
La frase fue demasiado larga para que pudieran seguirla hasta el fin los Gemelos, que se miraron azorados, antes de que la idea clara y distinta que los había llevado al sitio volviera a sus cerebros.
Geme Tico enunció:
—Chinguen a su madre.
Sin inmutarse, respondió Morales:
—Son ustedes irreductibles, vecinos. Les digo esto: la más elemental cortesía dominguera nos obliga a aceptar la recomendación de ustedes en el sentido de que agraviemos a las respectivas autoras de nuestros días. Pero el más elemental sentido de la honra nos obliga también a bajar a romperles a ustedes lo poco que de esa materia les queda. ¿Entendieron?
—Habla en cristiano, güey. Pareces alemán —dijo Geme Taco, con enjundia nacionalista.
—Lo que quiere decir mi amigo el alemán —tradujo Alatriste— es que no os mováis porque él va a bajar y cuando baje, en cosa de unos segundos, vosotros váis a dejar de pareceros como una gota de agua a otra y empezaréis a pareceros como una cicatriz a otra. ¿Entendisteis? Ya entendieron, maestro —le dijo a Morales.
Changoleón se había puesto sus tenis y hacía rounds de sombra. Gamiochipi tiraba patadas tratando de llegar a la altura de su cabeza en el espejo. Colignon estiraba los músculos. Alatriste miraba la jacaranda, fingía dolores de lumbago y parpadeaba en la esperanza de que alguien le preguntara si estaba perdiendo la vista. Morales le compuso el mundo al descartarlo de la empresa:
—Tú no bajes, Alacaída. Tú obsérvalo todo desde el balcón para que luego cantes nuestras glorias.
Y diciendo y oyendo lo anterior, uno subiéndose el cuello, otro estirando los brazos, Changoleón esponjándose el copete, los cuatro descendieron y Alatriste regresó al balcón vuelto todo él un afán de testimonio homérico.
Oyó abrirse la puerta de abajo. Con emoción apenas retenida vio a los Gemelos retroceder, alistarse y luego avanzar hacia la puerta. Lo siguiente que entró en su campo visual fue el cuerpo de Changoleón volando por los aires, un vuelo perfecto cuya vertiginosa horizontalidad habría exigido la precisión de una foto instantánea y no el óxido del viejo Oldsmobile estacionado enfrente, en cuya salpicadera fue Changoleón a incrustarse de espaldas como un fardo. El fuego ibérico de Gamiochipi conoció la plenitud de una acometida frontal que Geme Tico deshizo con un estoconazo al plexus y una admirable y exacta patada a los güevos, todo lo cual produjo en el buen Gamiochipi el consabido vómito blanco y la clásica posición fetal, cuando iba proyectado, lo que se dice como un meteorito, hacia el añoso tronco de la jacaranda cuyas ramas acariciaban el balcón desde donde Alatriste daba fe. Para saludar a Colignon, Geme Taco se exigió unas vistosas patadas voladoras que no dieron en el blanco, lo cual no impidió que, al caer, en una reacción felina con giro a la derecha, Geme Taco lanzara un invisible revés y una patada de lo mismo que dieron uno tras otro en la cabeza que ofendían. Cayó Colignon medio muerto, a la vera del infausto Oldsmobile, en los momentos en que Morales le anteponía a Geme Tico una elegante guardia de principios de aquel siglo, anterior al terremoto. Geme Tico falló su primer golpe, en el sentido de que no lo asestó sobre la humanidad de Morales, sino en la nariz de El Cuero, que brincaba junto a él, azuzándolo. Por desgracia, el segundo intento de Geme Tico tuvo la doble eficacia de l) su precisión y 2) su vigor, 1), porque desbarató el pómulo y la ceja izquierda de Morales, 2) porque mandó al recipiendario hecho un bólido hacia atrás, donde estaba, para colectivo infortunio de la casa, la reja de hierro forjado que cubría la ventana. Allí dio Morales de espaldas con su ocurrente cabeza. Geme Tico tuvo entonces lo que habrá sido el único acto imaginativo de su vida: metió los brazos de Morales en la reja, dijérase la estampa de una crucifixión, y empezó a tundirle a la bodega y a cachetearlo por rachas de un modo tan enfático que, antes de terminar la primera tanda, Morales echaba sangre hasta por las marquitas de varicela que le habían quedado en la cara de una infancia epidémica en Tlaxcala. Mientras tanto, una vez desembarazado del gran Colillas, Geme Taco volvía sobre los despojos de Changoleón, tan inerte todavía como una almohada al pie de la salpicadera del Oldsmobile. El Cuero, a su parte, se había hincado en la banqueta, tratando de pararse con las manos el abundante mole que de la nariz le manaba. Tenía ya el ojo violáceo y los dedos surcados por profusos hilillos y goterones de sangre, pero seguía gritándoles a los hermanos, sin particularizar demasiado:
—Mátalo, pendejo, mátalo.
