Campo extenuado, ciudades inconformes

El canto del futuro. Un nuevo adiós a la Revolución Mexicana. Es el cuarto capítulo del libro Subversiones silenciosas publicado por Editorial Aguilar en 1993.


Campo extenuado, ciudades inconformes
A mediados de los ochentas, el tejido corporativo campesino no registraba una ruptura, como en el caso de los empresarios, ni un nuevo tradicionalismo posrevolucionario, como el de los obreros, sino un vaciamiento político, análogo al ocurrido en el ámbito de la economía del campo.
La vieja central campesina, la central histórica del pacto corporativo de los treintas, la Confederación Nacional Campesina (CNC), fue volviéndose un cascarón vacío. A su lado, crecieron nuevos espacios reales de poder, en particular una nueva modalidad de cacicazgo que administra en las regiones la penetración de las agencias gubernamentales de crédito, producción y consumo. Esas agencias gubernamentales llegaron a manejar, no sólo el sentido de los ciclos productivos y los procesos de modernización, sino también las instancias políticas de decisión y elección. Como escribió Gustavo Gordillo: «Muy a menudo, los canales de selección de candidatos priistas a puestos de elección popular, no van a pasar por las centrales campesinas sino por [los] organismos gubernamentales vinculados al medio rural.» (16)
Así, la economía, tanto como la política del campo, corría ya en los ochentas fuera del cascarón corporativo. La función de la CNC parecía reducirse a desorganizar la protesta y a consolidar la inmovilidad de la vida campesina, cuya válvula de escape era la emigración o el servicio clientelar en los cacicazgos de nuevo tipo. La abundante canalización de recursos al campo a partir de los setentas fue nutriendo, sin embargo, la aparición de nuevos sujetos sociales. En el seno mismo de la economía ejidal, aparecieron movimientos cohesionados ya no por las demandas agraristas tradicionales de reparto de tierras, sino por la idea de la organización productiva. El mapa de la vida ejidal se pobló de ejidos colectivos eficientes, uniones de crédito, asociaciones rurales de interés colectivo, uniones de productores, cuyos dirigentes aspiraban a derivar su fuerza política de la capacidad económica de sus unidades productivas, no del favor obtenido de la cadena de comisariados ejidales y dirigentes campesinos. Junto con los productores medianos y las grandes tendencias del agribusiness, estos ejidatarios de nuevo tipo se consolidaron poco a poco como los nuevos interlocutores del campo mexicano, sobre el creciente cementerio de la economía tradicional y las estructuras corporativas del ejido.
La contraparte del campo extenuado eran las ciudades inconformes. Si en alguna zona del espectro social mexicano pudo hablarse en los ochentas de una rebelión civil emergente, fue en el territorio de la modernización social lograda que llamamos clases medias. No fue una rebelión sin estirpe. Ha estado ahí desde la cruzada vasconcelista de 1929, en la resistencia al autoritarismo callista. Revivió con fuerza en la agresiva inconformidad con la fundación corporativa y popular cardenista, a fines de los años treinta. Durmió luego el sueño termidoriano de la conciliación avilacamachista y la industrialización de los años cuarenta, pero creció sin cesar, con el ritmo lento y silencioso de los cambios duraderos, a todo lo largo de los sexenios del desarrollo estabilizador, excluyente para el campo y los pobres de la ciudad, pero propicio para profesionistas, burócratas, pequeños comerciantes y productores; hijos robustos de una larga siesta de prosperidad que tuvo su dramático despertar entre los muertos y las balas de la Noche de Tlatelolco, el 2 de octubre de 1968. El movimiento estudiantil de ese año fue la llamada trágica de una nueva presencia social. Y el aviso de que, en adelante, esos sectores demandarían algo más que crecimiento económico y estabilidad política; querían participación y democracia, respeto a la ley, rechazo al autoritarismo, al triunfalismo y al presidencialismo monolítico. Todo el programa democratizador y antiautoritario de la sociedad mexicana a partir de los ochentas estaba contenido en las consignas y actitudes de los contingentes que en 1968 refrescaron las calles y la imaginación del país con su alegre desistimiento del «milagro mexicano».
Doce años de renovado crecimiento económico y hábil apertura política (1970-1980), reconocieron, dieron satisfacción parcial y aplazaron la demanda de participación de esos sectores. Pero se desplomaron nuevamente en la incertidumbre y la protesta con la crisis de 1982, cuyo espectro decisivo dominaría los ochentas. Resumió Soledad Loaeza:

