Edenes perdidos, 1

El padre de Changoleón codiciaba y coleccionaba mujeres. No era un hombre atractivo, pero tenía un extraño atractivo para ellas, acaso porque sentían en él a un verdadero tributario, alguien dispuesto a cualquier cosa por obtener de ellas cualquier cosa. Y eso a pesar de sus lentes de armadura gruesa, de carey, su pelo disciplinado con fija pelo, sus atuendos de ingeniero de oficina, maniquí de trajes mal cortados y corbatas mal anudadas. El padre de Changoleón era un obseso amoroso y a la vez era un hombre de su casa y su familia, casado por las tres leyes, hogareño, rutinario, proveedor. Tenía una vida doble o triple. Se había casado con una ardiente jarocha que se mantuvo ardiente hasta su alta edad y que se había impresionado en la actitud externa de su marido, también con lentes gruesos de carey y apacibles rutinas domésticas, salvo que se había casado con su marido por las razones despeinadas de hacerse el amor como luchadores profesionales bajo su apariencia de oficinistas mediocres indiferentes a las glorias del deseo. Nada de eso.

Changoleón estaba loco por una muchacha de Xalapa que se llamaba Justina, en la que, contra todos sus instintos, había reincidido cuatro veces y en cuyo trasfondo de muslos morenos flotaba el ánima delgada y morena de su madre. Changoleón tenía una puerta infusa abierta al desenfreno. Su padre estaba loco por mujeres que le dieran prestigio frente a sí mismo, un prestigio que se alimentaba de la rumia secreta de sus mujeres, a diferencia de la rumia de coleccionista de Changoleón, que la quería visible a la inspección del mundo. Changoleón había acostumbrado y endurecido su mirada ante la doble cuota de felicidades y sollozos que solía extraer, como dotado carterista, de su trato fácil, llano y predador con las mujeres, a las que coleccionaba con ardor y dejaba con indiferencia, y de las que llevaba en el fondo del alma un registro de victorias y un regusto ácido, amargo, parecido al de la venganza cumplida, sin que estuviera claro en ninguna parte de su alma transitiva de qué agravio venía la necesidad de venganza o de qué derrota la de revancha. Por la noche, antes de dormir, repasaba su lista de conquistas, y cruzaban por su entresueño, en orden de aparición, la lista de sus desaguisados, sus nombres y sus rostros, y se llamaban Petra, Filemona, Irene, Justina por primera vez, Xóchitl, Peggy Jones, doña Carmen Argudín, Bebé, Justina por segunda vez, Carmenchu, Shirley McCarthy, Magdalena, Dolores Do, Justina por tercera vez, Lotte Bauer, Lotte Bauer, Lotte Bauer. Oh Lotte Bauer.

En algún momento, la ruleta empezaba a girar de nuevo en su cabeza contadora y la lista volvía, como una canción de cuna, girando de nuevo: Petra, Filemona, Irene, Justina por primera vez, Xóchitl, Peggy Jones, doña Carmen Argudín y aquí o en el siguiente nombre se quedaba dormido.

Algún narrador futuro dará cuenta de la deriva salvaje que anunciaban estos capullos tempranos del encanto malévolo de Changoleón.

El narrador omnisciente de esta historia sabe sólo que muchos años después del Terremoto, cuando Changoleón había tomado su camino a la ausencia de culpa, lo buscó de pronto la muchacha a quien aquí llamamos Dolores Do, de la que hablaremos adelante. Changoleón y Dolores habían sido amantes, cómplices locos, en los buenos tiempos, antes del Terremoto, y luego de aquellas guerras del desamor y el deseo, del amor por desamor, Dolores Remírez, que ese era su nombre, se había casado bien, y parido bien, y era una mujer hecha y derecha con dos hijos y un marido como debe ser, pero una noche encontró en algún rincón de sus secretos un número de teléfono que le había dado Changoleón alguna vez y le marcó y era el teléfono de la casa de los padres de Changoleón y le contestó una viejita de voz quebrada que era la mamá viuda de Changoleón y que le dio sin titubear el teléfono donde podía encontrar a su hijo. Sin titubear también Dolores Remírez marcó el teléfono y oyó la voz cascada, probablemente ebria de Changoleón, y le dijo:

—Soy Dolores.
—A lo que Changoleón respondió de inmediato:
—¿Dolores Do?
—Ella misma.
—Aquí yo mismo –dijo Changoleón.
—Y esa misma noche se fueron de farra.

Al amanecer, en un hotel de paso que estaba en la avenida Revolución, oh los nombres de la ciudad, Dolores Do le dijo a Changoleón que estaba casada, que su marido estaba de viaje por trabajo, que sus hijos estaban encargados en casa de su madre, y peroró:
—Me gusta mucho mi casa, monito, y quiero mucho a mi marido y a mis niños, pero te extraño mucho, extraño las locuras que me hacías hacer, las barrabasadas que hacía por ti. Me extraño encuerada y peda, monito, haciendo lo que me salía del alma, del alma mala, monito. Dime: si te pido un día que me lleves de loca a ser otra vez la loca que era, ¿me devuelves a mi casa sana y salva, a mi marido, a mis niños? ¿No me lo tomas como si estuviera realmente loca, como si pudieras hacer conmigo lo que quieras, aunque quiero que hagas lo que quieras? ¿Me entiendes, monito, lo que te estoy diciendo? Creo que eres el único que lo puede entender, y creo que por eso te extraño, monito, porque eres suficientemente malo para entenderlo todo.

 

Fantasmas en el balcón. Literatura Random House 2021

 

Héctor Aguilar Camín

Escritor, historiador, director de la revista Nexos.
Su último libro: La dictadura germinal.
Crónica de la destrucción de la democracia mexicana
Editorial DEBATE, 2025

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Publicado en: Mientras pasa la historia

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