Edenes perdidos, 5

Alatriste era un joven de pocos, pero largos amores. No había entre sus intensos recuerdos amorosos, ni codiciaba más, que el aliento de su novia del pueblo, llamada Nidia, en cuyo trasfondo conmovedor se asomaba la figura borrosa de otra mujer en chanclas, esbelta, que guisaba y leía en una cocina de leña, en una modesta casa de padre ausente, que la mujer, lectora y guisandera, suplía con creces, y que era la mamá de Alatriste. Al venirse a la ciudad, Alatriste había terminado formalmente sus relaciones con su novia quinceañera de Atasta (Campeche), para no entretenerla en una espera sin esperanza, pues Alatriste pensaba que no sólo se iba a la capital a estudiar, sino que se iba a hacer la revolución, cuyo histórico virus le había inficionado su maestro de la prepa, llamado Atilano, haciéndole leer subrayados de Marx y Engels, y de Lenin, en unas bellas ediciones del Instituto de Lenguas Extranjeras de Moscú. “De cada quien, según sus capacidades, a cada quien según sus necesidades”. Esta máxima resumía en la pedagogía de su maestro Atilano la esencia del nuevo mundo que debía traer al mundo la revolución, echando mano de la partera por excelencia de la historia, que era la violencia justa, la violencia de la rebelión contra la servidumbre del proletariado. El maestro Atilano estaba lleno de historias conducentes a la revolución, historias del martirologio de causa, como la Julius Fucik, asesinado por los nazis en la segunda guerra mundial del siglo anterior, antes del Terremoto, o el asesinato de Rosa Luxemburgo, poco después de la primera guerra, durante la rebelión de Berlín del año 1919. El nombre sonoro y enigmático de Rosa Luxemburgo se había quedado en la cabeza de Alatriste cubierto por un fervor inexplicable, tierno y fiero a la vez, junto con el retrato de una mujer de nariz grande y frente estrecha, fea pero no muy fea, aunque fundamentalmente fea, cuyo hermoso nombre resonante, sin embargo, provocaba en Alatriste erecciones mañaneras primordiales, dignas del pueblo donde había nacido, el pueblo de las pocas casas, brotado al pie de una refinería, en la minúscula península petrolera de Atasta (Campeche). Bajo la invocación mecánica y matinal del nombre de Rosa Luxemburgo, Alatriste despertaba sin quererlo, avergonzado de sí, con el flautín erguido, tirante hasta doler, y sus traidores labios murmurando, dormidos todavía, el nombre de Rosa Luxemburgo. Las manos, sonámbulas también, iban a donde debían para cumplir el prometido estertor del nombre, que corría por los dientes trabados de Alatriste, sus dientes predespiertos de la siguiente manera: rosa luxemburg (coma), roosa luxemburg (coma), roosaluxembuurgh (doble coma), luxembuuurgh (coma), uuuuurgh (doble coma), uuurgh uuurgh uuuhuuuurrgg (coma coma coma). Alatriste se avergonzaba de sus amaneceres con Rosa Luxemburgo y había decidido borrarlos durante su nueva vida en la ciudad, porque en la ciudad no iba a buscar el amor, sino la revolución. Pero Rosa Luxemburgo seguía acordándose de él, sin remordimiento, en sus amaneceres de la ciudad y suavizaba dulcemente, con un surtidor de placer al que seguía una miga de culpa y de vergüenza, la implacable decisión de Alatriste de ser un revolucionario.
Pocos seres humanos tan mal dotados como Alatriste para la profesión salvaje de hacer la revolución. Empezando por la tirantez de violín de sus nervios. Alatriste podía decir, con Hobbes, que la única pasión de su vida había sido el miedo. El miedo escoltaba todos los ámbitos de su vida, era, como en Hobbes, una pasión minuciosa, universal. Temía los espacios abiertos, los árboles viejos cuyas ramas pudieran desgajarse cuando pasara, y las ventanas de edificios de varios pisos, que eran para él, tan oriundo de un pueblo cuya única edificación mayor de un piso era la iglesia, el segundo espacio del vértigo y el despeñamiento. De la desdicha amorosa a la que fuera proclive el romano poeta Catulo, sobre la cual Lezama le había dado una cátedra de dudosa precisión histórica, Alatriste sólo sabía imaginar a una Clodia —la promiscua musa de Catulo— trabajada por venéreos marineros africanos, tocada por la sífilis en días anteriores a la penicilina. Temía los espacios cerrados y los fantasmas que a ellos se hubieran adscrito. Inquietaban su imaginación el humor de los espíritus chocarreros y el contorno de las sombras que la duermevela incorpora en percheros y batas colgadas de las puertas. Temía las voces ocultas que pudieran de pronto susurrar su nombre, cuando salía del baño o entraba a su cuarto. Temía las ramas de la jacaranda que pudieran volverse de pronto tentáculos de un universo de insectos mayúsculos, y los rostros de mujeres viejísimas que pudieran asomar de pronto en ellas. Temía los balcones de las casas viejas y apagadas, y el olor a moho y a cadáveres ambulantes que exhalaban. Temía, desde luego, la represión política.
