Mañana lloraré (1)

MAÑANA LLORARÉ (1)

—Decíamos: la cosecha es hoy
—El mañana está vacío
—Despoblado de ilusiones
—En estos días delgados
—Ejercidos, fugitivos
—De los que tanto se ha ido.
—Quedan las brumas rebeldes
—Violentas
—Las violentas rebeldes
—Brumas de la noche
(“Fantasmas en el balcón”)

La nublada mañana de febrero en que Hugo Lezama descifró El Aleph supo que era posible celebrar en Clío cosas menos grandiosas que sus nalgas. Como Borges ante el retrato de Beatriz Viterbo, Lezama dio en agregar los apellidos al nombre de su musa:
—Clío, Clío Martínez, Clío Martínez de la Vara.
Los agregaba al entrar a la casa o al salir, cuando cruzaba el jol o bajaba del altillo a bañarse.
—Pasa esa vieja que te hace daño—, gritaba Colignon desde su cuarto, al escucharlo.
—Regálasela a Colignon que la regenteé—, secundaba, inquinoso, Alatriste, el filósofo de Atasta.
Pero Lezama seguía, imperturbable:
—Martínez querida, Martínez perdida para siempre, soy yo, soy El Molcas.
De Colignon se sabían tan pocas cosas como de las otras; rubito como la loción que usaba y fragante de lo mismo, iba también a la Ibero en las tardes, pero iba a ligar. Tres años llevaban sus padres con el cuento de que hacía una carrera y a su manera no hacía otra cosa. Si a Lezama se le habían adherido las mamonerías eróticas de cierto cine europeo, a Colignon lo habían abismado las historias triunfales de un su tío cuya técnica amorosa, anterior al terremoto, era universalmente conocida como braguetazo.
Lezama veía a Colignon casi todas las tardes en la cafetería de la universidad cazando miradas y tomando tés con crema, esperando confiadamente la llegada del reino que le estaba prometido: una heredera.
Los domingos Colignon salía al parque con un suéter blanco de vivos rojiazules y una raqueta con funda cuyo uso tenía por único objeto apoyar un estilo irresistiblemente tenístico. A Alatriste, que vivía en el mismo cuarto, lo sacaba de quicio. Después de comer:

Colignon: Quiovo prieto, qué se siente ser tan feo.
Alatriste: Lo mismo que se ha de sentir ser tan pendejo, güey.
Colignon: No se enoje chocolate, ya sabe que se le quiere bien. ¿Por qué no va mejor por unos cigarros? Sirve que hace algo útil. ¿O quiere que le suelte el derechazo noqueador sobre esa carita de eterno desempleado?
Alatriste: Si quiere soltarme algo, compañero, mejor suélteme a su hermana.
Colignon: No se haga el fino, mi tinta china. ¿No ve que tengo que irme a la universidad a las cuatro y no me he bañado? Dígale a Lezama que le preste cinco varos, y me trae unos Raleigh sin filtro.
Alatriste: Lezama no tiene dinero, pero le pongo orita mismo un telegrama a la Alianza para el Progreso que le traigan unos Camel, ¿no?
Colignon: ¿Ya ves cómo eres rencoroso, petróleo? No se te puede jugar una broma, carajo.
Alatriste: No, si va en serio. Les pongo un telegrama urgente y antes de que salgas del baño tienes los cigarros en el buró. Ya ves cómo son esos gringos de lameculos.
Colignon: Luego luego dejas ver de dónde vienes, chapopote. Te pide uno un favor, y ya sientes que te rebajas. Date tu lugar, cabrón. No porque estés prieto, ya. Hay gente que nace tullida, cabrón. Piensa eso, no te hagas menos.
Alatriste: Con verlo a usted todos los días me doy ánimos, compañero. No se preocupe.

