Conversaciones con el arcano (6)

Estas últimas palabras no las dijo Changoleón pero ocuparon el cuarto como un escalofrío.
El Cachorro ofreció tragos que nadie aceptó. Colignon se persignó tres veces y se fue a dormir. Alatriste lo siguió, aprovechando que dormían juntos. Morales salió al balcón. Gamiochipi se quedó inmóvil en la cama. Alatriste supo que iba a dormir mal esa noche. Cotejándose con la iniciación masónica de Morales, tuvo la honradez de reconocer, pero no de contar, la historia de su propia iniciación en la Liga Comunista Espartaco, a saber, la reunión clandestina en que había sido incorporado al círculo de la Liga, cuyo gurú era el escritor José Revueltas, que había tenido siempre una ventana abierta al norte en busca de la revolución comunista correcta y había sido, en su búsqueda , un apóstata continuo de aquella iglesia laica donde, como en la verdadera, también las herejías eran dogmáticas. Aquella noche de confesiones sobre el arcano, Alatriste admitió silenciosamente dentro de sí que el gran José Revueltas, apóstol de la Liga, había escrito una biblia para ella que era digna de una historia de fantasmas o de horror, a saber: el famoso escrito clandestino titulado: “Ensayo sobre un proletariado sin cabeza”.

El Cachorro se calló su ovni pero el ovni vino a visitarlo en el sueño esa noche, un sueño con el que luchó a brazo partido entre las sábanas sudadas, un sueño como la anticipación de la muerte, que tenía la forma, terroríficamente aumentada de un recuerdo, mejor dicho, del hoyo de un recuerdo que era el hoyo de la pérdida de su madre, años antes de entender bien a bien que era su madre, en los años en que era sólo lo que era ahora en sus recuerdos, el recuerdo de un regazo caliente en el aire caliente de Mérida, su ciudad, la ciudad blanca como los brazos de la mujer que lo tenía en sus brazos, como su cara blanca y sus dientes blancos, riéndole mientras lo mecía en su sueño de niño grande, de niño que sabía sólo a medias que había dejado de ser bebé, o que había dejado de ser bebé sólo a medias, pues estaba en los brazos de aquella mujer de regazo cálido como por última vez. Ese era el último no recuerdo, el último recuerdo sensación que tenía de ella y el único que quedaba realmente en su cuerpo y en su memoria.

Aquella especie de no recuerdo estaba unido indeleblemente a la escena que aquí se va a referir, escena muy posterior a su infancia pero que había marcado la memoria de El Cachorro retrospectivamente como si viniera de la memoria primigenia, pues se había añadido a la parte más recóndita y verdadera de ella, y era la escena de la tarde en que aceptó ir a la reunión a la que lo condujo el mejor de sus clientes, el médico Montúfar.

Montúfar era una eminencia neurológica, usuario y fundador de manicomios, mayoral de historias clínicas disparatadas que lo habían llevado a la conclusión de que el cerebro era, a la vez, el ángel y el demonio de la vida, la máquina de creación y la máquina de tortura más perfecta que se hubiera inventado. ¿Cómo podía alguien cifrar el comportamiento de la naturaleza en una fórmula matemática? Por el cerebro. ¿Cómo podía alguien encerrarse sin salida en una pesadilla de terrores de su propia invención? Por el cerebro. El inconcuso doctor Montúfar, como todo genio en lo suyo, tenía una ventana abierta al norte en otras cosas, y era que coqueteaba activamente con la idea de que una de las más prodigiosas invenciones del cerebro, la noción del más allá, podía tener al menos un hilo delgado de realidad, mejor dicho, un pasadizo precario, pero practicable, hacia el más acá. Y que aquel hilo o pasadizo había que buscarlo en el mundo de los relatos sobrenaturales que el propio cerebro engendraba sin tregua, por alguna razón misteriosa del propio cerebro, en todas las civilizaciones, en todas las épocas, en todas las sociedades, en todas las personas, razón por la cual el doctor Montúfar se había dado al trato regular con experimentos mediúmnicos y cónclaves espíritas. Ocultaba esta pasión a sus pacientes y a sus colegas, pues podía perder a unos y a otros, pero era tan intensa que necesitaba desahogarla con alguien, para no ahogarse con ella, y la había desahogado con su vendedor de medicinas favorito, El Cachorro, cuando este lo esperaba, al final de la consulta, en el consultorio vacío, para llevarle muestras de las nuevas drogas que llegaban al mercado, aquellas otras extensiones del cerebro, capaces de matar el dolor físico y disolver los terrores espirituales engendrados por el propio cerebro.

