Gamiochipi era la hechura de sus dos hermanas. Había sido el último hijo de un padre viejo y nacido diez años después de sus hermanas, justo en la edad en que sus hermanas necesitaban un niño que fuera al mismo tiempo la última encarnación de sus muñecas y la primera anticipación de los hombres jóvenes que les iban a gustar. Gamiochipi brilló desde bebé como una aparición, como una fiesta, en una casa que estaba de luto porque el padre había muerto de viejo prematuro y había perdido su caudal en una mala apuesta de comercio, de modo que el niño venía camino hacia la casa en los momentos en que el padre y la fortuna de la casa estaban yéndose de ella. Apenas viuda, la madre de Gamiochipi parió como una madre joven, con felicidad inexplicable, sin dolor ni largas pujas, un bebé que no tuvo fricción al venir al mundo y que tenía desde los primeros días una carita de guapo por completo ajena a las indefiniciones faciales de su edad, como una especie de niño adelantado a la belleza de sus años por venir, como un puntual anticipo del niño guapo, del adolescente guapo, del joven guapo, del guapo señor y del viejo guapo que Gamiochipi estaba llamado a ser desde sus primeras babas en la cuna. Como hemos referido ya, tan frustránea como cuidadosamente, Gamiochipi tenía aquella obsesión desvirgatoria por su novia debutante, la húmeda y alabastrina Susy Seyde, cuya blancura le recordaba a Gamiochipi la blancura española de su madre y de sus hermanas. Como se ha dicho antes, la obstinada caza del virgo de Susy Seyde por Gamiochipi, imitaba la aporía de Aquiles y la Tortuga según la cual, por más que Aquiles en su velocidad de vértigo se acercara a la taimada lentitud de la Tortuga, nunca podría darle alcance. Susy Seyde era la tortuga invencible de los afanes de Gamiochipi, desde luego, pero cuando los turbios sueños de Gamiochipi lo llevaban por las sorpresas de la polución nocturna, quien estaba en sus desahogos no era Susy Seyde, sino la mulata descalza, llamada Zenaida, que venía a lavar pisos y ropa a la casa grande de los Gamiochipi en Pinotepa, antes de la muerte del padre viejo de Gamiochipi. En las apariciones nocturnas de Zenaidita venían como un tropel las nostalgias de aquel mundo perdido, que Gamiochipi tenía como inexistente durante el día pero que le hablaba en su vieja lengua mientras dormía por las noches, nunca por cierto durante las siestas, que Gamiochipi también dormía porque, puesto a dormir, Gamiochipi era una fiera. El hecho central de su vida era, sin embargo, en la vigilia y en el sueño, que las mujeres venían a él con naturalidad y alegría, y él iba a ellas sin vanidad ni atropellamiento, como en un pacto tácito de gusto y de juego, en el que no había engaño ni cortejo, ni promesas ni manipulaciones, sólo las ganas de probarse para hoy, quizá para mañana, ojalá para después. Por eso, por la mnemotécnica razón de los contrastes, su asignatura pendiente de la juventud, llamada Susy Seyde, habría de acompañarlo el resto de sus días con un resto impenitente de tristeza, entre tantas felicidades rutinarias del recuerdo de su trato con las mujeres.
El narrador omnisciente incurre aquí en un salto cuántico en el tiempo, por completo ajeno al espíritu de su relato, pues se adelanta a los detalles de una escena sucedida muchos años después, durante una tropelía nocturna en que el narrador acompañaba a Gamiochipi, más próximos ya los dos a la mortaja que a la cuna, y Gamiochipi tuvo el pronto juvenil de llevarle a Susy Seyde un gallo, oh! un gallo, como se llamaba entonces y se llama todavía entre nosotros, a pesar del Terremoto, a las serenatas. Se fueron los dos a buscar un mariachi de tres trompetas para irse a plantar luego, a las tres de la mañana, al pie de las ventanas de una mansión de la colonia Anzures, sita en la esquina de las calles de Leibniz y Kant, oh! qué esquina, donde era fama que Susy Seyde vivía sola, bien divorciada luego de bien casada, madre de dos hijos bien casados también y de una hija menor, treintañera, que cursaba un posgrado en Cornell. Nada menos que en Cornell, Vladimir Vladimirovich Nabokov, el lugar donde tú has quedado prendido, cazando mariposas y ninfetas, mientras que esta madrugada fría Gamiochipi anhelaba sólo, otra vez, a su joven gloriosa Susy Seyde, su edén entrevisto, perdido tantas veces, que no se le había ido del corazón.
Advierto para lectores ajenos a las tradiciones de aquel mundo nuestro, anterior al Terremoto, de donde provenía la costumbre bárbara de “llevar gallo”, que era de etiqueta amorosa en los gallos que la mujer agasajada con las trompetas de Jericó del mariachi bajo su ventana, en las silenciosas madrugadas de la ciudad, debía prender la luz de sus habitaciones, o al menos de la sala de su casa, en señal de que recibía con gratitud los tamborazos, los trompetazos y las altas notas destempladas que alcanzaban los cantantes en la banquetas de su casa, justo al pie de su ventana, o aproximadamente frente a ella. Pues bien, el narrador omnisciente consigna aquí, sin afición ni odio, que la Susy Seyde de sus altos años no prendió la luz que hubiera prendido feliz de joven, acaso porque Gamiochipi seguía siendo reo en su corazón de no haberse introducido en ella cuando sus pocos años.
El narrador omnisciente puede dar fe de que aquella noche infausta, luego de no ver prenderse la luz en la casa de Susy Seyde durante cuatro canciones, Gamiochipi pagó lujosamente al mariachi y ordenó a su chofer que los recogiera donde ya sabía, y se volvió con su amigo caminando desde la calle de Leibniz esquina con Kant hasta la esquina de Leibniz con la calle de Tolstoi, donde por las madrugadas se ponía un taquero ambulante bajo el toldo del restaurante Los Panchos. Y llegados a la fritanga bajo el toldo, el narrador y Gamiochipi pidieron y comieron los dos, sin tregua, cuatro tandas de tacos de costilla y de bistec con paletadas de salsa macha, y mascaron y tragaron como tiranosauros rex hasta que empezaron a salírseles los mocos por las narices y las lágrimas por los ojos, en tributo a los efectos convergentes de la salsa macha y el recuerdo de Susy Seyde.