Vivían los dos en el mismo cuarto de la casa de huéspedes, balcón de por medio con la ventana de la repujada mujercita conocida universalmente en la casa como El Cuero, hermana de los dos idénticos orangutanes que bajo el genérico mote de los Gemelos acechaban recíprocamente desde sus propias ventanas, las acechanzas de la casa sobre su hermana.
Colignon creía en el pronto aristocrático de un bronceado parejo, así que los domingos, antes de salir al parque con su raqueta, se asoleaba desnudo en el balcón de referencia. Un domingo al mediodía en que Alatriste veía el futbol por la tele, tocaron a la puerta. Rebosante de ese espíritu mexicano por excelencia que consiste en reaccionar a los estímulos exteriores, Alatriste caminó los tres metros del jol y abrió la hospitalaria. Al pie de la escalerita que daba a la calle el Gemelo que llamaremos I terminaba de amarrarse las botas de montañista y el que llamaremos II se arrollaba en el puño un cinturón cuya hebilla era como una placa conmemorativa.
Perceptivo y sagaz como era, Alatriste sintió que se ahogaba. Alcanzó a balbucir:
—Buenos días, vevecinos.
Después de medirlo con la vista, el Gemelo I, cuya característica fundamental era que estaba mamadísimo, respondió con perfecta, aunque esforzada dicción:
—Vevecinos tu chingada madre.
—¿Mi qué, vevecinos? —ripostó, enérgico, aunque algo desconcertado, Alatriste.
—Tu chingada madre, cabrón —confirmó el Gemelo II, cuya característica principal era ser idéntico al primero-. ¿ Qué se traen ?
El hecho de no vivir en París le ahorró a Alatriste la imaginación de la nocturna escena en que los Gemelos tiraban su cadáver machacado al Sena, pero insistió, controlado y fraterno:
—¿Qué nos traemos de qué, vevecinos?
—Cómo de qué —dijo, algo enervado, el Gemelo II.
—Pues sí, vevecinos, ¿de qué?
—Sal acá afuerita que te digamos de qué, pendejogüeyojete —dijo por seguidillas el Gemelo I.
—Pero vecinos —intentó, persuasivo, Alatriste.
—¡Callado el hocico, güey, te estoy diciendo que salgas! —gritó el Geme I.
—¿’s no eso querían, culeros? ¡Andan enseñando las pelotas, ‘jos de su pinche madre! —masculló, más sombríamente que en las ocasiones anteriores, el Geme II.
—¿Las qué, vevecinos? —preguntó altivamente Alatriste.
—¡Las pelotas, güey. ¡Los güevos, los tompiates, el tafirul! ‘S qué se han creído ‘jos de la chingada. ¿Van a salir todos o te sacamos a ti a cabronazos?
Dado el plural de la invitación, Alatriste resintió como el singular de la oferta, de modo que, rebosante del espíritu mexicano por excelencia que es renegar de la injusticia, se dispuso a dar media vuelta, para echarse a correr. Pero estaba en la puerta de la casa y no había adónde correr.
En ese momento, montada en una gigantesca bicicleta de cuadro, dobló por la esquina El Cuero. Traía puestos unos shorts exageradamente dignos de su nombre, y era fácil ver los estragos que le hacía la montura de la bicicleta, demasiado alta para ella, ahí donde te dije.
—¿Qué haces aquí, Puma? Vete a la casa —vociferó el Geme I sin mirarla, pese a que se le había incrustado con la bicicleta entre las nalgas.
Sin escuchar a su hermano, El Cuero repasó con saña florentina la mexicanísima figura de Alatriste:
—Ese no es el encuerado —dijo.
—Tú qué sabes de este asunto, Puma, vete a la casa —ordenó el Geme I.
—Yo fui la que lo vio por la ventana, idiota —respondió El Cuero fieramente —. Y te digo que ese no es el encuerado.
—No te hagas la sabihonda, Puma —ripostó con certeza gutural, aunque algo desconcertado, el Geme I.
—No me hago, idiota —porfió El Cuero—. Yo fui la que lo vio por la ventana, no tú. ¿Tú lo viste? No lo viste. Yo lo vi. Tú no lo viste. ¿Tú lo viste? No lo viste. Tiene razón mi papá. Nunca saben de qué hablan.
—No metas a papá en esto, Puma —dijo, súbitamente colorado, carraspeando, el Geme II.
—Pues mi papá tiene razón —insistió el Cuero-. Siempre tiene razón. Yo también: este no es el que vi por la ventana.
