Edenes perdidos, 4

Nada había tanto en la cabeza de Lezama como la cuenta de las mujeres que le habían faltado. Cuando Lezama pensaba en las mujeres que le habían faltado, pensaba en la categoría sociológica de mujeres descritas por Balzac en la Fisiología del Matrimonio. Pensaba, por ejemplo, en Jeanne Moreau, aunque no en cualquier Jeanne Moreau, sino en la que había enredado a Jules et Jim o ambulaba evitando la fiesta desolada de alguna película de Antonioni. Jugando con la efigie de Jeanne Moreau, Lezama tenía una historia de amor en la cabeza hecha de los siguientes ensueños: 1. Una mujer joven llamada Jeanne Moreau, 2. Un cuarto con vista al mar, en inciertas playas de Italia o el Perú. 3. Mucho coito en las playas. 4. Cartas de amor escritas al amanecer mientras Jeanne dormía como “una bestezuela cálida”, oh. 5. Mucho coito. 6. Noches compulsivas escribiendo —Jeanne descalza, trayéndole quesos y vino. 7. Abundancia de diálogos profundos frente al mar. Ella: “Los únicos secretos del atardecer son quienes lo miran”. 8. Mucho coito. 9. Menos coito. 10. Distanciamiento por sutiles alteraciones del espíritu. 11. Caricias esporádicas. 12. Atraso menstrual. 13. Embarazo. 14. Aborto. 15. Separación por lo anterior y por otras razones aún más decisivas como las sugeridas en 10. 16. Terapia por destilación novelística de los abismos del amor moderno.

Se inventaba esa historia y soñaba despierto con ella, pero, como era frecuente en Lezama, sus ensueños declarados excluían sus pasiones verdaderas, porque lo que lo traía loco en esa época no era la sutil e imaginaria Jeanne Moreau, sino la rotunda y verdadera Clío Martínez de la Vara, que cruzaba todas las tardes, riendo entre sus amigas por los pasillos de la Ibero, apenas contenida en sus vestidos de seda. Toda ella pasaba crepitando, haciendo sonar en lo profundo del vestido los ligueros tensos, los bragueros llenos y el siseo de sus medias al frotarse. Oh todo un repertorio de nailon inútil destinado a ceñir el portento de sus nalgas, las nalgas de Clío que brotaban de sus vértebras de niña, al pie de una cintura que Lezama había calculado apenas mayor que el cerco de sus manos.

