bebió de un golpe su caballito de wiskie. El Mayor Pinzón se lo llenó de inmediato.
—Quiero hacerles una pregunta –dijo el Hijo del Presidente, dando un brevísimo sorbo a su nuevo wiskie, como si fuera el primero-. La pregunta es ésta: ¿ustedes creen en el tercer ojo?
—Sólo en las mujeres —dijo sin pensarlo Morales.
Todos se rieron menos el Hijo del Presidente.
—Me refiero a la dimensión espiritual —dijo el Hijo del Presidente.
—Entonces sí —dijo Morales, sin pensar otra vez-. Las mujeres tienen un tercer ojo que les permite reconocerse a primera vista.
Era un chiste pendejo muy popular entre los machos masturbines, de modo que todos se rieron, menos el Hijo del Presidente, quien volvió a la carga, siempre moviendo la cabeza inmóvil, como cotorro divagante.
—Entiendo los chistes y los albures. Pero estoy en busca de algo que me interesa seriamente, filosóficamente, espiritualmente —dijo el Hijo del Presidente.
—Usted nos dice y nosotros escuchamos –dijo El Cachorro.
—¿Han leído a Lobsang Rampa? –preguntó el Hijo del Presidente.
Hubo un silencio penoso, que rompió Alatriste:
—Yo lo he leído.
—¿Y qué te parece?
Otro silencio penoso.
—Nada –dijo Alatriste.
—¿Nada?
Un silencio más, y luego el golpe de vulgata marxista de Alatriste, quien dijo:
—Bisutería pequeñoburguesa.
—A mi me ha impresionado lo del hilo astral —dijo el Hijo del Presidente-. Porque lo he probado.
—¿Probado? –saltó Lezama.
—He viajado en él –dijo el Hijo del Presidente-. ¿Ustedes no creen en esto?
— Con las reservas de ley —dijo El Cachorro.
—¿A dónde viajaste por el hilo astral? –preguntó Lezama, metiendo luego la cara en su sobaco.
—Estaba buscando la huella del presidente Calles, un presidente mexicano que mi papá admira mucho –dijo el Hijo del Presidente.
—¿Calles, el que desató la guerra cristera? —cargó Alatriste.
—Sí, pero a mí no me interesa ese Calles, el Calles político –dijo el Hijo del Presidente—. A mí me interesa el Calles espiritual.
—Será el espiritista —dijo Alatriste.
—Los dos –dijo el Hijo del Presidente— Al final de su vida Calles creyó en el espíritu.
—En los espíritus –porfió Alatriste.
—Espiritismo, espíritu, los espíritus, es lo mismo. –dijo el Hijo del Presidente-. Yo me refiero a la espiritualidad
—¿Del presidente Calles? –bramó Alatriste.
—Al final de su vida el presidente Calles se conectó –dijo el Hijo del Presidente, poniendo un énfasis claro en esas cursivas-. Al principio de su vida se había conectado también el presidente Madero. Por eso hubo revolución mexicana, porque Madero creyó en los espíritus. México ha creído siempre en los espíritus, amigos.
Hubo un elocuente silencio en torno a las palabras del Hijo del Presidente. Entonces el hijo del Presidente cambió pero no cambió de tema. Dijo:
—¿Ustedes han leído La mujer dormida debe dar a luz?
—Hojeado –dijo Alatriste, que estaba trabado con el Hijo del Presidente.
—¿Y qué te parece?
—Que no ha dado a luz.
—Es una metáfora –dijo el Hijo del Presidente-. No se puede tomar literal.
—La mujer dormida es el volcán Iztaccíhuatl, ¿de acuerdo? –preguntó Lezama.
—De acuerdo –dijo el Hijo del Presidente-. Pero es una metáfora. Es como decir que el Atlántico algún día nos devolverá la Atlántida.
—¿Y cuál sería la Atlántida en el caso del Iztaccíhuatl y la mujer dormida? –preguntó Lezama, volviendo a meter su cara en el sobaco
—La grandeza perdida de México –dijo el Hijo del Presidente-. Nuestra grandeza olvidada.
—No veo en ningún lado esa grandeza –dijo Alatriste.
—Está enterrada –dijo el Hijo del Presidente.
Hábilmente, Morales propuso un brindis. Todos acataron su moción, que Morales cumplió con un brindis idiota, típico de la época:
—Que esto que lo otro, salud.
—Salud –celebró el coro.
Pasado el brindis, el Hijo del Presidente volvió a la carga, ahora con una granada. Preguntó, nada menos:
—¿Cómo les parece que está gobernada la república?
Lezama volvió a meter la cara en el sobaco.
—¿Cuál república? – preguntó Alatriste.
—El país en que vivimos.
—No vivimos en una república –dijo Alatriste-. Vivimos en una dictadura.
—Mi padre no es un dictador –dijo el Hijo del Presidente.
—No es personal —concedió Alatriste.
—Naturalmente que no es personal –dijo el Hijo del Presidente-. Mi padre no es personal. Es el presidente. Pensémoslo históricamente. Primero fueron los aztecas, luego los españoles, luego la independencia y la reforma, y en el siglo XX la revolución, y luego de la revolución, uno tras otro los presidentes de México, hasta llegar a mi padre, del que no hablo, porque no es personal. ¿Qué pudo mantener a un pueblo unido en sus esfuerzos sino un hilo invisible, una especie de hilo astral en el que hablamos, oímos y nos ponemos de acuerdo todos?
—El hilo astral, desde luego– celebró, acérrimo, Alatriste, dándose una palmada de eureka en el muslo derecho.
El Mayor Pinzón, diplomado de Estado mayor, le echó una mirada de halcón a Morales esbozándole, con un minúsculo movimiento de cabeza, un rotundo No para la escena.
Morales entró untuosamente al quite:
—Propongo invitarle a nuestro invitado un trago social en nuestra cantina favorita.
Lezama entendió que Morales quería interrumpir la deriva de Alatriste y le hizo segunda. Gritó:
—¡¡¡Balcón!!!

Era el grito de guerra de la casa cuando los comía el encierro o se acababan los tragos en los cuartos y era llegada la hora de bajar por la reja del balcón al parque México, que estaba frente a la casa y se llamaba en realidad General San Martín, y cruzar el parque caminando rumbo a la cantina El Parque que estaba cruzando el parque San Martín, recinto que hemos descrito a medias y terminaremos de describir después.

Fantasmas en el balcón. Literatura Random House 2021.

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Publicado en: Mientras pasa la historia

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