El Cuero añadió a seguidas la frase de la que Alatriste no la hubiera creído capaz. Dijo:
—Este es sólo un pinche negro.
En efecto lo era, o casi, en realidad un indio, aunque tampoco, una mezcla de indio y negro y blanco y otras cosas, ejemplar coronatorio de la verdadera raza de bronce, rotundísima cuanto invisible facha sustantiva de la nación. Ante las palabras de su hermano, el Geme II titubeó, pero sin despegar los ojos un momento del, para esos momentos, neutralísimo Alatriste:
—Y si no es él, ¿qué hace aquí? —logró decir el Geme II, con cierto júbilo apodíctico.
—¿Pues qué va a hacer, imbécil? —lo zarandeó El Cuero—. ¿Qué hacen siempre los negros sino meterse en todo, idiota? Tiene razón mi papá.
—¡Cállate, Puma! —gritó el Geme I, y se siguió sin pausa contra Alatriste: —¿Tú qué estás oyendo, güey?
—¿Uh? —respondió, enérgico, Alatriste.
—¡Te digo que qué estás oyendo, negro!
—Nada, vevecino. Yo aquí tranquilo, como los monitos hindús.
— No te hagas el chistoso, pendejete —dijo el Geme I—. ¿Te crees muy chistoso, pendejete? ¿Muy chistoso, muy chistoso, pendejete?
—Ya, Tico —lo detuvo su hermano, el Geme II, que conocía la proclividad de su hermano a rayarse, como los discos—. No vinimos a hablar ni a discutir, Tico. Vinimos a otra cosa. No a discutir, ni a hablar, ¿está claro?
—Hay que cortarle la pirinola —musitó El Cuero como hablando para sí, desde un sombrío segundo plano.
—¿Vas a salir, pinche negro, o quieres que te saquemos a cabronazos? —dijo finalmente el Geme II.
En su único momento de lucidez de la mañana, Alatriste empezó a desabrocharse el reloj y les dijo:
—No hace falta que me saquen, vecinos. Yo vengo solo.
Pero cuando acabó de quitarse el reloj, como anunciando que salía a los golpes, se metió a la casa y cerró la puerta tras de sí.
—Va a sacar una pistola —alcanzó a escuchar que decía El Cuero. Pero ya iba corriendo por las escaleras rumbo al baño del primer piso. En el baño contuvo un explicable ataque de mal de sambito (San Vito), se mojó la cabeza con agua fría, tomó una toalla para secarse y, friccionándose aún, fue hacia su cuarto.
Encuerado sobre la colchoneta del balconcito, Colignon se rascaba y se tejía trencitas donde te dije.
—¿De dónde vienes, petróleo? —preguntó, dulcemente, al ver entrar a Alatriste.
—Del parque, hermano. Fui a correr —informó, deportivo, Alatriste.
—¿A correr en domingo, chocolate?
—Sí, hermano, a correr.
—¿Y qué tal?
—Mucha nalga, hermano. Está lleno de nalgas preciosas ese parque.
—No te sientas por eso, mi black shadow. Ni tú ni ellas tienen la culpa de ser tan distintos.
—No, hermano, pero qué nalgas. Por cierto, ahí te buscan abajo.
—¿A mí? —dijo Colignon—. ¿Quién?
—No sé, hermano, no los conozco. Una muchacha y dos cuates.
—¿Les dijiste que estaba?
—Sí, están esperando en la puerta.
—No chingues, les hubieras dicho que no estaba.
—Yo qué voy a saber. Ora baja —dijo Alatriste.
Descolgó la batita japonesa de Colignon y se la tiró gentilmente sobre el cuerpo.
—Carajo, tan sabroso que está el astro rey —dijo Colignon, dándose una última rascada.
—La vieja está muy cuero, güey, no te quejes —dijo Alatriste, fingiendo alinearse el cabello de los parietales frente al espejo. Tarea inútil, si alguna.
Colignon se caló la batita de dragones y las chanclas, se amarró con un firme lacito el cordón de la bata en la cintura, apartó a Alatriste del espejo para darse una cepillada, se miró de tres cuartos de un lado, de tres cuartos del otro, y salió balanceándose hacia las escaleras.
Apenas lo vio bajar, Alatriste corrió hacia el cuarto del balcón que daba al parque, donde estaban dormidos todavía, a oscuras, con las persianas bajadas, Changoleón y Gamiochipi. Alatriste alzó de un pulso las persianas y empezó a abrir la puerta del balcón mientras gritaba:
—Levántense, cabrones. Ya amaneció.
Changoleón había despertado ya y sólo alzó los brazos para defenderse de la luz que dejaba entrar Alatriste. El hermoso Gamiochipi, a quien llamaban también El Tronco por su contundencia onírica, saltó de la cama tirando mandobles, con las mandíbulas trabadas, perfectamente dormido. Changoleón lo esquivó graciosamente y salió con Alatriste al balcón.
—¿Qué pedo? —dijo Changoleón, con la mirada legañosa todavía.
— Pedo el que le van a sacar —respondió crípticamente el gozoso Alatriste.
—¡Ése, Tico, ése sí es! —gritó El Cuero abajo, cuando Colignon apareció en la puerta.
Se oyó la voz modulada y acariciadora de Colignon, educada en tantos diálogos inolvidables de películas mexicanas.
—¿Yo sí soy qué, señorita?
—Tú eres, desgraciado, no te hagas —lo increpó El Cuero señalándolo con el dedo, como una lanceta.
(—¿Qué pedo? —preguntó, arriba, medio despierto y medio dormido todavía Changoleón.)
—Y di que no vienes encuerado abajo de la bata, desgraciado —siguió implacable El Cuero, en la acera, bajo el balcón.
—Pero señorita —dijo Colignon, con una inimitable caballerosidad Jorge Negrete—. Yo…
—No me digas señorita, desgraciado.
(—Es un caso difícil —dictaminó Alatriste.
—¿Pero qué pedo? —inquirió el desconcertado Changoleón.)
—Usted me está confundiendo, señorita… –dijo abajo Colignon.
—¡Que no le digas señorita! —reclamó sombríamente el Geme I.
—Ahora sí señorita, ¿verdad, cabrón? —dijo El Cuero—. Pero qué tal desde el balcón, desgraciado, ¿eh? Provocándome, haciéndote trencitas y todo, desgraciado.
—Debe haber una confusión, señores —dijo Colignon en Fernando Soler—. Yo…
—Ninguna confusión, desgraciado —siguió El Cuero, que era lo que se llama un espíritu radical—. A ver, muéstrales a mis hermanos el pitote, desgraciado.
—Señorita, yo me niego a…
—¡Que no le digas señorita, ‘jo de tu pinche madre! —gritó el Geme I con la mandíbula temblando—. ¿Qué hacías en el balcón, quénseñabas en el balcón, ‘jo de tu pinche madre?
—Te lo vamos a cortar, hijo de tu pinche madre —dijo El Cuero, en voz baja, como si meditara otra vez en el asunto, desde el mismo sombrío segundo plano.
—No digas carnes, Puma —prescribió el Geme II.
—’jo de tu pinche madre —siguió, casi al mismo tiempo, el Geme I—. Te vamos a enseñar a andar enseñando las pelotas, ‘jo de tu pinche madre.
(—Tiene obsesión con las pelotas — dedujo Alatriste, en el balcón.
—¿Pero quién está abajo, qué pedo? —preguntó Changoleón.)
Oyeron el portazo, precisamente abajo, y oyeron después la voz de Colignon que subía por las escaleras maldiciendo a Alatriste. En la puerta del baño se le interpuso Morales, que vivía en el cuarto de al lado de Gamiochipi:
—¿Qué pasa, Colillas? –preguntó-. ¿Sigues pisteando con desconocidos?
—¡Pinche negro! —gritó Colignon—. ¿Dónde está ese pinche negro?
—No te agites, Colillas, ¿qué asunto te podemos resolver?
—¡Esos gorilas, cabrón! ¿Ya viste a esos gorilas? ¡Me quieren matar!
—Todo fuera como eso —dijo Morales—. Si ellos te quieren matar, mátalos tú primero y asunto arreglado. ¿Qué otra cosa?
—No seas pendejo, Morales. ¿Dónde está ese pinche negro?
—Mi recomendación es que los mates —porfió Morales, dominicalmente.
A la busca de Alatriste, con Morales atrás, Colignon abría puertas de cuartos y baños en movida acción que Gamiochipi consignaba en lo profundo de su sueño.
—¡Negro de mierda! —gritó Colignon al abrir por fin la puerta correcta y descubrir a Alatriste en el balcón. Caminó hacia él entre las camas justamente en el momento en que Gamiochipi, todavía dormido, se alzó de un solo brinco de la cama y quedó frente a él lanzándole apagados pero efectivos mandobles.
—¡Pinche sonámbulo! —dijo Colignon empujando al agitado Gamiochipi contra la cómoda.
—Ya no se puede dormir en esta casa, —murmuró Gamiochipi en el suelo, semidespierto por el empellón.
—Te querían agarrar dormido, Gamio —le dijo Alatriste desde el balcón:
—Hijo de tu petrolera madre —le gritó Colignon a Alatriste, agarrándolo de la camisa a la altura del pecho—. ¿Quiénes son esos gorilas, imbécil? ¿Quieres que me maten?
—¿Por qué habría de querer yo que te maten? —respondió Alatriste con maligna suavidad.
—¿Qué pedo, Colillas, te quieren madrear? —preguntó finalmente Changoleón.
—¿Madrear? Me quieren matar esos orangutanes, hermano. Y la vieja, me quiere cortar el pito.
—Toda conciliación exige concesiones de parte, Colillas—dijo Morales, que había entrado al cuarto siguiendo la marea de imprecaciones de Colignon—. Si ha de ser por la paz, ¿qué importa un pito? No seas soberbio: tu pizarrín no es indispensable. Hay suficientes en el resto de la especie.
—Cállate, viejo. No estoy de humor para tus pendejadas —descartó el desolado Colignon.
En efecto, su palidez era la misma que la tradición hispánica atribuye a quienes se disponen a encomendar su alma al Señor.
—¿Quieres decir que la única solución es masacrar a esos dementes? —preguntó Morales, poniendo una mano apaciguadora sobre la nuca de Colignon, que se había sentado en la cama—. Porque si ese es el caso, Colillas, no te preocupes. Quiero decir: ellos se lo han buscado. Bajamos aquí al experto golpeador Gamiochipi y al remedo de hombre de Neanderthal que a su lado está —señaló a Changoleón—, bajas también tú, que eres el agraviado, y también bajo yo, en papel estricto de Cruz Roja. Y asunto arreglado, en dos minutos los ponemos como Santo Cristo, Colillas. Morongos, que quiere el vulgo.
—Morongos, cómo no —musitó el cadavérico Colignon.
—Sí, güey —dijo, festivamente, Changoleón—. Son sólo dos. Los tundimos en dos minutos, ¡Qué tanto será!
—Lo que dura un comercial —precisó Morales—. ¿Para qué son los amigos si no para madrear gente los domingos en la mañana?
—Para lo que sean —dijo Alatriste, que seguía observando al enemigo abajo—. Pero si van a bajar que sea pronto, porque en dos minutos más esos cabrones van a tirar la puerta. Oigan los chingadazos que le están dando.
—Van a tirar madre —dijo Gamiochipi, apartando las últimas brumas del sueño.
Changoleón empezó a ponerse su eterna sudadera, la cual juzgó idónea porque no tenía otra y porque llevaba un fierísimo rostro de Beethoven en el pecho. Gamiochipi buscó sus botas en la zapatera. Colignon fue a su cuarto a vestirse. Flanqueado por el emérito filósofo de Atasta, Morales salió al balcón.
—¡Ah, de la puerta! —dijo Alatriste, que se tenía trabajando su Jack London.
La primera en comprender que la casa tenía un segundo piso, el segundo piso un balcón y el balcón un barandal desde donde les hablaban, fue El Cuero:
—¡Arriba, Taco! ¡Tico, arriba! —advirtió.
Tico y Taco se echaron para atrás y miraron.
—’Jos de su pinche madre —dijo uno.
—‘Ches culeros —dijo el otro.
Desde el balcón, los interpeló Morales:
—¿Qué acontece, vecinos? ¿Cuál es el litigio?
—Habla en cristiano, güey —exigió Geme Tico.
—Que cuál es el diferendo, vecinos —tradujo Alatriste.
—Arriba serás bueno, negro ‘jo de tu pinche madre —elaboró Geme Taco.
—La ofensa sobra, vecinos—dijo Morales-. La madre de este aceitunado compañero es una santa que lava ajeno para sostener sus estudios.
—No le hagas caso, Tico, los quiere marear —advirtió El Cuero.
(—Esta vieja es la reencarnación mejorada de Lucrecia Borgia —musitó en un aparte Alatriste.)
—No queremos problemas, vecinos—dijo Morales—. Cualquiera que haya sido el agravio, les ofrecemos una disculpa y les invitamos una cerveza.

(continuará)

Fantasmas en el balcón. Literatura Random House. 2021.

Héctor Aguilar Camín
Escritor, historiador, director de la revista Nexos.
Su último libro: La dictadura germinal.
Crónica de la destrucción de la democracia mexicana
Editorial DEBATE, Penguin Random House, 2025

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Publicado en: Mientras pasa la historia

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