En aras de la eficiencia del relato, el narrador omnisciente omitirá aquí los detalles conducentes a la escena que le interesa referir, y es la de la tarde en que el eminente Montúfar llevó a El Cachorro al cónclave espírita de Tlalpan, favorito de sus indagaciones, y El Cachorro fue, debidamente protegido tras una corbata de nudo delgadísimo, y tomó asiento en la mesa de terciopelo rojo, sumida en la media sombra por los gruesos cortinones dobles que forraban el salón de altos techos, no sólo sus ventanas, y desde aquel momento sintió que algo se licuaba en él, literalmente en su cerebro, algo que parecía dar vueltas dentro de su cavidad craneana, nublando y afinando su mirada a la vez, pues era capaz de ver las pecas y los poros del rostro del conductor de la sesión espírita, pero veía sólo como siluetas tenues a los otros inquilinos de la mesa. Oyó como un zombi las invitaciones a concentrarse en espera de los visitantes, siendo los visitantes las formas escuálidas, las volutas blancas, las espirales tenues que pudieran insinuarse en la penumbra, aquellas materializaciones luminosas, capaces de cruzar la pared invisible, saltar al más acá, rozar la cara de uno, el cuello de otro y, en el súmmum de la materialización del pasadizo, hacer lo que los iniciados llamaban aportes, poner de este lado objetos traídos del otro, unos lentes, una media, un huevo de zurcir, cosas cuyo único valor, un valor intransferible, era tener un significado preciso para quien los veía de pronto aparecer junto a su mano, brotarle en el regazo o caerle en la cabeza como un coco. La cúspide corpórea del pasadizo, explicaba Montúfar, el “súmmum de la fenomenología parapsicológica”, era que aquellas presencias hablaran, no a través de golpes perentorios en las puertas, en los techos o en el piso, como era su costumbre, sino con voces, voces humanas, sus propias voces, las cuales sus conocidos podían reconocer. Cuando esto sucedía, advertía el advertido Montúfar, normalmente había en los presentes vahídos o aullidos característicos del contacto con el más allá, que adquiría en esos momentos la intensidad del terror de lo sagrado. El Cachorro pasó aquella tarde por todo eso, con suerte de principiante, pues primero se insinuó su madre blanca bajo la forma lancinante de un brazo de mujer, y luego apareció junto a su mano, extasiada más que temblorosa, un dedal de plata que su padre le había regalado a su madre en los tiempos de bonanza, y luego habían sonado los aldabonazos iracundos, que hicieron palpitar el pecho de El Cachorro como si el corazón fuera una amígdala que se le hubiera desprendido en la garganta. Por último, oyó la voz de su madre que cantaba un estribillo cubano importado de la isla a la península y que su madre hacía sonar en su voz desmayada como un ripio terrorífico:

Juan Cobalú tiene mujé
tiene dos hijos que bailan con é

El Cachorro saltó sobre la mesa con los pelos de punta, gritando mamá, y la buscó después por el recinto, arañando las sombras, que para él eran cendales, hasta desplomarse en sus ropas flojas, como si su cuerpo se le hubiera encogido una cuarta y el cuello dos pulgadas.

Montúfar lo llevó a un cuarto de la casa y cuidó su desmayo hasta verlo volver en sí, como de una hipnosis, despeinado y desencajado pero inocente de su trance, preguntando qué había pasado. Montúfar hubiera querido decirle que había tenido un encuentro con el pasadizo, pero lo pensó mejor y no le dijo nada. El Cachorro no recordó lo sucedido sino dormido esa noche, cuando la escena referida aquí volvió completa, tomándolo por el cuello durante el sueño, y haciéndolo luchar con las sábanas que lo ahogaban como con los restos de niebla de su madre. El sueño volvió otra vez, con toda su fuerza, poco tiempo después, y luego nada y luego, la noche menos pensada, en el sueño, otra vez, como si hubiera quedado instalado en su cerebro el horrible pasadizo que lo unía con el terror de la memoria de su madre.

Años después, recordando aquellas conversaciones con el arcano, Lezama se reía de haber sido el inductor del interrogatorio y de que nadie le hubiera preguntado a él lo que él había preguntado a los otros. Y pensó entonces, todos aquellos años después, que de haber respondido habría quedado como un idiota, pues habría dicho, pura y llanamente, lo que de verdad pensaba entonces.

Gamiochipi le habría preguntado:
—¿Y tú, pinche Lezama, ¿estás libre de supersticiones?
Y él habría respondido:
—No, cabrón. Yo tengo la superstición de la literatura. Yo creo que la literatura es el único lugar donde suceden las cosas. Yo creo que los personajes de Pedro Páramo son más reales que todos ustedes. Es decir que ustedes y yo somos todos fantasmas.

El caso es que día con día fue llegando a la ciudad la hora señalada de la despedida de los visitantes del espacio, el gran día del desfile de los ovnis. Se fueron todos los habitantes de la casa, muy temprano después de comer, a la glorieta del Ángel de la Independencia, donde ya había reunidas miles de personas viendo el cielo, en un murmullo de expectación concentrada que sólo rompía de cuando en cuando la voz aguardentosa del teporocho, profeta de sí mismo, que pregonaba con valiente rima: “El mundo se va a acabar y a mí me la va a pelar”.

No faltaron gritos propios del evento como “Allá, allá”, señalando al norte, “No, allá”, señalando al sur, “Atrás de la nube”, señalando a la nube, “Me cae que vi uno, echaba chispas”. Pero el cielo fue sordo y ciego y se mantuvo incólume todo el atardecer, esperando como siempre la llegada de la luna.
Una mujer dijo:
—Otro día será.
Los machos masturbines regresaron caminando a la casa, risueños y tristes de lo que habían visto, mejor dicho, de lo que no habían visto, con el alma en los pies, igual, supongo, que los extraterrestres que se iban de la Tierra sin haber pasado sus naves por nuestro cielo, como habían prometido.
Los diarios publicaron al día siguiente fotos de la gente mirando al cielo. Uno de los diarios cabeceó: “Carteristas hicieron su agosto con los famosos platívolos. Desvalijaron a personas que miraban al cielo”.
Oh la Tierra.

(final)

Fantasmas en el balcón. Literatura Random House. 2021.

Héctor Aguilar Camín
Escritor, historiador, director de la revista Nexos.
Su último libro: La dictadura germinal.
Crónica de la destrucción de la democracia mexicana
Editorial DEBATE, Penguin Random House, 2025

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Publicado en: Mientras pasa la historia

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