Leviatán Criollo. Constantes históricas del Estado mexicano. Es el cuarto capítulo del libro Subversiones silenciosas publicado por Editorial Aguilar en 1993.
El eco de los otros
Tendemos a pensar en la Conquista como un solo golpe militar definitivo —la caída de Tenochtitlan— que estableció sin más trámite el poder español en lo que hoy llamamos México. Se trató en realidad de una lenta expansión militar hacia el norte, preñada de descalabros y reveses, que poco a poco amplió dominios y consolidó trabajosas fronteras frente a los “indios bárbaros”. La Independencia de 1821 sorprendió al establecimiento colonial defendiendo todavía precarios puestos de avanzada en las provincias internas y el septentrión, territorios punteados de colonizaciones epidérmicas, en medio de la vastedad del desierto y la siempre acechante hostilidad indígena. La historia de esa conquista lentísima de los indios bárbaros es, desde luego, la de una resistencia que no ha terminado —al menos en la imaginación y la conciencia de las élites gobernantes. El poder colonial se asentó sobre un territorio conquistado, periódicamente dispuesto a la rebelión. La legislación española, de inspiración medieval y paternalista, sancionó favorablemente muchos derechos de aquellos conquistados; de alguna manera, los incluyó en su perspectiva, atenuando así la opresión desnuda y facilitando su asimilación en el establecimiento colonial. Pero no pudo apartar dos constantes de aquella experiencia. En los extremos de alguna de sus fronteras tuvo siempre, durante tres siglos, una guerra de expansión de o resistencia a la conquista, y se encontró por ello, sin cesar, bajo el amago de los conquistados y los oprimidos, llámense indios bárbaros del norte, castas del Bajío, léperos de las ciudades o campesinos del sur. El tema de la insubordinación de las masas reaparece, obsesivamente, en la historia de México. Está en la serie interminable de rebeliones coloniales, tanto como en la mayor de todas ellas: la explosión del Bajío de 1810, acaudillada por el cura Miguel Hidalgo y sostenida después, en su vena radical, por el cura José María Morelos; está en la corriente que recoge y representa turbiamente Vicente Guerrero, en los años veinte del siglo XIX; en la cruenta guerra de castas yucatecas de 1848, que horrizó hasta la parálisis a pensadores liberales del corte de José María Luis Mora; está en los contingentes de sureños de Juan Álvarez que hicieron triunfar la revolución de Ayutla en 1854 y en los ejércitos de la república, hijos de la leva y del orgullo regional, así como en las cincuentena de rebeliones de índole agraria registradas entre 1820 y 1910. Esa misma densidad insurreccional está, desde luego, viva en la Revolución mexicana, de principios del siglo XX, en el ardor guerrero de los cristeros de los años veinte y treinta, en los alzados jaramillistas de los años cincuenta y en las oleadas guerrilleras de los años sesenta y setenta. No califico la naturaleza política de esas rebeliones, simplemente consigno su presencia y su arraigo popular, para subrayar el modo como los gobernantes de México han estado siempre, de un modo u otro, enfrentados a la sombra levantisca de las clases peligrosas.
Buena parte de las soluciones políticas eficaces que ha podido alcanzar el país en distintos momentos de su historia, ha nacido de la necesidad política de institucionalizar y darle un cauce pacífico a esas proclividades explosivas. Es seguramente el desafío de todo sistema político, pero se da en la historia mexicana con tintes de una violencia peculiar y con la participación de vastos contingentes de los sectores inconformes. Se trata de impulsos colectivos, cuyo origen está casi siempre vinculado a la ruptura de un orden tradicional en particular campesino o agrario. Son por ello, en su generalidad, incluso en los casos en que su causa pareció haber triunfado, movimientos derrotados, locales, incapaces de vertebrar un liderato político nacional.