Siguiendo la máxima escritural de que lo que el escritor debe escribir es lo que se asoma a su cabeza, no lo que su cabeza quiere que se asome, derivo ahora sin concierto ni razón alguna a la historia del día en que Lezama estuvo a punto de hacer suya a Clío Martínez, y ella a él, peripecia tan penosa para Clío y tan poco heroica para Lezama que no visitaron más ese cajón de su memoria en busca de lo que realmente había pasado, salvo que lo escondido en el cajón volvió toda la vida a sus cabezas haciéndoles recordar a fuerzas lo que a fuerzas querían olvidar. Y fue que Lezama había ido a un picnic con Clío, él, que odiaba los picnics, en realidad a una comelitona en la hacienda de los abuelos de una de las estudiantes de psicología de la Ibero, y había caballos y salieron a montar, para lo cual las avisadas mujeres llevaban atuendos profesionales color caqui, con botas delgadas de montar y fuetes y gorritas de jockey, mientras que Lezama traía sólo sus habituales vergüenzas indumentarias, desempeoradas sólo por el saco de gabardina de Gamiochipi, el saco que había sido por meses la joya de la corona en el inexistente guardarropa de los habitantes de la casa. Clío Martínez, en cambio, venía disfrazada como una diosa, lista para poner sus nalgas calipigias en el sillín inglés que le habían cinchado en las caballerizas sobre un robusto tordillo, y le había dicho a Lezama: No vienes en traje de carácter, Lezama, mientras Lezama la ayudaba a subir al tordillo, deteniéndole el estribo, conteniendo a duras penas la fuga de su mano hacia las nalgas de Clío para impulsarla hasta el sillín. Sobra decir lo que eran para ese momento, a los ojos de Lezama, las nalgas de Clío Martínez, ahormadas por el ceñido pantalón de dril castaño, de por sí diseñado para agrandar las formas de las amazonas que lo requirieran, en absoluto el caso de Clío Martínez, que iba montada como una diosa de Rubens en aquel tordillo gemelo, nalgón por su propio derecho. A Lezama le dieron en las caballerizas las riendas de lo que pidió, un cuaco manso que no necesitara jinete, al treparse en el cual empezó la humillación para él, pues cuando salieron de las cuadras rumbo al campo largo de la hacienda, Clío picó su tordillo y salió como una raya con la cola de caballo de su pelo haciendo rima con la cola voladora del tordillo, dejando a Lezama en trance de sólo seguirla, al paso de quijote de su rocinante. Una y otra vez Clío Martínez le repitió la dosis de volver galopando hasta donde él bregaba, para decirle: Sígueme, Lezama, no seas maricón, y arrancar a galope en su tordillo dejando a Lezama corcovado y lento sobre su caballo manso, con la única ventaja, en este humillante juego, eso sí, de que se alejaron de la casona de la hacienda una legua (¿cuánto será una legua?) y fueron a dar a un paraje junto a un ojo de agua que había en la hacienda, y Clío Martínez se bajó del tordillo ahí y se puso a dar vueltas sobre sí misma celebrando la dicha de aquel encuentro con la naturaleza, luego de lo cual se sentó bajo un sauce que sombreaba una orilla arenosa del respetable laguito tributario del ojo de agua de la hacienda. Podemos abreviar los detalles conducentes al momento en que Clío ya estaba sentada, recargando su esbelta espalda, de vértebras de niña, en el gran tronco del sauce llorón a cuya sombra estaban, cuando Lezama le dio un beso bien dado, que Clío aceptó con entrega manifiesta, aunque sólo para dar de inmediato un torpe salto fuera de la continuidad natural de la escena, y decirle a Lezama: Qué pretendes, Lezama, tú estás muy pollo para mí, a lo que Lezama respondió tratando de repetir el beso que Clío le negó, diciendo: No seas irresponsable, Lezama, yo lo que necesito es un galán con el que pueda casarme, oído lo cual Lezama la besó en el cuello, Un hombre joven como tú pero rico, siguió Clío, mientras Lezama le metía la punta de la lengua en la oreja, Que me saque de esta jaula de la universidad, mientras Lezama se mutaba en pulpo, Y tú no puedes ofrecerme eso, y metía sus manos multiplicadas por las aquiescentes partes del cuerpo de Clío, algunas de ellas a la vista ya, otras cubiertas por las botas y los pantalones y la camisola de montar, Porque qué puedes ofrecerme tú, Lezama, decía Clío, mientras Lezama hurgaba ya en su entrepierna, cubierta por el pantalón, Aparte de que eres un encanto, y batallaba con el cinturón de Clío para zafarle la camisola de montar, Pero el encanto no tiene cuenta de cheques, Lezama, mientras Lezama descubría el vientre liso de Clío tratando de descubrir también sus pechos, Y qué vamos a hacer si no tienes dinero, Lezama, pero encontraba ahí el otro obstáculo del brasier de guías duras que usaba Clío, ¿Vas a poner un negocio?, mientras Lezama le zafaba al fin la camisola ¿Qué voy a decirle a mi papá: que me voy a casar con un don nadie?, mientras Lezama se metía en la hondonada de los felices pechos de Clío, Yo quiero viajar, Lezama, quiero tener ropa cara, vivir como una princesa, porque soy una princesa, Lezama, mientras Lezama le zafaba una de las botas de montar, Quiero ir de luna de miel a Waikikí, y le zafaba la otra, Pero no al cabaret de Acapulco, Lezama, sino a la playa de Hawai, mientras Lezama finalmente podía sacar del pantalón de montar una de las piernas portentosas de Clío Martínez, Y tú no me puedes llevar ahí, Lezama, porque no tienes dinero, carajo, mientras Lezama le besaba la pierna libre, transportado por el absoluto de su suavidad y por su olor a cremas de colección, que en su conjunto daban un olor a bebé, Porque lo que yo quiero es un hombre que me dé mis propias cosas, Lezama, mientras Lezama trataba de librar la otra pierna del pantalón de montar, Quiero tener mi propio coche, mi propia casa, mi propio dinero, de modo que la tenía ya con una pierna desnuda y la otra todavía metida en el pantalón de montar, Que me deje ser yo misma con mi dinero y no deberle nada a nadie, Lezama, hasta que, desesperado, Lezama se puso de pie y jaló el pantalón de la pierna que faltaba, Quiero entregarme a quien me libere de todo, Lezama, y de pronto tenía a Clío bajo el sauce llorón con las dos piernas monumentales desnudas pateando hacia él, Un hombre de verdad que me haga mujer de verdad, unas piernas bronceadas de un lustre moreno como Lezama nunca había visto, Que me dé lo que merezco, mientras Lezama pensaba que siempre había visto esas piernas con medias oscuras en los pasillos de la Ibero, Lo que debe darle un hombre a la mujer que quiere, y Lezama se quitaba, hasta entonces, el saco de gabardina de Gamiochipi y lo ponía bajo las nalgas y las piernas de Clío para que no se rayaran mellaran granularan con la traicionera arenilla que había al pie del sauce, mientras Clío decía: No cualquier cosa, como piensas tú, Lezama, sino todo, mientras Lezama volvía al torso de Clío y a su brasier varillado, tan digno de sus pechos, Todo lo que una mujer puede soñar, y desabrochaba el brasier de la espalda de Clío, Y cuando digo todo es todo, y liberaba los pechos de Clío para aplicar en ellos el brubrubrú favorito de Gamiochipi, Que me haga como tú, Lezama, pero con casa y coche, cabrón, mientras Lezama bajaba de los pechos a las caderas también liberadas de Clío y a su translúcido calzón de encajes, Porque una no está para entregarse a cualquiera, Lezama, mientras Lezama veía que el calzón de encajes de Clío tenía una mancha, No a cualquiera, Lezama, y el saco de gabardina de Gamiochipi tenía una mancha también, y eran entonces dos manchas frescas, contiguas, que se prolongaban una en otra como en un test de rorschach, quiero decir: había una continuidad entre la mancha en forma de murciélago que había en el sutil calzón de encajes de Clío y la mancha en forma de gota que había en el saco de gabardina de Gamiochipi, todo lo cual quería decir, oh dioses, que en aquellos mismísimos momentos Clío Martínez estaba reglando como un ojo de agua, como el mismísimo ojo de agua de la hacienda, desechando una camada de óvulos inútiles en espera del momento en que un marido de verdad interrumpiera sus reglas con un heredero de verdad, o varios, con una casa de verdad o varias, con una cuenta de cheques de verdad o varias cuentas, suficientes para colmar sus sueños y garantizar su libertad.


