
El nacionalismo
Las guerras de independencia no trajeron buenas soluciones para nadie. No le devolvieron a España el dominio sobre sus colonias ni dieron a estas independencias practicables. La guerra engendró guerra y ésta un odio fratricida que introdujo una lesión esquizofrénica en el corazón de las sensibilidades nacionales hispanoamericanas.
El núcleo de nuestros nacionalismos fue el patriotismo criollo, la historia política de un resentimiento. Para afirmarse frente a los peninsulares, los criollos, sus hijos, se adscribieron a la noción de una grandeza americana previa, anterior a la conquista. Con las guerras de independencia, la rivalidad familiar, política, económica, simbólica, alcanzó un nivel de encono que prolongó por generaciones las diferencias entre la antigua metrópoli y las nuevas naciones.
Durante su revuelta sangrienta, luego de lapidar la ciudad de Guanajuato, corazón de la economía minera novohispana, el cura Miguel Hidalgo, padre de la independencia mexicana, calmaba a sus huestes indias y mestizas incitándolas a ir a “coger gachupines”.
La fórmula del odio fratricida de Bolívar es insuperable en su salvaje elocuencia: “Españoles y canarios contad con la muerte aun siendo indiferentes. Americanos, contad con la vida aun cuando seáis culpables”.
La guerra significó una pérdida enorme de vidas y haciendas, la destrucción o el éxodo del talento empresarial de tierras americanas. Fue también una guerra de identidades, mejor dicho, una fractura en el corazón de la identidad del mundo hispánico. Su rasgo central fue la negación de España como matriz cultural de las naciones emergentes. Durante más de un siglo, la celebración del día de la independencia mexicana incluyó el grito “Mueran los gachupines”, que es como gritar: “Mueran mis tatarabuelos.”
Nuestras naciones fueron a buscar su identidad fuera del orbe hispánico, donde también la tenían, en las raíces indígenas o africanas, y tuvieron con su raíz hispánica un pleito de negaciones que nos marca todavía. La idea de que la raíz indígena explica mejor el ser de México que la raíz española, es una fabricación del patriotismo criollo.
Muchos nacionalismos latinoamericanos tienen pendiente su ajuste de cuentas con el peso de la cultura hispánica en su historia y la invención de sus identidades sustitutas, hijas de aquella fractura.
Nuestra reciente querella con España es parte de esa vieja y triste historia.

Sobre el gobierno
Hay algo peor que los políticos profesionales: los políticos no profesionales. Y hay algo peor que el mal gobierno, la falta de gobierno, y su hermana sustituta: la tiranía.
Las guerras de independencia hispanoamericanas se libraron en tres frentes. Fueron a la vez guerras contra el imperio español por la independencia, guerras civiles que dieron paso al triunfo de los criollos patriotas sobre sus hermanos realistas, y guerras contra los vecinos, que dieron paso a la formación de nuestras naciones: Paraguay y Uruguay contra Buenos Aires, Chile contra Perú, Perú contra el Alto Perú, Guatemala y Centroamérica contra México.
Los intereses oligárquicos provinciales triunfaron sobre el sueño unitario de Bolívar, y sobre Bolívar mismo, quien pasó de ser el Libertador a ser el Déspota y de ser el Héroe a ser el Réprobo. Los oligarcas de mira estrecha, pegada al terruño, fueron los artífices de nuestras naciones, sus primeros arquitectos.
El resultado fue la proliferación de aquellos “gobiernitos” que enervaban a Bolívar. A lo largo y a lo ancho de las nacientes naciones hubo una fila de gobiernos débiles, oscilantes entre el sueño de tener gobiernos representativos y la necesidad de imponer gobiernos fuertes.
Los gobiernos representativos naufragaban con rapidez en la parálisis o en la conspiración de sus adversarios; desembocaban, más temprano que tarde, en alguna invención de gobierno fuerte. Los gobiernos fuertes se despeñaban a su vez, rápidamente, en la dictadura, que daba paso a nuevas revueltas y a nuevas restauraciones republicanas, democráticas, federalistas, representativas.
Constituciones fueron y vinieron sin que se lograra resolver el problema central del gobierno que, es gobernar.
El dilema político fatal de nuestras nuevas naciones fue optar entre gobiernos fuertes y gobiernos representativos, entre poder central y poder federal, entre ejecutivos fuertes y ejecutivos acotados por los otros poderes. Se impusieron los caudillos y, al final, en todo el continente, los regímenes presidenciales, trasuntos del pasado monárquico.
El sueño, la necesidad, de gobiernos fuertes fue la gran tentación de las naciones hispanoamericanas.
El populismo del siglo XXI es el nuevo ropaje de aquel mismo sueño de gobiernos fuertes, por fuera de las instituciones. En muchos sentidos, es el sueño actual del gobierno de México.
Publicado en Milenio los días 18 y 19 de septiembre de 2019
Héctor Aguilar Camín
Escritor, historiador, director de la revista Nexos.
Su último libro: La dictadura germinal.
Crónica de la destrucción de la democracia mexicana
Editorial DEBATE, 2025