Lezama se volteó hacia Morales, mirándolo fijamente:
—Qué —dijo Morales.
—Ahora cuenta tú, cabrón.
—Qué quieres que cuente.
—Ya te dije. Tu ovni masónico.
—No es ovni. Y me lo prohíbe el rito.
—Miren, un masón juramentado. Está peor que los ovnis porque los ovnis por lo menos no existen. En cambio, los masones, puta madre, andan escondidos en todos lados.
—Cuenta, cabrón —dijo Gamiochipi.
—Les cuento una y ya, ¿de acuerdo? —se escabulló Morales.
—De acuerdo.
—Bueno, va esta. Yo llegué a la universidad hecho un pendejo, el gran pendejo de provincias en la gran ciudad. Me sentía más solo que el dedo. No sé por qué dicen eso del dedo, porque el dedo está siempre acompañado. Pero bueno: los primeros a los me acerqué fueron los primeros que se me acercaron. Eran un trío de ojetes que se la pasaban en un rincón del jardincito de la escuela, afuera de la cafetería, fumando mota y burlándose de todos. A todos invitaban a su desmadre, en especial a las viejas, y no faltaban, sobraban, pendejas que cayeran y se unieran a su banda, que luego se iba a chupar y a seguir fumando mota a las islas de la Ciudad Universitaria, que no eran islas, sino jardines. Bueno, luego de varias mamadas que no vienen al caso, estos cabrones me dijeron: “Morales, ¿quieres ser político?” “Sí.” “¿Y quieres triunfar en la política?” “Sí.” “¿Como triunfó Juárez?” “Sí.” “Entonces tienes que entrar a la hermandad y pasar por el rito.” “¿Cuál hermandad?” “¿Cómo cuál hermandad? La Hermandad, cabrón.” “¿Y cuál rito?” “El rito masónico, no seas pendejo.” Yo había oído en mi pueblo del rito masónico, pero me parecía una mamada. Se reunían los tinterillos locales en una casa misteriosa a planear chingaderas políticas, a repartirse el poder. Eso decían en el pueblo, pero yo la única vez que tuve la tentación de asomarme por ahí, lo que vi es que salía el presidente municipal hasta las chanclas, con una suripanta que tenía doble piso de panza y doble ancho de nalgas. Pero estos cabrones me dijeron: “No seas pendejo. Todos los que la rifan aquí en la escuela son masones. El rector, el director, el secretario, los maestros, el presidente de la sociedad de alumnos. Todos son masones. Y mientras no entras a La Hermandad, no te enteras. Ves pasar cosas, nombran a uno, corren a otro, llega uno nuevo, y todo viene de acuerdos que toman en La Hermandad. No se mueve una hoja aquí sin eso, así que, si quieres rifarla aquí, tienes que entrar a La Hermandad.” “¿Y cómo se entra a eso?”, les digo. “Con nosotros”, me dicen. “Vienes a una reunión que te preparamos en una casa, pasas el rito, que es una mamada, y ya, quedas registrado en La Hermandad. Y a medrar, cabrón.” Pues fui de pendejo a la casa que me dijeron, y estos hijos de su chingada madre me pusieron a pasar las de Caín, me encerraron con llave en un cuarto oscuro, me echaron luces psicodélicas y gritos, me metieron a una pinche vieja con la cara pintada con pintura fosforescente como las del Catacumbas, y daban gritos llamándome. No sabía qué hacer, ya me estaba medio volviendo loco, cuando abren la puerta estos cabrones, muertos de risa y dicen: “No chille, cabrón”, “Es pura vacilada”, y me dan de una cuba gigante en un jarrón de flores donde estaban chupando estos cabrones, con sus amigas cómplices. A partir de ahí me empezaron a apapachar como miembro de la pandilla.
—Gran pendejo de provincias en París —sentenció Lezama, sugiriendo a su Balzac.
—Pendejo de doble piso. Pero para bien. Porque se corrió la voz en la escuela de mi falsa iniciación y se burlaban unos, pero me arropó bien la pandilla de ojetes, que eran los más ojetes, pero eran los más divertidos de la escuela. El caso es que una tarde me estaba echando un café en la cafetería y se me acerca un maestro que le decíamos El Relamido, porque usaba fijapelo Golan’s, y me dice: “Sé de su desgracia.” “¿Cuál desgracia?” “Lo han engañado y burlado a usted”. También le decían El Relamido por cómo hablaba. “Quiero ofrecerle lo contrario: una satisfacción”. Tardó como media hora en decirme que era masón y que no podía invitarme a serlo pero que, si yo lo pedía, él podía decirme cómo. Mejor dicho, que no podía decirme cómo, pero sí indicarme con la cabeza cómo. Me estuvo jodiendo un año, con nada, con la mirada, al pasar. Usaba unos lentes de carey que le agrandaban los ojos de miope. Se le veían siempre mojados. Finalmente, una tarde que me vio al pasar le dije sí con la cabeza y él se detuvo, miró alrededor y me señaló, también con la cabeza, al maestro de estadística que venía por el pasillo. Era un viejo maestro gobiernista, muy mal querido en la escuela, que era una escuela de izquierda y no aceptaba gobiernistas, aunque la pagara el gobierno. Me dio repelús el matemático, pero me acerqué y me dijo, ya estaba esperando: “Tomo su acercamiento como una petición de que quiere acercarse a la obra.” “Pues sí”, le dije. “¿Qué tengo qué hacer?” “Tiene que querer.” “Pues quiero”, dije. Se me quedó viendo, tenía unas cataratas diagnosticables a ojo. Y de ahí siguió todo, hace dos años.