El deterioro de la economía nacional, las dificultades económicas de los dos últimos años del lópezportillismo que culminaron en dos violentas devaluaciones de más del 150% del peso, la aceleración de la inflación y la sorpresiva nacionalización de la banca, que llevó a cabo López Portillo el 1 de septiembre de 1982, sentaron las bases del repudio de las clases medias hacia las piezas centrales del sistema político: el presidencialismo, el partido oficial, la clase política, la tradicional alianza entre el Estado y las clases populares, la no participación. (17)

Un agravio adicional: junto con la nacionalización de la banca fueron convertidas a pesos las cuentas que miles de pequeños ahorradores habían colocado en dólares en la banca privada mexicana. La clausura del auge, la mexicanización del ahorro, el cierre virtual de un futuro prometedor sembrado por el boom petrolero, la Inseguridad y la pronta evidencia de los dispendios y las corrupciones de la antes bienvenida abundancia lópezportillista, detonaron un nuevo ciclo de inconformidad y rechazo al sistema dentro de las clases medias.
De tal intensidad fue el descontento por la supresión del paraíso prometido, que la perspectiva crítica de esos grupos avanzó hasta ocupar, en muchos aspectos, el centro programático del equipo gobernante que asumió el poder en diciembre de 1982. Desde la cúpula oficial, también inconforme con las últimas decisiones de López Portillo, vino la ratificación pública de las ineficiencias, la corrupción y el dispendio gubernamental. La campaña de la renovación moral, reconoció como cierto el pozo de corrupción generalizada de la administración pública, tema favorito de la sensibilidad ciudadana clasemediera. La crítica del «estado obeso» y de las políticas populistas, dio cuerpo de gobierno a las andanadas antiestatistas del medio empresarial, aclimatadas después en los grupos medios agraviados por la crisis, ávidos de encontrar un culpable. La vocación gubernamental de democratizar y descentralizar fue también, en lo sustancial, una perspectiva recogida en los impulsos modernizadores de los grupos medios.
La adopción de esa perspectiva por parte del gobierno fue un indicador de hasta qué punto resultaba ya imposible gobernar sin satisfacer las demandas de los sectores dinámicos e influyentes que las exigen y, en más de un sentido, las imponen al conjunto de la sociedad. En las clases medias y las grandes ciudades se incuban las corrientes activas del desacuerdo y la disidencia política, pero también los clímax del consumo, actividad económica y madurez de opinión pública.
La Revolución Mexicana se ha cumplido cabalmente en los grupos medios de esas ciudades. Les ha dado lo que a grandes voces sigue llamándose justicia social: salud, educación, vivienda y empleo. Precisamente ese trayecto cumplido hace nacer en sus beneficiarios un nuevo programa de aspiraciones e inconformidades. No quieren ya lo que el Estado posrevolucionario les ofrece. Quieren lo que, a partir de los ochentas, el Estado no puede garantizar: mejoría ininterrumpida del nivel de vida, futuro cierto, independencia personal, seguridad ciudadana, aire limpio, zonas verdes, liberalización política, democracia, prensa crítica, gobierno invisible y eficiente: una vida de país de Primer Mundo, en medio de las opresiones y deformidades de una sociedad urbana de Segundo y Tercer Mundo.
Con todo, la de las clases medias es una rebelión institucional. La subversión que las anima, como en el 68, no pretende la ruptura de la ley, sino su cumplimiento; no promueve la violencia o el cambio revolucionario sino, más sencillamente, el respeto a las reglas establecidas de existencia de partidos y elecciones libres. De ahí que resulte una rebelión tan incómoda y tan efectiva. Es imposible descalificarla, pero es también imposible satisfacerla sin un cambio profundo en los hábitos políticos.

(continuará)

16. Gustavo Gordillo: «Estado y movimiento campesino en la coyuntura actual», en México ante la crisis, II, p. 304.

17. Soledad Loaeza: «Las clases medias mexicanas y la coyuntura económica actual», en México ante la crisis, II, p. 232.

Héctor Aguilar Camín
Escritor, historiador, director de la revista Nexos.
Su último libro: La dictadura germinal.
Crónica de la destrucción de la democracia mexicana
Editorial DEBATE, Penguin Random House, 2025

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Publicado en: Mientras pasa la historia

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