El gran pastor

Leviatán Criollo. Constantes históricas del Estado mexicano. Es el segundo capítulo del libro Subversiones silenciosas publicado por Editorial Aguilar en 1993.

1. El gran pastor

Herencia del mundo feudal, que iguala al poder político con la voluntad del cielo y de trescientos años de un coloniaje en cuyo horizonte brillaron siempre la corona y los reyes de España como el bien y la sabiduría supremos a que podían acogerse los súbditos, la vocación repetida de la historia política de México ha sido tener en su cúspide a un dirigente monumental, ceñido por vastos poderes y honores, respetos, riquezas y dignidades. Es el caso de los virreyes novohispanos y de los presidentes posrevolucionarios; lo es también, como necesidad colectiva, de las dos décadas de tragicomedia caudillista de Santa Anna (1830-1854), de los quince de mando liberal ininterrumpido de Juárez (1857-1872) y de los veintiséis que acumuló sin interrupción Porfirio Díaz (1884-1910).

Colonial, juarista, porfiriana o revolucionaria, la organización política de México ha construido de distintos modos la similar versión de un hombre fuerte, encarnación institucional o espuria del poder absoluto, dispensador de bienes y males, a la vez padre, árbitro, verdugo y última instancia justiciera.

Aparte de su raigambre o monárquica, esa tendencia a construir autoridades últimas, indiscutibles y desproporcionadas —y a rodearlas con auras reverenciales de perceptibles tintes religiosos— es parte de la respuesta práctica al problema original de erigir sobre la increíble pluralidad del Nuevo Mundo, un mando y un ethos centrales: una fe, un idioma, un corona durante los años de la Colonia (1521-1821); una nación moderna y próspera, soberana e independiente, durante el siglo XIX y hasta nuestros días.

La ironía de esa consagración autoritaria es que nunca le faltaron contrapesos reales que arrebataban en la práctica lo que en teoría ni siquiera podían regatear. El amplio poder de los virreyes novohispanos o de los presidentes constitucionales de México, ha terminado siendo, casi siempre, el fruto negociado y debatido, resultante de la combinación de los múltiples intereses en juego y de sus presiones reales. Es la paradoja de un poder indiscutido y reverenciado, cuya eficacia y estabilidad surgen sin embargo de la conciliación y el acuerdo, no del uso de la fuerza, ni de la sumisión incondicional de los gobernados.

“En teoría omnipotente —recuerdan Bárbara y Stanley Stein— la autoridad del virrey era en la práctica algo ficticia”. (1) El virrey era el representante de la Corona en un medio donde los deseos de la metrópoli chocaban frecuentemente con la voluntad de conquistadores, encomenderos, curas y comerciantes. El mundo colonial había desarrollado sus propios intereses y sus propias reglas del juego. De un lado, la notable autonomía adquirida por la Iglesia —inseparable compañera de dominio—, así como por las órdenes religiosas que fueron capaces de colonizar espiritualmente sus propios territorios, singularmente reacios a las autoridades terrenales; de otro lado, la trama de los intereses privados novohispanos, —encomenderos y hacendados, mineros y comerciantes— que reclamaban el servicio de sus propios privilegios, negocios y merecimientos.

Por su parte, la Corona se rehusaba a tener en sus posesiones de ultramar representantes que pudieran acumular poder y se reservaba la facultad de vigilar con demostrado rigor a sus virreyes, mediante los juicios de residencia, que a su término valoraban el gobierno de cada representante real, o el recurso de la visita, una suerte de auditoría general sobre la situación de la colonia, realizada por un enviado directo de España. Por todo esto, al llegar a Nueva España, los virreyes se veían obligados a “confiar en el secretariado del virreinato respecto a las fuentes de información, avalúo y consejo”. Al igual que los reyes en España, explican los Stein, los virreyes frecuentemente corrían el peligro de volverse instrumentos más que amos de sus consejeros”. La Corona se reservaba, por último, la facultad de hacer los nombramientos de diversas autoridades sobre las que, formalmente, mandaban los virreyes, pero que en la práctica sólo reconocían la autoridad directa de España. Todos estos factores dieron por resultado lo que Karl Schaefer llamó un “ejecutivo débil”, pero también fueron el origen de un tipo peculiar de gobernante y de una sensibilidad popular frente al mando. A principios de los cincuentas de este siglo, escribía el propio Schaefer:

El puesto de Virrey exigía un hombre agresivo y astuto que se elevara por encima de las numerosas limitaciones impuestas a su autoridad, un hombre que gobernara personalmente, que tomara en sus manos todas las riendas de la autoridad, que pudiera resolver lo mismo las minucias que los grandes problemas de la administración, que interviniera en las actividades de los funcionarios menores para mantenerlos en orden. Los virreyes que lograron todo eso, fueron respetados y aclamados (…) El sistema español engendró en el pueblo mexicano un gran respeto hacia los gobernantes y administradores (…) Unos 130 años de vida independiente apenas han alterado tal actitud. El pueblo de México todavía espera al gobernante omnisciente, paternalista, al guardián benévolo de los intereses de los ciudadanos más bajos. (2)

Pero este es, en efecto, el gobernante que la organización política mexicana ha buscado sin tregua a lo largo de su historia, hasta llegar al mecanismo institucional del siglo XX que lo inventa cada sexenio en la opinión pública y la imaginación popular. La herencia monárquica colonial vive todavía en estos impulsos. Algo de los atributos del monarca proveedor, atento a la condición desdichada de sus más humildes súbditos, persiste en los ensalmos y rituales que rodean a la figura presidencial; en el respeto y el elogio sin medida que se le prodigan, en la certidumbre colectiva de su buena voluntad y su espíritu justiciero, en la mezcla de veneración, miedo, atracción y fría distancia que expide su presencia física.

Es todo parte de uno de los aspectos menos logrados en el largo trayecto de la modernización de México: la dificultad de secularizar el poder político, de apartar de sus atributos el aura mágica o irracional que acompañó en su tiempo el mandato de los profetas y los reyes, y quitar de su entorno los miedos y acatamientos que convierten en sacrilegio la discrepancia y en anatema el hábito racional por excelencia de la crítica y el debate público. No es menos indicativo de ese fracaso, el ritual, de clara inspiración religiosa, que cada sexenio sacude la opinión pública del país: la inmolación del héroe reciente, convertido de pronto en la víctima propiciatoria por cuyo sacrificio se purifica la comunidad y se renueva el mito, según lo ha analizado Rene Girard en su exploración de lo sagrado.

(continuará)

1) Bárbara y Stanley Stein, La herencia colonial de América Latina, México, Siglo XXI, 2970, p. 72.

2) Wendell Kark Gordon Schaeffer, “La administración pública mexicana”, Problemas agrícolas e industriales de México vol. VII, n. 1, enero-marzo de 1955.

 

Héctor Aguilar Camín.
Escritor, historiador, director de la revista Nexos.
Su último libro: La dictadura germinal. Crónica de la destrucción de la democracia mexicana.
Editorial DEBATE, 2025.

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Publicado en: Mientras pasa la historia

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