Los límites de Palacio

El canto del futuro. Un nuevo adiós a la Revolución Mexicana. Es el cuarto capítulo del libro Subversiones silenciosas publicado por Editorial Aguilar en 1993.


Los límites de Palacio
El desdibujamiento del lienzo corporativo pone en entredicho los ejes mismos del sistema de dominación que ha funcionado imperturbablemente durante décadas: el Presidente y el Partido de masas.
A la figura presidencial la envuelven las sombras convergentes del desprestigio y la ineficacia.
En primer lugar, el presidencialismo mexicano ha perdido una alta dosis de su poder simbólico, el monopolio de la magia. Tres sexenios sucesivos (1964-1982) de presidentes que terminaron enredados en sus decisiones, muy lejos del sitio donde prometieron llegar, desvanecieron la certeza ciudadana —ingenua pero increíblemente funcional— de que los presidentes mexicanos lo pueden todo. Perdida la magia, tienden a diluirse también el respeto ritual, la credibilidad, el miedo y la esperanza que «manan» de la autoridad.
En segundo lugar, el sistema presidencialista vio crecer en su torno los frondosos matorrales del poder ejecutivo federal, vastas redes burocráticas, de gran discrecionalidad, en cuyos interiores cada secretario hace y deshace, crea su propio equipo gobernante, su propia línea política, su propia expectativa de futuro, a costillas, generalmente, de la línea presidencial del momento. Defenderse de la discrecionalidad de ministros con amplios poderes burocráticos ha sido desde hace algún tiempo tarea política central de los titulares del poder ejecutivo mexicano. El sistema de sucesión cerrado, presidencialista por excelencia, del tapadismo mexicano, congestiona todavía más el tráfico burocrático, porque le añade los intereses sucesorios de las distintas parcelas. La ineficiencia operativa que estos litigios por el futuro agregan a la pugna burocrática normal no puede medirse, pero tampoco es fácil exagerarlos. La historia de la descoordinación de esfuerzos gubernamentales está surcada a lo ancho y a lo largo por las ambiciones particulares de grupos y cabezas de sector, que compiten puertas adentro, en el dédalo burocrático, por ganar el torneo de la transmisión del poder.
En tercer lugar, diluyen la eficacia del presidencialismo las mismas condiciones de maduración social que el país ha vivido en las últimas décadas. Bien visto, el presidencialismo mexicano, con su carga ritual y unipersonal, es la encarnación política de un país con poca diferenciación social. En una sociedad poco estratificada, el presidente puede efectivamente representar a toda la nación, ser empresario para los empresarios, obrero para los obreros, campesino para los campesinos y buena conciencia modernizante para los sectores emergentes de la clase media. Pero, conforme las clases sociales se perfilan y las desigualdades se ahondan, esa figura pluriclasista, capaz de convocar la solidaridad de todos, sólo puede darse en la demagogia comunicativa o en la abundancia material que permite, efectivamente, dar a todos tajadas proporcionales de un pastel generoso. La demagogia presidencial ha agotado en México su cuota histórica y la abundancia quedó atrás en los años petroleros. La esencia pluriclasista del presidencialismo es cada vez menos practicable, menos convincente, en la sociedad mexicana estratificada y desigual de nuestros días.
Finalmente, en cuarto lugar, otra vez el revés de la magia: a partir de los setentas, la supuesta presencia del manto presidencial hasta en los asuntos más minúsculos de la vida nacional, ha terminado por exponer al presidente más de lo que lo consagra. No hay queja, crítica, imputación de la vida pública de México que no incluya de alguna manera a la figura presidencial, justamente en las épocas en que la vastedad de los problemas y la amplitud burocrática del poder ejecutivo y los poderes locales, hace que la presidencia intervenga menos en asuntos de detalle que son, por lo demás, los decisivos de la vida política. El descrédito acumulado que esta situación arroja sobre la figura del presidente es considerable.
Erosionada la magia y disminuido el crédito público, atrapada la presidencia en el magma de la burocracia central, menguada su capacidad de gobernar para todos los mexicanos, ¿en qué tiende a convertirse el presidencialismo mexicano? Sin dejar de ser el centro de la vida política nacional, la institución presidencial tiende a volverse un poderoso centro coordinador y normativo, la representación política del Estado en el interior y del país en el exterior, administrador de las finanzas públicas federales y emisor de los criterios generales de la conducción gubernamental. En lo que toca a la administración, tiende a funcionar como los staffs centrales de las grandes corporaciones internacionales, que definen criterios, asignan recursos y miden por resultados. En lo que toca al gobierno, tiende a ser una instancia reguladora más que definidora de tendencias y procesos políticos, una instancia sujeta cada día más a la inspección de una beligerante opinión pública y más obligada cada día, por autoprotección incluso, a compartir decisiones y responsabilidades con los otros poderes federales y con los poderes emergentes de la densidad regional mexicana. El país parece ya demasiado complejo para seguir sujeto a la magia ejecutiva de una sola figura gubernativa, tronante, solitaria y final.

(continuará)

Héctor Aguilar Camín
Escritor, historiador, director de la revista Nexos.
Su último libro: La dictadura germinal.
Crónica de la destrucción de la democracia mexicana
Editorial DEBATE, Penguin Random House, 2025

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Publicado en: Mientras pasa la historia

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