Investigación sobre dos ciudadanas dignas de toda sospecha (1)

INVESTIGACIÓN SOBRE DOS CIUDADANAS DIGNAS DE TODA SOSPECHA

—Historias inolvidables
—Nunca sucedieron
—Suceden en la memoria
—Añicos de la memoria
—La casa tenía una fachada blanca
—Estaba frente a un parque
—Una jacaranda extendía sus ramas
—Sobre el balcón
—Hablamos bajo su sombra

(“Fantasmas en el balcón”)

Amanecieron con la noticia de que habían encontrado muerta a Ana María en los altos de su salón de belleza, donde vivía, y la noticia les rompió el alma, como algunas muertes rompen la infancia, quiero decir que el hecho inesperado rasgó de un tajo el miriñaque que Ana María les había hecho soñar, por haberla sospechado el hada mala que buscaban, la mezcla de cómplice y celestina, ella misma una señora tentación , estando como estaba en el suntuoso clímax de sus años treinta, con sus largos muslos y sus brazos duros, trabajados en el gimnasio, y su voz de bajo, cachonda y sibilante, que le hacía decir a Colignon: “Me vengo cada vez que me contesta el teléfono esa vieja”. La sensación de cercanía física, por el torcido hecho de que Colignon la hubiera cortejado en el gimnasio añadía una falsa realidad a las imaginerías de los habitantes de la casa en torno a Ana María como bruja propiciatoria. La sentían cerca también, al alcance de la mano, porque tenía su salón de belleza a sólo dos cuadras del balcón de la casa frente al parque, en los bajos de la otra casa de piedra cruda que alzaba sus dos pisos y medio en la esquina de Ámsterdam y Popocatépetl.

Añade el narrador omnisciente que era la misma casa, en la misma esquina, donde años después del Terremoto habría un lugar llamado La Bodega, que quizá existe aún con el mismo nombre, pero no da cuenta de la misma historia. Antes de la primera historia de La Bodega, en la planta baja de aquella esquina estaba el salón de belleza de Ana María, y en los altos su área de recibir, el piso donde ella vivía y hacía vivir a otras, y donde la habían encontrado muerta de dos tiros, cubierta de su sangre, en la tina del baño.

La casa de la esquina de Ámsterdam y Popocatépetl, donde estaban los salones privados de Ana María y su salón de belleza, tenía una entrada por la calle de Popocatépetl. Daba a un pequeño jol de ladrillos blancos con centro de rombos negros. Entrando a la derecha quedaba el salón de belleza; a la izquierda había una escalera de piedra con una reja de hierro delgado, un interfón y un picaporte que se abría desde la planta alta. En la planta alta, al salir de la escalera, había un pasillo de mosaicos ajedrezado que conducía, de un lado, a una salita abigarrada, con divanes y lámparas orientales, seguida de un comedor de marquetería y una cocineta avara, con una estufa de hornillas eléctricas y abundantes entrepaños con licores, en realidad una cantina. Hacia el otro lado, el pasillo conducía a un amplio cuarto con vista a la calle, mantenido en la penumbra por unos cortinones de otro tiempo. El cuarto tenía una cama grande cubierta de cojines, un espejo de cuerpo entero, un lavabo con aguamanil, un bidé rosado y una puerta gruesa de madera labrada que sellaba los sonidos del pasillo. Al final del pasillo había otra escalera, ésta de caracol y hierro forjado, para subir al cuarto grande de la casa, el cuarto de la cama con baldaquín, tapetes persas y espejos enfrentados que duplicaban el espacio, además de una tina art decó de peltre antiguo, con regadera de mano dorada, igual que las llaves, el grifo y las patas como garras de leones. El cuarto tenía una terraza al aire libre, con una sala de mimbre bajo una sombrilla de lona, sobre la que floreaba en marzo y deshojaba en mayo una jacaranda de la calle. Este era el cuarto de lujo de la casa, el cuarto donde dormía Ana María, y el que compartía con clientas hiperexclusivas para citas hipersecretas: el cuarto donde la encontraron muerta de dos tiros.