Dadas tales consignas, el intestado testigo del balcón que era Alatriste enloqueció. Su locura no tuvo dudas ni matices, fue un solo impulso panruso de salir corriendo a la calle a madrear por su cuenta y riesgo a los Gemelos, los cuales, como se ha visto, hacían abajo las veces de un ejército napoleónico en auge. Fue precisamente al salir como un aullido del mirador homérico donde estaba cuando Alatriste se topó con Lezama, que venía del altillo implorando a su Clío como Borges a su Beatriz Viterbo. A saber: Clío. Clío Martínez. Clío Martínez de la Vara, etc.
—¡Los están matando! —creyó escuchar Lezama en medio de su marasmo borgiano.
Sin saber cómo, Lezama se encontró de pronto renunciando también a su destino y bajó atrás de Alatriste por las escaleras rumbo a aquel lamentable momento de los anales de la casa. Vio correr delante de él a Alatriste y echarse a los hombros como un súbito argivo de Atasta (Campeche) el enorme televisor marca motorola que había en el jol y correr hacia la puerta, hacia el momento en que Geme Tico recogía por segunda vez a Changoleón junto al fatigado Oldsmobile, para estrellarlo de nuevo en esa ingrata ruina de los tiempos de la guerra de Corea. Apenas pudo reaccionar Geme Tico ante las nuevas condiciones históricas que a su espalda introducía el rabioso Alatriste, quien ingresó en la batalla con tal brío y enemistad que antes de que sus propias manos lo decidieran ya el aparato electrónico del jol de la casa estaba puesto como un yelmo de vidrio y transistores sobre la ahistórica masa craneana de Gcme Tico.
En medio de una lluvia de bulbos y quejidos, Geme Tico cayó fulminado. Unos metros allá, sangrando de la nariz, El Cuero hipaba. Previendo la embestida de Geme Taco, Alatriste corrió hacia El Cuero para protegerse con ella. Luego de aligerarle las venas a Morales, Geme Taco completaba con furor envidiable el desfallecimiento de Gamiochipi, cada vez más fetal y exhausto al pie de la jacaranda. Alatriste se puso atrás de El Cuero y la agarró de los pechos como si fuera un escudo. El Cuero chilló, desde luego. Geme Taco volteó hacia el chillido y todo fue ver a Alatriste magullándole los erguidos a su hermana y dejarse venir él por los aires como un samurái gritando: —¡’jo de tu pinche madreee!!!—, hacia el tembloroso argivo de Atasta que, protegido y todo tras El Cuero, lo mismo se sintió morir. Pero quiso la casualidad que en las inmediaciones estuviera todavía la bicicleta de cuadro en que había llegado al lugar El Cuero y que Alatriste, en medio de su miedo, pudiera asirla por una llanta. Oh momento decisivo en la demografía de la casa: asida la rueda de la bicicleta con la mano derecha, cuando ya Geme Taco caía sobre él, Alatriste soltó a El Cuero, dio un paso hacia atrás y uniendo su mano izquierda a su derecha bateó a dos manos con la bicicleta el bulto que volaba a su encuentro. Sintió la bicicleta rebotar en el aire como contra un muro, y la llanta doblarse por el ring sobre sus pulgares rasgándole los dedos y las palmas, pero tronando en el aire como una gigantesca rueda de la fortuna salida de su eje, siseando y rebotando al cortar y golpear lo que encontraba. Por aquel instante del impacto, toda la vida de Alatriste fueron sus oídos, la precisión inolvidable de los ruidos que sus oídos recobraron. Cuando aquella existencia plena pasó y abrió los ojos, Geme Taco iba cayendo todavía a su izquierda hecho una bola de brazos y rayos y manubrio y montura y mejillas cortadas por las molduras, todo él una simbiosis sanguinolenta con la bicicleta encima, como si la bicicleta fuera un animal que le diera zarpazos. A Geme Tico no le iba mejor. Aprovechando la inconciencia en que lo había sumido la ofensiva electrónica de Alatriste, el furibundo Changoleón había salido del limbo y le tupía al Gemelo en todas las partes buenas que el yelmo de transistores había dejado. De donde el despierto lector podrá concluir la utilidad que a los designios de las modernas guerras prestan los avances tecnológicos, por intermedio de los cuales, dos minutos después de su victoria, Geme Tico y Geme Taco yacían sangrantes exactamente en los mismos lugares donde antes yacieran Changoleón, Colignon, Gamiochipi y Morales.
Algún deceso habríase tenido que lamentar en todo esto si, sobreponiéndose a su incredulidad, Lezama, que lo presenciaba todo desde la puerta, no detiene los ímpetus homicidas del sangrante Changoleón, que seguía trepado sobre el quietísimo Geme Tico, tupiéndole sin piedad; y si no arranca paternalmente de las manos de Colignon la bicicleta con que, una vez zafada de su sanguinolento cuello, intentaba recetarle otra dosis a Geme Taco. Como sea, a semejanza de los antiguos torneos cuyas masacres hazañosas han consagrado, evitándonos el hedor de la sangre, autores sin disputa como Sir Walter Scott, habíase congregado en torno al desaguisado una muchedumbre horrorizada y orgásmica.
Al poner Lezama fin a la refriega, salió del público un gorila crudo y rozagante que olía a lavanda y sexo por todos lados. Se paró junto a Lezama y se hizo el saco a un lado para exhibir l) la cadenilla de oro que hacía un puente de la trabilla al bolsillo, 2) el pistolón sobre el iliaco, con sus cachas de nácar, 3) la cartera donde venía la chapa que le permitió decir:
—Policía Judicial. ¿De qué se trata?
Alatriste se acercó . Tenía las manos hinchadas como papas y, si vale la insistencia, rebanadas como betabeles. Los Gemelos estaban tirados, uno bajo la bicicleta, otro junto a lo que quedaba del televisor, al pie del sereno y magullado Oldsmobile. Changoleón y Gamiochipi se secaban sangre y plasma con los antebrazos, uno de la boca, el otro en general. Colignon exhibía una deportiva raya verdosa que le corría por el pómulo hasta formar una sombra cárdena en el cuello.
—No pasa nada, oficial —dijo Lezama.
—¿Ah no? ¿Pues qué tal si hubiera pasado, amigo? Qué manera de madrearse. Digo, ni que fuera el día de las madres, ja ja. Usted tiene lo menos una fractura ahí, amigo —le dijo, conocedoramente, a Alatriste al mirarle las manos-. Va a necesitar un médico que sepa tru-tru, ja ja. Y entre todos, van a necesitar un hospital, ja.
Hablaba intercalando escupitinas, como si expulsara briznas de tabaco. Usaba un pañuelo para quitarse un sudor inexistente de los labios:
—Un hospital, ja ja. ¡Qué manera de madrearse!
La mención de ese sensacional aspecto de la vida humana que es la medicina le recordó a Lezama que nadie había hecho caso de Morales. Seguía crucificado en la reja, deudor de una placidez sin calendario, cejas y narices hechas madre y los pómulos hinchados como si en ellos se hubiera librado la batalla de la Gran Tenochtitlan.
—El es el que sabe cómo estuvo —le dijo Alatriste al agente, señalando a Morales.
Empezó a reírse solo, pero lo paralizó el dolor de las manos.
—¿Es el que sabe? –dijo el agente-. Pues despiértelo que me cuente, a ver si no necesitamos una ouija para que hable, ja.
Decía esto mientras pasaba la vista notarial por los estragos del torneo, registrando cada herida, cada magulladura, cada rastro de sangre.
Bajaron entre todos a Morales de su modesto Gólgota y lo pusieron en las escalerillas de la entrada, junto a la hospitalaria puerta de la casa. Changoleón subió por toallas y agua. Colignon empezó a limpiarle el rostro a Morales , con su pañuelo perfumado (no sabía ir a ningún lado sin un pañuelo perfumado). Por un flanco del Oldsmobile empezó a reponerse Geme Tico. Unos metros después, El Cuero hacía las veces de Iztaccíhuatl junto al enorme Geme Taco que se quejaba bajo la bicicleta, sin volver en sí.
—’Jos de su pinche madre—masculló previsiblemente Geme Tico al recobrar lo que, de un modo general, puede llamarse el conocimiento. Sangraba de la calva y una visible deformidad en el hombro denunciaba lo menos una fractura en la clavícula.
—¡Tiííco! —gimió El Cuero, desconsolada, al escucharlo vivo. Le mostró a Geme Taco : sangraba también por el oído y una inflamación con tajos verdes y rojos ocupaba la inexistente parte izquierda de su cara y de su cuello—. ¡Mira cómo lo dejaron a mi hermano, Tíííco!