Para el momento en que estas discutibles epifanías acudieron a su cabeza, Lezama tenía una erección del tamaño del tordillo que había venido montando Clío y acaso Clío lo hubiera bienvenido entre sus piernas, como al tordillo mismo, si Lezama hubiera tenido los arrestos de meterse en ella. Pero su erección se había desmayado a la vista de la sangre y cuando Clío, por el desmayo de Lezama, cayó en la cuenta de lo que sucedía, empezó a llorar y luego a maldecir como las troyanas cautivas. Empezaba a caer la tarde cuando finalmente Clío dejó de llorar y le dijo a Lezama: Voy a vestirme, voltéate. Lezama se volteó, ella se vistió y algo mágico hizo porque cuando le dijo a Lezama que podía voltearse de nuevo tenía los ojos un poco rojos, pero nada más, el pelo recompuesto y el atuendo de amazona inglesa reconstituido. Tomó del suelo, donde estaba todavía, el saco de Gamiochipi y lo puso sobre el sillín inglés de su tordillo como un sarape, montó luego en el tordillo, sentándose sin comedimientos sobre el saco, y salió a galope hacia el casco de la hacienda, mientras Lezama volvía en su cuaco a paso de sancho, sintiéndose un barbaján, feliz de no haber sido un barbaján, triste como el sauce llorón de donde venía por el hecho de saber que había perdido a Clío Martínez para siempre.

No fue así en el tiempo, pero fue así aquella tarde a la que ni Clío ni Lezama ni el narrador hubieran querido entrar nunca, pero de la que es claro ahora que nunca pudieron salir.

Oh¡ la tarde inmortal de la regla sagrada de Clío.

 

Fantasmas en el balcón. Literatura Random House. 2021.

Héctor Aguilar Camín
Escritor, historiador, director de la revista Nexos.
Su último libro: La dictadura germinal.
Crónica de la destrucción de la democracia mexicana
Editorial DEBATE, Penguin Random House, 2025

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Publicado en: Mientras pasa la historia

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