
Como creo que se ha respirado largamente a lo largo de estas trovas, había en el aire una promesa de futuro para todos, salvo para El Cachorro, que tenía diez años y un siglo más de edad que los machos masturbines. El Cachorro era altivo y gramático en todo menos en el recuerdo de su casa en Mérida, que lo dejaba tartamudo, la casa que había perdido junto con sus dos padres, en una hecatombe comercial después de la cual la vida, es decir la muerte, se los había llevado a los dos y lo había mudado a él la casa de una tía pobre que no pudo seguir pagando su educación de niño rico pero que le enseñó a caminar con la frente erguida ante la murmuración local de la quiebra de su padre, y ante la pérdida de la casa señorial en donde había crecido, ocupada ahora por los acreedores de su padre y de su madre, cosa que había sembrado en él uno de esos resentimientos que la vida entera no puede curar. Su porte no inspiraba ni un pecado venial, según su propia descripción. De una triste y larga historia de rechazos iniciáticos, El Cachorro había derivado las deformidades amorosas de su vida adulta. Las mujeres tenían en su cabeza la dolorosa forma de niñas y jóvenes deseadas sin esperanza, historia de rechazos que le había endurecido el cerebelo y afilado la lengua, afilada de por sí, hasta hacerlo adoptar el grotesco dicho que pasaba como sabiduría en los bajos fondos masculinos del mundo anterior al Terremoto, sobre cómo tratar a las mujeres: “A las putas como decentes y a las decentes como putas”, infortunada destilación que había tenido un efecto fatal sobre la vida amorosa de El Cachorro , pues lo había arreado al campo de las putas y excluido de las otras. Cumplía en las putas su desdichado dicho, siendo cliente regular, ingenioso y pagandero de un harem libre de sueños que visitaba en un lugar llamado La Covachita y en otro llamado El Retiro, cercanos a la casa, donde sus parejas habituales atendían como meseras en la barra y como fornicantas en una bodega del fondo, mal escombrada al efecto. Formaban su lisiado mundo amoroso aquellas mujeres desviantes, más bien feas, más bien maleadas, no precisamente jóvenes, pero leales con él, a quien servían con deferencia y de quien se dejaban hacer sin remilgos, con una prestancia que se parecía turbiamente, profanamente, a la tolerancia maternal. No había en la memoria de El Cachorro sino escenas recurrentes de este tipo de mujeres, pues con ellas solas había tratado, desde que había acudido con solemnidad a la casa de adobe y palma de las afueras de Mérida y había entregado sus veinte pesos a María Cahuich para que María le quitara la niñez, como María Cahuich llamaba a desvirgar a un joven quinto. Nunca había cruzado los linderos, traspuesto las altas bardas invisibles de aquel esplendor iniciático. No había otra cosa deseable en su cuerpo y en su corazón que la María Cahuich de su memoria, la cual, en su fuero íntimo, no tenía por gran cosa. “Estereotipadas del amor tarifado”, llamaba a las sucesoras de María Cahuich, con punzante alegría, y no quería más. Era su manera salvaje de huir de las mujeres, herido como estaba de sus pérdidas, de su múltiple edén perdido. Pero he aquí que encontró una noche de tragos, mientras bebía solo en la cantina El Parque, que la codiciada mesera cobriza del lugar llamada Raquel, vino a hacerle plática, parada de pie frente a su mesa, en los tiempos muertos de las mesas que atendía. Raquel atendía sólo dos mesas esa noche. Estaba atenta para entregar ahí lo que pedían, y en los intervalos venía con El Cachorro a preguntarle por qué bebía solo, a lo que El Cachorro había contestado la siguiente pendejada: “Porque beber solo es la quintaesencia del hombre”. “¿La qué?”, se había reído Raquel, y El Cachorro había reconocido la ironía, y le había dicho: “Usted tiene razón, soy un petulante”. “No me lo parece”, le había dicho Raquel. “¿No se lo parece?”, pero Raquel le había dado la suave y le había dicho: “No. Yo lo miro a usted siempre que viene, usted no se da cuenta pero yo lo miro”. “¿Con qué avieso propósito?”, había preguntado El Cachorro. “¿Con que qué?”, se había reído Raquel. “Tiene usted razón otra vez, señorita, soy un engreído”, había dicho El Cachorro. “No me lo parece”, le dijo Raquel, “más bien lo veo triste”. “La peda es triste”, había dicho El Cachorro. “Ay, no”, había dicho Raquel, “la peda es alegre, al menos la mía, y la de usted apuesto que también”. “¿Quiere apostar?”, había dicho El Cachorro. “Lo que quiera perder”, dijo Raquel, “Con usted, todo”, dijo El Cachorro. “Uh, mucho menos que eso”, dijo Raquel, y fue así como quedaron en lo alto del monte Hebrón de la sorpresa en que El Cachorro esperase esa noche hasta la salida de Raquel del restaurante bar El Parque, que los machos masturbines llamaban simplemente cantina, por no mentir. Camino a la cita inesperada, hizo las cuentas del dinero que tenía para pagar y las calles que le faltaban de caminar para llegar al hotel de paso que cruzó por su cabeza, el hotel que estaba frente al cine Gloria, en la cercana calle de Campeche, casi esquina con Champotón, entre Champotón y Manzanillo. Oh la nomenclatura de aquella ciudad, simple y caminable, anterior al Terremoto. Una vez desarrugados y contados los billetes sueltos que había en sus bolsillos, la duda de El Cachorro quedó puesta no en el pago del hotel sino en el efecto que tendría sobre las disponibilidades amorosas de Raquel caminar tantas y tan pocas cuadras, a saber: una sobre Teotihuacán, donde estaba la cantina El Parque, hasta Insurgentes, donde estaba la juguetería Ara, y de ahí dos calles a la derecha por Insurgentes, hasta Coahuila, donde estaba la tienda Woolworth, y de Woolworth otra hasta Campeche, donde estaba la gasolinera, y luego media cuadra sobre Campeche hasta el hotelito llamado Gloria, de cemento liso y falso mosaico veneciano, luces mortecinas, ventanas de vidrios verdes, frente al cine también llamado Gloria. Esto lo atormentó un tiempo interminable, hasta el momento en que Raquel salió de la cantina El Parque y le dijo “Yo tengo dónde”, y lo llevó a un edificio de la esquina, al cuarto de azotea de una amiga sirvienta, donde Raquel se quedaba a dormir algunas noches, y en aquel cuarto limpio, mínimo, arreglado con primor, con flores frescas, Raquel puso a El Cachorro boca arriba en el pequeño catre de su amiga y se encargó de todo por él, yendo y viniendo por él, pulsándolo como un bandoneón, como había hecho con él la primera vez María Cahuich, en lo más parecido al amor que El Cachorro pudiera recordar.
Como puede presentir cualquier lector, a partir de la intensidad de aquel primer encierro, los que siguieron estaban condenados a durar lo que duraron, a ser menos potentes y efectivos cada vez, como el primer beso o el primer miedo, de modo que el tiempo volvió rutina, luego desencuentro, luego distancia, lo que aquella noche fue la entrada en cueros al valle de Josafat. Oh Raquel, qué incomparablemente bella y zafia y tierna fuiste con El Cachorro aquella noche de tu invención, destinada a pasar, desde luego, y a quedarse en su momento para siempre.
Fantasmas en el balcón. Literatura Random House. 2021.
Héctor Aguilar Camín
Escritor, historiador, director de la revista Nexos.
Su último libro: La dictadura germinal.
Crónica de la destrucción de la democracia mexicana
Editorial DEBATE, Penguin Random House, 2025