—¿Qué le hicieron, Puma? —murmuró, todavía inconsciente y gemebundo Geme Tico, tratando dificultosamente de acercarse a su hermano, hasta que logró ponérsele encima, pecho contra pecho-. ¿Qué te hicieron, hermano, qué te hicieron? —preguntó casi llorando.
El vocabulario era restringido, pero el dolor no podía ponerse en duda.
La proximidad fraterna avivó a Geme Taco: —’Jos de su pinche madre —dijo, con estertores—. Me están aplastando, hermano, están sobre mí.
—No, hermano, ya se acabó—dijo amorosamente Geme Tico.
—Pero me están aplastando, cabrón. Lo siento en el pecho.
—Nadie te aplasta —lo confortó Geme Tico—. Nadie te aplasta. Ya se acabó.
A mitad de esta escena regresó Morales de su viaje a Jerusalén. Le limpiaban la sangre de la cara, del cuello. Tenía un verdugón en un pómulo y una ceja rota, pero igual alertó a Colignon:
—Dile a ese orangután que se quite de encima de su hermano, Colillas, lo está aplastando el pendejo. Si lo mata, nos lo van a cobrar corno nuevo.
—¡Qué manera de madrearse! —disertó nuevamente el judicial-. ¡A la mexicana, chingaá, como debe ser! ¡Jajajay, aquí se sientan, cabrones! —añadió misteriosamente, pensando con toda probabilidad en los enemigos de México.
—Dénme una —le dijo a Changoleón, que había entrado a la casa y traía varias toallas y camisetas y una cubeta con agua.
—Usted está bien, oficial, no necesita —dijo Lezama.
—Yo quiero acompañarlos, muchachos. Dénme una.
Cada quien tomó su trapo y lo mojó para limpiarse, menos Colignon que se lo ofreció a El Cuero:
—Límpiese señorita, le sangra la nariz.
—Tú tienes la culpa de todo, pitote —dijo El Cuero, con rencor siciliano—. Mira cómo me dejaron.
Parecía, en efecto, debutante de semifinal sabatina.
—¡Salvajes! —gritó una señora en el anillo de espectadores—. Deberían encerrarlos a todos.
Lezama se acercó al judicial:
—No pasó nada, oficial —le dijo, a su persuasivo modo-. Madreados de más, madreados de menos. Usted ayúdenos, que no nos la vayan a hacer de pedo.
Porque, en lo que la anónima señora delatora mencionó la cárcel, con esa enferma eficacia que la policía iba agarrando en México, una patrulla llegó a empujones hasta el lugar de los hechos.
—¿De qué se trata? —preguntó un patrullero al ahíto Changoleón, que estaba sentado en el guardafango del Oldsmobile, pasándose una toalla por los ojos.
El maravillado agente de la judicial volvió a mirar los despojos, como en un éxtasis profesional: el televisor desarmado en el borde de la acera, la bicicleta con los rayos enriscados, la enrojecida quejumbre general.
—No se preocupen —dijo. Se pasó la toalla húmeda por el pelo, se limpió en ella las manos como si fuera estopa, volvió a pasársela por el pelo y por la frente y a estrujarla en sus manos-: No se preocupen.
Le mostró su chapa de policía judicial a los patrulleros. Los patrulleros se cuadraron con el chapazo y él explicó que se trataba de parientes suyos. Los patrulleros pidieron sólo que levantaran pronto el campo, mientras ellos dispersaban a la gente.
—Métanse a la casa, está arreglado —le dijo el judicial a Lezama—. Pero rápido, antes de que llegue Gayosso por su cuota, ja ja.
Gayosso era la funeraria canónica de la época.
Fueron metiéndose todos a la casa, excepto los Gemes y El Cuero, que seguía gimoteando, aunque ya sólo tenía sangre en las mejillas, las sienes, las aletillas de la nariz, los labios, los dedos y el cuello. Colignon se puso la toalla como bufanda y se acercó a ella. Geme Taco seguía tirado, quejándose, con Geme Tico al costado, rezándole la Magnífica.
—Dígale a sus hermanos que arriba hay teléfono para llamar a un médico—le propuso Colignon a El Cuero—. Si usted quiere, metemos a su otro hermano que lo revisen, o llamamos a un hospital.
—Tú tienes la culpa de todo —reiteró El Cuero.
—Señorita, por favor —dijo Colignon, caballerosamente, irritado a la Pedro Armendáriz.
Se olvidó de ella y fue hacia GemeTico:
—Vamos a meter a tu hermano adentro, compadre. Ahí lo atendemos.