—¿Qué es todo?
—La iniciación. Pero eso no lo puedo contar.
—No mames, cabrón. Cuenta la iniciación —dijo Gamiochipi.
—No puedo.
—Bueno, pues no cuentes, pero entonces hacemos como con Colignon: yo pregunto y tú responde —propuso Lezama.
—Contesto lo que pueda.
—No seas grillo, pinche Morales. Contesta, cabrón —lo cargó Gamiochipi.
—Lo que pueda.
—De acuerdo —dijo Lezama—. Te pregunto: ¿Crees en el Gran Arquitecto?
—Creo.
—¿Con mayúsculas?
—Con mayúsculas.
—¿Crees en que hay un secreto antiguo que sólo los masones tienen y que va a salvar al mundo?
—Creo.
—¿Te dijeron que nunca te encabronaras?
—Sí.
—¿Que perdonaras a tus enemigos?
—También.
—¿Te quitaron reloj, cartera, anillos y medallas antes de empezar el rito?
—Todo.
—¿Te pusieron frente a un altar con una calavera, con los ojos vendados, y luego te dejaron solo y te dijeron que te desvendaras?
—Sí —dijo Morales, empezando a comerse el bigote de Groucho Marx.
—¿Te pusieron unas espadas enfrente, apuntándote al pecho, a ver si te culeabas?
—No lo puedo decir.
—Entonces sí, cabrón. ¿Te dijeron que debías meditar todo el tiempo en la muerte para acostumbrarte a ella?
—No lo puedo decir.
—Entonces también, cabrón.
—¿De dónde sacaste todo eso, pinche Lezama? —dijo Morales—. Todo eso se supone que es secreto.
—De Tolstoi, cabrón —dijo Lezama—. Está todo en la iniciación de Bezujov. Es un rito a toda madre.
—Pero cuenta algo tú, pinche Morales —le dijo el criminógeno Changoleón. —Igual ya te sopeó Lezama.
—No puedo, cabrón.
—Lo que sea —pidió el tendido.
—Bueno, les cuento esto —cedió Morales: —Al final de todo el rito o el ritual como dicen ellos, cuando ya te aceptan, te meten a un cuarto oscuro, sin venda en los ojos. Igual no ves nada. Entonces, de pronto se prenden las luces y ves a todos. Bueno, pues cuando pude ver a todos vi que ahí estaban en efecto el director de la escuela, el presidente de la sociedad de alumnos, el Relamido, el Matemático, otros dos cabrones que ya estaban saliendo de la carrera y… ¿quién más creen?
—El Rector.
—No.
—¿Quién?
—Para que vean que hay un orden oculto en las cosas, cabrones, y que no saben ni entienden nada —dijo el astuto Morales.
—¿Quién estaba, cabrón?
—Si les digo se van a encabronar.
—¿Quién?
—¿No se encabronan?
—No.
—Estaba el mayor Pinzón.
—Eres un pinche grillo, Morales —dijo el enfurruñado Gamiochipi, poniéndose de pie.
—¿Conocías a Pinzón, cabrón? —se crispó Alatriste.
—Sólo de aquella vez.
—Nos dijiste que te lo habías encontrado en una peda, cabrón —le recordó Alatriste.
—Y así fue. Me lo volví encontrar en una peda.
—¿Se apareció en la peda llevado por el orden invisible? —dijo Alatriste.
—Así es —dijo Morales.
—Eres un grillo, cabrón. Tiene razón Gamiochipi —dijo Colignon—. Nos lo trajiste aquí a sabiendas con el hijo del presidente.
—Todo tiene un orden —dijo Morales—. Y en todo está la mano invisible. Pero no la del pendejo de Adam Smith, sino la mano invisible de a de veras.
—La de los ovnis —picó Lezama.
—La mano invisible —dijo Morales, con repentina solemnidad.
Los machos masturbines oyeron su voz sonar distinta, quebrada, vieja. Por un momento sintieron que hablaban con un desconocido. Recargado en la cabecera de la cama, Morales entornó los ojos y miró al techo como si fuera a desvanecerse. Cerró los ojos, transcurrió un instante largo y volvió a abrirlos, regresando del brevísimo trance, como si no hubiera existido.
—Ahora que cuente Changoleón —dijo Morales, con una voz triste y honda, también desconocida.
Algo raro, sensible pero incorpóreo, corrió por el cuarto, algo como un velo de miope que nubló los ánimos, distrajo las miradas, hizo ir al baño a El Cachorro, apagó a Lezama, recostó a Gamiochipi en la cabecera de la otra cama, e hizo decir otra vez a Morales, con una nueva voz desconocida, ahora tajante, perentoria:
—Cuenta, Chango.
Fantasmas en el balcón. Literatura Random House 2021
Héctor Aguilar Camín.
Escritor, historiador, director de la revista Nexos.
Su último libro: La dictadura germinal. Crónica de la destrucción de la democracia mexicana.
Editorial DEBATE, 2025.