Conversaciones con el arcano (5)

Como bajo el influjo de una orden, en la neblina invisible que había tomado el cuarto, Changoleón empezó a contar su noche con el Indio Fernández, el legendario director del cine, a cuya casa de Coyoacán había llegado porque, una noche que comía tacos en El Gallito, en la calle de Insurgentes, el Indio Fernández salió del comedero vecino, que se llamaba El Abajeño, borracho y descamisado, arrastrando a una muchacha vestida de blanco que el Indio zarandeaba y que a cada jalón le decía “Más”, y cuando pasaron junto a él, junto a Changoleón, el Indio le dijo: “Tú, paisano, ¿sabes manejar?”. Changoleón dijo que sí y el Indio le dio las llaves de un Cadillac que estaba estacionado enfrente y le dijo “Llévame a Dulce Olivia en Coyoacán, ¿sabes dónde es?”. Todos sabían dónde estaba la calle Dulce Olivia en la ciudad de entonces, anterior al Terremoto, todos sabían también que el Indio Fernández había bautizado así la calle donde vivía, por Olivia de Haviland, y había construido ahí una casa de piedra sobre la piedra volcánica del Xitle, que la ciudad conocía como La Fortaleza. Con Olivia de Haviland el Indio había tenido un rendido amor platónico, tendiendo a cursi, a diferencia del que parecía tener con la muchacha de blanco, a la que echó en el asiento de atrás del coche, como un saco de papas, mientras le ordenaba a Changoleón con el escultórico dedo índice, de uña gruesa y piel curtida, que manejara a Dulce Olivia, cosa que Changoleón hizo sin chistar, mientras oía y veía por el espejo retrovisor la batalla que se libraba en el asiento trasero, es decir, al Indio montado en la muchacha de blanco que seguía diciendo “Más”, “Más”, “Más”, hasta que la mole que era el Indio en el espejo de Changoleón dejó de moverse y no se movió ya, todo el trayecto. Cuando Changoleón paró el coche frente a la casa del Indio en Dulce Olivia, salió el mozo a abrirle el portón para que entrara, salvo que no era un mozo sino un extraño peón de hacienda, con calzones y camisa de manta, y unos guaraches que dejaban asomar sus dedos como garras, y una piocha de cerdas blancas en un rostro curtido, cetrino, como la piel del dedo índice del Indio, y una mirada que parecía de lámina. El Indio volvió en sí, bajó del coche y le dijo a Changoleón: “Tú estaciónate adentro y vienes a chupar conmigo”. Llevaba los pelos lacios caídos en lianas sobre la cara, una de las cuales daba al seto del bigote sobre la bocaza, y otra caía sobre su nariz de pelícano, dejando ver sus cejas largas y los ojos como dos tajos a la Atila, cubiertos por unas pestañas de aguacero, parecidas a las de Changoleón. Changoleón lo vio entrar caminando a toda prisa con las piernas abiertas, como si trajera espuelas, los faldones del saco siguiendo su paso agitado al ritmo de los brazos que eran como dos alas de cóndor. La mirada de lámina del peón y su mano engarrulada, de cuatro dedos cuchos, le mostraron el sitio donde debía poner el coche, y ahí lo puso. Como en un trance, bajó del coche y al bajar volteó sin quererlo al asiento trasero donde había quedado la muchacha de blanco, después de la montada y la dormida del Indio. Descubrió con cierto estupor que no había ninguna muchacha de blanco en el asiento de atrás del Cadillac, sólo un revólver de cañón largo, metido en una funda charra, reposando sobre el cinturón enroscado de la funda como sobre una serpiente. Tomó el revólver y la funda con las dos manos, como una ofrenda, sin saber por qué lo hacía, hasta que vio al peón mirándolo atentamente desde la puerta, asintiendo a su ocurrencia. No le vio mover los labios, pero oyó su voz muy de cerca, como un soplo caliente, en la oreja:
—Por si ocupa.