Geme Tico tenía una cortada en la cabeza y su escaso pelo era un solo grumo de sangre. Metieron cada uno un brazo por la axila de Geme Taco y lo llevaron adentro. Simultánea y sumisa, El Cuero los siguió.
—¡Qué manera de madrearse, muchachos —decía el judicial adentro, instalado ya en la sala de la casa—. Me recuerda mis buenas épocas de madrizas donde quiera: la Romita, la Candelaria, Atencingo Martínez de la Torre. Dondequiera había que rifársela. Repartíamos credenciales vitalicias de inspectores de raíces, ja ja.
Gamiochipi empezó a quejarse en un sillón del jol de un violentísimo dolor de cabeza. Morales estaba a su lado con el rostro en inflamación, su ojo izquierdo era una mole oscura con un pequeño tajo vidrioso en cuyo fondo podía verse un derrame. Changoleón no podía flexionar la rodilla, un dolor en la espalda le impedía respirar. Las manos de Alatriste eran como un par de manoplas de beisbol, los pulgares inflamados, los dedos con cortadas y moretones. Se le había levantado la uña del meñique derecho. Lezama iba y venía con alcohol y merthiolate. El judicial se había apoderado de la sala y le hablaba a nadie:
—Los vimos venir por el caminito, uno por uno, confiados en sus machetitos, sus riflitos veintidós, uno por uno por el caminito. Quesque se habían trepado al monte a rebelarse como en la revolución, quesque querían unas tierras. Uno por uno les repartimos sus credenciales de inspectores de raíces, cómo no. Tierrita hasta que se hartaron, ja. Les dejé ir la ráfaga de un lado y del otro. Los muchachos les dieron fuego graneado. Una chulada de emboscada, no quedó agujero por hacer, ja.
Geme Tico tenía la clavícula fracturada y conforme se enfriaba sus gemidos crecían. Geme Taco no podía moverse, algo seguía oprimiéndole el pecho, probablemente una costilla rota. La parte izquierda de su cara tenía una peladura con cortadas, Colignon lo atendía aplicándole merthiolate. Un prolongado aullido de Gamiochipi, que se aferraba la cabeza entre las manos, hizo temblar a Alatriste. El judicial había sacado una anforita de brandy y tomaba y hablaba:
—Le dije a mi pareja: «Ése, pareja, cuando lo veas salir a Lencho del congal, le disparan al piso, para que recule hacia donde estoy yo, y yo aquí le tramito su audiencia con Dios Padre». Dicho y hecho. Pero casi me lleva con él, Lencho Galeana. Aquí me alcanzó a dar en la orilla, por el bazo. Centímetros de más y comparecemos juntos, ja.
Alatriste caminaba frente al judicial parlanchín y se miraba incrédulamente las manos. De pronto tuvo la necesidad imperiosa de subir a su cuarto, revisar los cajones de su cómoda, ver los lapiceros en el vaso, la ropa colgada en el closet. Subió hasta el primer rellano y miró nuevamente el desastre en el jol: Gamiochipi con las manos crispadas en la cabeza, el rostro desfigurado de Morales, el ahogo de Changoleón, los sudores de Geme Tico por el dolor de la fractura que empezaban a licuar nuevamente los grumos de sangre en su pelo, la horrenda parte izquierda del rostro de Geme Taco, la nariz fracturada de El Cuero, la raya morada en el perfil de Colignon. Y el agente perorando entre ellos, exhumando sus muertos.
Subió el resto de la escalera pegado a la pared, tratando absurdamente de evitar que lo miraran:
—Hoy no —dijo en voz alta, como si le hablara a otro—. Mañana, como en la película.
Entró al baño y se echó agua fría en las manos, largamente, hasta entumecerlas. Algo empezó a voltearse dentro de él.
—No voy a llorar —repitió en voz alta—. Por lo menos no voy a llorar hoy.
Miró fijamente sus manos insensibles, unas manos desconocidas, ajenas, entumecidas por el agua que corría transparente sobre ellas. Luego alzó los ojos y miró en el espejo la cara de un tipo al que no conocía.
—Qué pendejada —le dijo el tipo del espejo, intentando una sonrisa.
—Qué pendejada —respondió Alatriste, intentando la suya.
Pero los dos lloraban como puercos.
Fantasmas en el balcón. Literatura Random House. 2021.
Héctor Aguilar Camín
Escritor, historiador, director de la revista Nexos.
Su último libro: La dictadura germinal.
Crónica de la destrucción de la democracia mexicana
Editorial DEBATE, Penguin Random House, 2025