Los machos masturbines habían descubierto la existencia de Ana María por medio del referido Colignon, que se la había conseguido, como le gustaba decir a él, en el gimnasio al que iba por las mañanas, salvo que el gimnasio al que iba Colignon por las mañanas era sólo de hombres, y tenía fama en la colonia precisamente por eso, porque lo dominaba una palomilla de galanes que se iniciaban profesionalmente como playboys, y reclutaban a los guapos del gimnasio para meterlos a su racket. Habían tratado de atraer a Colignon, pero Colignon había tenido siempre una desconfianza innata de aquellos caritas hechos en el gimnasio, bien musculados, bien bronceados, bien peinados y peluqueados, bien perfumados y bien vestidos, con camisas floreadas y camisas lisas, todas de mangas cortas dobladas y cuellitos alzados para que se vieran sus bíceps lustrosos y sus pescuezos de perros dóberman, mientras que Colignon lo único que tenía musculado era el pito, y un poco las piernas, siendo en todo lo demás un flaco simple, de costillares salidos, buenas clavículas, elegante cuello, pero pectorales y bíceps de niño. Para potenciar aquellas anemias iba al gimnasio, pero lo aburrían las pesas y las repeticiones de las pesas y las coucheadas de los galanes, que le alababan el pito pero lamentaban su cuerpo, su pecho, sus nalgas, sus brazos, sus hombros. “Con ese pito, yo me servía a María Félix, flaquito, pero con esos bracitos, ni a Agustín Lara”. Colignon tenía metida en el fondo de su corazón la certidumbre de que él, como su tío, iba a vivir de su cuerpo, pero en su idea de rendimientos morganáticos había un velo de pudor, un aura de romanticismo mediante el cual Colignon disfrazaba su búsqueda de niñas ricas con la mentira aliada de que estaba buscando el amor de su vida y de que, llegada la hora, se entregaría a quien le entregara sus caudales en un pacto sagrado, amoroso, indisoluble y leal. En los galanes del gimnasio, por el contrario, había un espíritu de padroterismo descarnado que la historia habría de cobrarles, volviéndolos en la siguiente década, después del Terremoto, unos decadentes personajes de nota roja, menestrales menores de conocidas madrotas, con el único momento de gloria de haber aparecido en una película actuando exactamente lo que eran. Colignon solía volver del gimnasio fingiendo una ligereza que no sentía, antes del desayuno, y desayunaba rigurosamente con los otros habitantes de la casa, en los horarios tempraneros de la casa, hasta que un día faltó a desayunar, y luego otro, y un tercero, y al tercer día volvió a la casa desayunado y feliz, bailando en la puerta mientras le abrían, silbando al entrar, cantando mientras subía la escalera, ante la intuitiva y recelosa mirada de Alatriste que se preguntaba , con elocuencia muda, por qué cantaba tanto el pajarito.

Changoleón lo apretó una noche de viernes:
—Dinos qué traes que no convidas, Colillas.
—Les va a dar envidia, cabrones –dijo Colignon.
—No mames, Colillas.
—Envidia de la verde, cabrones, de la buena –dijo Colignon.
—Cuenta, Colillas cabrón.
Colignon tomó ventaja de su posición y alzó la mano pidiendo tregua:
—Primero, un cigarrito, Gamio –le dijo a Gamiochipi, que guardaba en la bolsa de la camisa una visible cajetilla de Raleigh sin filtro.
—Pinche Colillas – gruñó Gamiochipi. Pero sacó la cajetilla de su bolsa y sustrajo de uñita, avaramente, el cigarrillo exigido. Colignon lo tomó y lo giró entre sus dedos, lo olió de lado a lado, y se lo puso finalmente en los labios. Morales acudió a prendérselo con un fósforo diligente de la compañía cerillera La Central. Colignon dio una buena chupada de la primera brasa resultante. Recordaron todos, por su manera de tragarse el humo, que en realidad Colignon no sabía fumar cigarrillos, sólo mota. El humo salió, sin embargo, después de un tiempo, blanco y aromado, por las armoniosas fosas nasales de Colignon, las cuales, como todo su rostro, en particular las cejas y las comisuras de los labios, parecían dibujadas por un miniaturista. Dio una segunda chupada y esparció abusivamente sobre todos su segunda exhalación.
—Ya, cabrón, habla —dijo Morales-. Pareces preámbulo de informe presidencial.
—Hablo –dijo Colignon-. ¿Pero me van a creer?
—¿Eso qué importa, cabrón?
—¿Me van a creer o no, cabrones?
—Sí, cabrón: habla.
—Bueno, hablo. Óiganme bien lo que les voy a decir: me estoy cogiendo a un culo.
—Ahhh, no mames.
—¡Un culo, cabrones! ¡Un culo! ¡El culo de mi vida! Y además treintona, como les gustan a ustedes, degenerados. Olvídense de las treintonas del parque. Un culo.
—¿Tienes fotos, cabrón?
—¿No me creen?
—Pues cómo te vamos a creer, cabrón.
—Porque se los estoy diciendo, cabrones.
—No mames, Colillas.
—¿No me creen?
—No.
—¿No me creen?
—¡No!
—Pues se las voy a pasear, cabrones. Se las voy a pasear por aquí enfrente para que la vean, ojetes. Y la van a ver.
—¿Cuándo?
—Cualquier día, cabrones, viniendo del gimnasio, a las ocho de la mañana. ¿Va?
—¡Va!
— De acuerdo. Pero, y si pierden, ¿qué pasa?
— Te pedimos perdón, Colillas.
— Ni madres. Me compran una botella de wisky gringo, cabrones.
—Hecho.
Wisky gringo es bourbon, cabrones. No se apendejen.
—Sí, cabrón.

(continuará)

Fantasmas en el balcón. Literatura Random House. 2021.

 

Héctor Aguilar Camín
Escritor, historiador, director de la revista Nexos.
Su último libro: La dictadura germinal.
Crónica de la destrucción de la democracia mexicana
Editorial DEBATE, Penguin Random House, 2025

Escribe tu correo para recibir el boletín con nuestras publicaciones destacadas.


Publicado en: Mientras pasa la historia

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *