Leviatán Criollo. Constantes históricas del Estado mexicano. Es el segundo capítulo del libro Subversiones silenciosas publicado por Editorial Aguilar en 1993.

Constantes históricas del Estado mexicano.
Como Borges de Buenos Aires, así los mexicanos de la segunda mitad del siglo XX pudieron tener la sensación de que nunca empezó el Estado mexicano: parecía tan eterno como el fuego o el aire. Es probable que no haya habido en la vida de esos mexicanos ninguna presencia tan ramificada —cívica o punitiva, burocrática o corruptora, caciquil o modernizante— como su Estado político. Antes de la llegada de la televisión y después del repliegue de la Iglesia, ninguna organización ha tenido tanta realidad cotidiana en la masa de impulsos colectivos de México como el horizonte del poder público. Ha sido pasión política, catecismo ideológico, ocasión de prestigio y enriquecimiento, lugar de concesiones y favores, leyes y obras públicas, códigos de la lealtad y la supervivencia, del triunfo o la derrota.
Dice un lugar común de la historia estadunidense que el talento y la energía creadora de esa sociedad se han encaminado de modo preferente a los negocios, verdadero campo de prueba y reconocimiento social. Podría decirse, a la inversa, que el grueso del talento, y la ambición de México se dirigió, desde la independencia nacional en 1821, a la política y el gobierno, centro de los valores y las consagraciones de la sociedad, alcanzado el cual todo lo demás viene por añadidura: negocios y prestigio, seguridad y reconocimiento. Ese distinto reparto de la energía no es, acaso, sino consecuencia de que el jeroglífico mayor de la historia mexicana haya sido precisamente la dominación política, la posibilidad de gobernar, de introducir un orden, una ley y una autoridad comunes en el inverosímil mosaico de contraposiciones y desigualdades que la nación arrastra desde su fundación. Todo parece surgir de que la incorporación de México a Occidente se realizó mediante una conquista que, pese a su crueldad y sus terribles consecuencias demográficas, no pudo afianzarse sino por la simbiosis del conquistador con las civilizaciones previamente desarrolladas en el territorio.
Bajo un esquema imperial que garantizó a los colonizados una notable diversidad de derechos, favoreciendo así la continuidad de muchas formas de organización social prehispánica, la dominación española de lo que hoy es México no se propagó sobre el suelo conquistado arrasando a sus pobladores. Tanto militar como económicamente, los conquistadores requirieron el concurso de los conquistados.
Atados por medios lentísimos a un imperio que empezaba a perder su competitividad internacional, los conquistadores y colonizadores españoles, hallaron a su paso civilizaciones que ya heredaban a otras civilizaciones, centros urbanos del tamaño de Tenochtitlan y redes políticas de la magnitud del imperio azteca. Siempre aislados y numéricamente minúsculos, en un territorio previamente organizado y controlado, los adelantados del imperio español se vieron en la necesidad de mezclarse con el Nuevo Mundo y de reciclar los mecanismos del universo conquistado en el nuevo código religioso y político. Sembraron iglesias donde antes había templos ceremoniales, pero por debajo de la facha morena de la Virgen de Guadalupe siguió viviendo el espíritu de Tonantzin, la deidad indígena. Quisieron gobernar sin otro límite que su voluntad predatoria y señorial, pero negociaron una alianza con la nobleza indígena que escalonó las lealtades precortesianas de tribus y comunidades. Como símbolo de sus afanes, trabajó sus fantasías el mito de las ciudades de oro, Cíbola o El Dorado, y fue buscando esas riquezas que pelearon y se apropiaron de lo que se les oponía, pero para labrar las tierras, para cavar las minas, para criar el ganado, necesitaron de la mano de obra que sometían y debieron cuidar su reproducción y su sobrevivencia. En otras palabras, la situación material impuso a la vanguardia civilizadora española la condición de someter sin arrasar, de triunfar sin exterminar; en suma: de conservar para sobrevivir.
De esta condición fundadora de la nación mexicana provienen quizá todas sus diversidades antropológicas y culturales, sus viejísimas raíces en el subsuelo prehispánico e indígena, su larga herencia colonial colgada a la tradición religiosa y política de un imperio que se disolvió a espaldas del mundo moderno. También ese origen explica en parte nuestra laboriosa historia independiente, empeñada en conducir tan amplia pluralidad de herencias hacia un nuevo encuentro con Occidente: el designio de volverse un país ilustrado, republicano, industrioso, capitalista, siendo a la vez un país comunal, ajeno a las nociones de progreso y acumulación, de arcaicos impulsos coloniales y resistentes fueros corporativos, católico de cepa hispana, liberal de inspiración masónica, física y culturalmente desintegrado, pulverizado incluso en su tenacidad regionalista. No es extraño entonces que un desafío central de la historia mexicana haya sido el obsesivo tema del gobierno, de la organización del Estado.
Aparte del persistente desafío por someter a un mismo mando la diversidad de tiempos y espacios, culturas y tradiciones, no es fácil detectar las constantes históricas del Estado mexicano. Ya hablar de “constantes” es incurrir a la vez en un anacronismo y en la tentación de una ontología. Anacronismo, porque, desde el punto de vista temporal, lo que llamamos aquí Estado mexicano es sólo la diferencia específica de un género más amplio: el de la historia de la dominación política en México. Ontología, porque esa dominación es precisamente una historia, no una esencia; sus constantes son similitudes, herencias que los siglos cambian y acomodan, no pecados de origen que se arrastran inexorablemente.
En ánimo de subrayar las similitudes antes que las diferencias, podrían destacarse cuatro rasgos reiterados: primero, la continua presencia en la cúspide del gobierno de una autoridad suprema reverenciada y todopoderosa, que sin embargo teje sus decisiones en el difícil equilibrio de la negociación con todos los sectores de la sociedad. Segundo, lo que Richard Morse ha llamado el “patrimonialismo burocrático”: la identificación de los recursos del poder público con el patrimonio personal, así como la cultura política que ve en la burocracia un medio idóneo de enriquecimiento. Tercero, a partir de las reformas borbónicas en el siglo XVIII, el impulso modernizador, la decisión de arrancar al país de su ritmo secular, para introducirlo al banquete de la modernidad occidental. Cuarto, la percepción, viva en lo más íntimo de las élites políticas, de hallarse en la cúspide de una sociedad de facha impasible, pero de condición turbulenta, pasiva hasta la inanición, pero también propicia a la revancha explosiva: una sociedad marcada por el ritmo de sus rebeliones populares y sellada en su vida política por la posibilidad, siempre latente, de un nuevo cataclismo.
(continuará)
Héctor Aguilar Camín.
Escritor, historiador, director de la revista Nexos.
Su último libro: La dictadura germinal. Crónica de la destrucción de la democracia mexicana.
Editorial DEBATE, 2025.