Así, la organización política mexicana ha estado siempre marcada por la presencia activa y violenta de sus clientelas. Y si ninguno de los grandes movimientos populares ha significado la llegada al poder de los verdaderos hijos de la gleba, ninguno ha podido tampoco borrarlos de su perspectiva, sin arriesgar una nueva inestabilidad. La Revolución Mexicana de 1910 fue el movimiento que con mayor eficacia pudo incorporar a sus instituciones y sus leyes las demandas de los contingentes que la hicieron. Pero resulta clara que esa incorporación no definió el cauce central, el sentido histórico perdurable, del movimiento, sino que fue sólo su complejo instrumento de organización y pacificación masivas. En un aspecto central, el del campo, Arturo Warman lo ha planteado con los matices que el caso requiere:
El Estado mexicano (…) ha cambiado radicalmente. Ya no lo dominan los oligarcas terratenientes, los hacendados o cuando menos no todos ellos. Es un estado nacionalista y populista emanado de una revolución de enormes proporciones. Es el que repartió la tierra y el que expropió a las compañías petroleras; el que apoyó a la república española y recibió a sus refugiados, el que nunca rompió relaciones con Cuba revolucionaria y el que (acogió) a los exiliados por el golpe fascista en Chile. Los principales agentes de la explotación del campesino, los que se enfrentan con él en una contradicción aguda y descarnada, son los buenos y patriotas, los promotores del industrialismo dependiente, de la ‘modernización’ a cualquier costo, de la imposición del crecimiento como objetivo en sí mismo y a costa de la gente que produce la riqueza. Son los mismos que han convertido a la reforma agraria que se concibió como un proceso encaminado a establecer la justicia y el bienestar, en un simple instrumento para el crecimiento de la industria que hace más profunda la opresión. (8)
El mismo Estado, en efecto, y sus agentes, son los que van limitando y adecuando sus concesiones originales a campesinos y trabajadores para ceñirlos al verdadero fruto de sus afanes que es la modernización capitalista. Es posible que la implantación definitiva de ese modo de producción, que es también un ámbito civilizatorio —en el sentido de que crea su propia cultura y su propia ideología, un estilo completo de vida— esté acabando o haya acabado ya con las posibilidades de aquellas corrientes tumultuosas de la violencia popular de origen fundamentalmente agrario.
Es posible que, del mismo modo en que los cuentos de fantasmas perdieron su verosimilitud cuando se inventó la luz eléctrica, así también las carreteras y la televisión, el fin del aislamiento regional y la destrucción del mundo campesino, hayan puesto fin a las rebeliones agrarias y a sus héroes y que la lucha a muerte por la tierra, haya pasado del orden tradicional por una parcela en el campo al pleito por los metros cuadrados suficientes para fincar una barraca en las periferias de las ciudades. Es posible, que por fin, en las últimas décadas del siglo XX estemos entrando a la tierra prometida durante ciento cincuenta años por los gobernantes ilustrados, liberales, porfirianos y revolucionarios de México; que hayamos llegado a la modernidad o al menos a la antesala del reino que estaba para nosotros desde el siglo pasado.
El nudo por desatar sigue siendo el extraño modo como el sector moderno del país continúa anclado, absorbido, impregnado por el mundo arcaico que no cabe en la modernidad construida sobre sus hombros; el modo como ese mundo arcaico lucha por su supervivencia, se incrusta y resiste dentro del que parece desplazarlo, el hecho de que sigamos hablando de una sociedad en expansión acelerada de sus sectores modernos, pero que no puede incluir en ellos a la mitad de su población. Son las nuevas fronteras de la conquista, la nueva periferia amenazante, no incluida en las bondades de la civilización a que han sido sometidas, el nuevo eco de los otros que es el viejo eco de nuestra desigualdad.
(final)
8) Arturo Warman, Y venimos a contradecir, México, Ediciones de la Casa Chata, 1976, p. 16.
Héctor Aguilar Camín.
Escritor, historiador, director de la revista Nexos.
Su último libro: La dictadura germinal. Crónica de la destrucción de la democracia mexicana.
Editorial DEBATE, 2025.