Changoleón cruzó una terraza de piedra y luego subió las escaleras, de piedra también, que llevaban por un lado a una torre de dos pisos y por el otro a la puerta de la sala de la casa. El Indio esperaba ya en la sala, hundido y despatarrado en un equipal, bebiendo del pico de una botella de tequila añejo. También con las dos manos tomó el revólver enrollado en su cinto que le entregaba Changoleón y lo puso en otro equipal. Toda su sala era de equipales, con mesas bajas de nogal, candelabros y arañas de fierro, y dos sillas de montar sobre dos burros altos de madera. La casa por dentro era enorme, tenía pasillos, arcos y escaleras que daban a todas partes. “Manejaste bien, ¿chupas bien?”, le dijo el Indio a Changoleón, sirviéndole un vaso de tequila. Antes de que Changoleón pudiera tomarlo se oyeron golpes en una puerta del fondo de uno de los pasillos de la casa y los gritos de una mujer en cuyo timbre Changoleón reconoció a la muchacha de blanco. Gritaba: “Pinche Indio, pinche Indio, sácame de aquí. ¡Sácame de aquí!”. El Indio puso en manos de Changoleón el vaso de tequila que le había servido y le dijo: “Pérame”. Se fue por el pasillo hasta el cuarto del fondo, abrió la puerta dándole dos vueltas a una llave de hierro, una llave de castillo o de calabozo, entró y cerró de un portazo. Changoleón oyó golpes y gritos en el cuarto y la voz de la mujer ahora diciendo “Más”. Luego vio al Indio regresar por el pasillo con el mismo paso agitado y los mechones lacios de pelo sobre la cara sudorosa, y luego vio también a la muchacha de blanco que venía aullando como alma que lleva el diablo por el pasillo hasta alcanzar al Indio y saltarle encima, las piernas a horcajadas sobre el lomo duro y gordo del Indio, el brazo izquierdo aferrando su cuello, la mano derecha golpeándolo en la cabeza y en la cara, hasta que el Indio se la sacudió, haciéndola resbalar por su carapacho, la tiró al piso, la levantó después echándosela al hombro izquierdo como un costal de papas, salvo que el costal de papas pataleaba, y siguió con ella al hombro hacia la sala desde donde miraba, atónito, Changoleón. El Indio fue al equipal donde estaba el revólver, lo tomó con la mano derecha de un solo movimiento, sin detenerse, para seguir su camino hacia la puerta por donde había entrado Changoleón. Cruzó la puerta, paró a la mujer frente a él, retrocedió dos pasos y le disparó dos tiros al pecho que la echaron para atrás como una sábana golpeada por un airón. Todo esto vio desde la sala Changoleón. Vio caer a la mujer por las escaleras de piedra, hecha un guiñapo, hasta la terraza, también de piedra, por donde él había cruzado al llegar. Vio luego regresar al Indio hacia la sala con el revólver humeante todavía en la mano. “Te voy a traer un tequila de a de veras, no esa mierda”, le dijo a Changoleón y se perdió en una de las escaleras laberínticas de la casa, con los brazos ondeando como alas al ritmo de sus pasos. Changoleón salió a las escaleras de piedra que daban a la terraza, vio la mancha blanca de la muchacha tirada y bajó la escalera para verla de cerca. Conforme se fue acercando, la mancha blanca perdió volumen hasta resultar que lo único tirado en la terraza era el vestido blanco de la muchacha. Buscó el cuerpo con la vista, pero sólo vio aparecer en el jardín, junto a la terraza, al peón, en sus atuendos de manta, extrañamente blanco, con su mirada de lámina. Oyó que el peón decía, otra vez sin mover los labios, otra vez como un soplo caliente de su oreja: “Lo ocupó, ¿no?”. Vio entonces al peón caminar hacia él cruzando del jardín a la terraza con sus guaraches como garras y el brazo de la mano tullida pegado al costado. Conforme se acercaba le pareció a Changoleón que la cabeza de peón crecía rumbo a la forma de un animal gatuno, maleado, viejo, tuerto. Al menos había todo eso en su mirada y en su voz cuando le dijo, sin mover los labios: “Es hora de que se quede o de que se vaya”. Entonces Changoleón lo vio de verdad, le vio los dientes largos, las orejas mondas, los ojos amarillos, estriados. Changoleón creyó saber que era el diablo. Supo que era el diablo. Era el diablo.

(continuará)

 

Fantasmas en el balcón. Literatura Random House. 2021.

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Publicado en: Mientras pasa la historia

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