Increíble que a un miedoso profesional como Alatriste lo hubiera persuadido su maestro Atilano de la necesidad de su militancia revolucionaria, de sus dotes para las tareas vanguardistas del proletariado, clase social de la que Alatriste tenía sólo la imagen de Gualterio, el líder obrero de la refinería de la que había nacido su pueblo, picándole el culo a un compañero de clase y de trabajo, otro representante del proletariado, que en el pueblo era conocido simplemente como el Aleluya, porque era un protestante orgulloso, confeso y proselitista, en un mundo de católicos aguados, tan incumplidores con su religión como intransigentes con las otras. Pero el maestro Atilano había convencido a Alatriste de su misión histórica, lo había enseñado a avergonzarse de sus ropitas, cuidadosamente elegidas para que combinaran, y de su sueño pequeño burgués de tener un departamento en la colonia Roma, un tocadiscos con bocinas múltiples (escondidas), un sistema de iluminación que pusiera tonos ocres y azules en una penumbra delicada y voluptuosa.
Lo importante a destacar aquí es que aquella volición secreta de ser un revolucionario lo había hecho especial ante sus propios ojos, lo había puesto en un lugar aparte de los otros en el mundo, con lo que quiere decirse que, aunque participaba en todas las aventuras y ocasiones de contento de los habitantes de la casa, se sentía o estaba siempre un paso atrás, mirándolos, a ratos juzgándolos, queriendo siempre vencer la distancia de ese paso, para sumarse y sumirse en ellos, en una muestra redonda de la fraternidad universal que alcanzaba cada mañana, en su comunión culposa con el nombre , sagrado y sacrílego, de Rosa Luxemburgo. Se había acercado a la ciudad estudiándola como a un enemigo en las notas rojas de la prensa, donde creía encontrar la verdad profunda y simple de la sociedad injusta y de la protesta sangrienta de las clases subalternas, pues se había inscrito en la facultad de ciencias políticas y un jovencísimo maestro, otro, llamado Carlos Pereyra, que sería tan inolvidable para él como su maestro Atilano, lo había puesto en el camino de Gramsci y sus categorías.
Alatriste se sentía orgullosamente parte de las clases subalternas y aquella decisión de nombradía pasaba con soltura de su cabeza a su corazón o había pasado al menos en el caso del segundo amor, tierno, tonto y profundo de su vida, en servicio y vasallaje de aquella cenicienta de la colonia Doctores llamada Deifilia, dependienta del Puerto de Liverpool, que había ganado su respeto antes que su corazón, negándose a jugar el juego de beber y destramparse en una fiesta de todos contra todos urdida por Changoleón en el departamento del Falso Nazareno, fiesta de la que hemos hablado ya y de la que hablamos nuevamente ahora, por si acaso. En medio de aquella fiesta, Alatriste había llevado a su casa a Deifilia, a la colonia Doctores, y la había visto después dos veces, pero no había llegado con ella a nada parecido al momento en que la había dejado aquella noche en que se conocieron y en que fue a dejarla a su casa, amorosa e invicta, tal como estaba ahora en su memoria y ante sus ojos, frente a la puerta de la misma vecindad de la Doctores donde la había dejado. No diré por respeto a Deifilia si Alatriste había logrado en sus dos citas posteriores lo que Gamiochipi voluptaba con Susy Seyde. Puedo decir que Alatriste fue feliz en aquellas dos salidas y Deifilia, a su manera púdica, también. Puedo decir también que poco después de eso, en el curso de una noche loca para los habitantes de la casa, Alatriste estuvo de pronto en medio de la noche en la colonia Doctores, y la noche loca lo llevó, sin desearlo ni buscarlo, al lugar exacto donde la había ido a dejar cuando la había dejado noches atrás, lo cual fue para Alatriste algo más que reencontrar o reconocer el amor, una anunciación, una epifanía de la pertenencia a otra persona, el mejor recuerdo amoroso de su vida. El hecho a referir para los efectos de este relato respecto de Alatriste y de Deifilia, es que bajo los modos recoletos de aquella hija de la colonia Doctores, Alatriste había tropezado con una muchacha de piel suave y formas inesperadas, y había entrado felizmente en la rutina de ser su novio y asumirla como su pareja larga, la pareja con la que se casaría, con la que tendría hijos y envejecería apaciblemente, una vez hecha la Revolución, pasada la cual vivirían juntos largos años, en un país redimido, donde se habría hecho verdad la norma soberana: de cada quien según sus capacidades, a cada quien según sus necesidades.
Todos los sábados por la noche Alatriste se jugaba la vida por Deifilia, pues iban al cine y luego a cenar y luego a caminar por la ciudad y luego iba a dejarla a su vecindad en la calle de Dr. Lucio, y se besaban larga y amorosamente en el umbral del oscuro vecindario, y Alatriste caminaba luego en las primeras horas de la alta noche, solitario y espeluznado, pero feliz, por las mortíferas calles de la colonia Doctores donde no era posible ser sino cazador o cazado. Porque el miedo era una pasión tan profunda en Alatriste como su capacidad de controlarlo, a diferencia del efecto incontrolable que tenía sobre sus amaneceres el invencible nombre de Rosa Luxemburgo.

Fantasmas en el balcón. Literatura Random House. 2021.

Héctor Aguilar Camín
Escritor, historiador, director de la revista Nexos.
Su último libro: La dictadura germinal.
Crónica de la destrucción de la democracia mexicana
Editorial DEBATE, Penguin Random House, 2025

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Publicado en: Mientras pasa la historia

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