Leviatán Criollo. Constantes históricas del Estado mexicano. Es el segundo capítulo del libro Subversiones silenciosas publicado por Editorial Aguilar en 1993.

II. El patrimonialismo burocrático
Dicen los historiadores de la economía que un funcionario colonial novohispano podía regresar a su lar natal, luego de cuatro años de servicio en las colonias, con un modesto excedente de entre 1 y 1.5 millones de pesos. En 1715, el Duque de Albuquerque pagó al gobierno de Madrid 700 mil pesos plata sólo para escapar a las acusaciones de peculado en el desempeño de su cargo como virrey. (3)
Que la conquista española de América fuera impulsada por intereses particulares que apostaban su fortuna en la empresa, a cambio de las riquezas que pudieran obtener en ella, es el germen fundador de lo que sería más tarde el sometimiento de la administración colonial a los intereses particulares y la conversión de la administración misma en terreno de negocio y botín. La práctica imperial de fortalecer las finanzas de la Corona poniendo a la venta los puestos públicos, fue el mecanismo que convirtió el poder burocrático en bien patrimonial. La contracción de la economía metropolitana, la correspondiente urgencia de ingresos de la Corona y de los nobles peninsulares o los ansiosos criollos que tenían acceso a las subastas, sellaron a principios del siglo XVII esa tradición venal, que en su esencia perdura como uno de los ejes de la complicidad y la disciplina políticas del país. Bárbara y Stanley Stein resumen así aquel momento decisivo:
Mientras que en el siglo XVI los virreyes eran Grandes de España, nobles capaces, en el siglo XVII los Grandes buscaron los cargos coloniales por la oportunidad que estos ofrecían de darles fortuna personal a ellos, a los miembros de sus amplias familias y a sus clientes. En vez de imponer soluciones (…) lucharon por lograr un consenso entre los grupos conflictivos basándose en el cohecho, no en la equidad.
De esta manera, los poderosos intereses coloniales de hecho manipulaban a los virreyes que encontraban en el servicio colonial oportunidades económicas inexistentes en la metrópoli. Hacia 1700 el principal problema de la administración era cómo desligar a los virreyes de su rápida absorción por los intereses creados coloniales, con amigos influyentes en la corte y con grandes cuentas de gastos (…). Así, hacia 1700, los rasgos distintivos de la política colonial ya estaban bien establecidos. Los cargos públicos en todos los niveles eran considerados como un instrumento legítimo para promover el bien privado por encima del bien común. La monarquía, que se apropiaba parte del botín correspondiente al cargo del virrey, simbolizaba y legitimaba de hecho, la venalidad, fomentaba la corrupción y se mostraba incapaz de controlar los fraudes en los puestos públicos. Los gobiernos locales con sus funcionarios municipales, corregidores y sacerdotes, emergieron entonces como el poder político que fundía los intereses de riqueza, poder y prestigio de las élites del lugar. No cabía esperar, sino que el burócrata, armado con amplios poderes discrecionales y en intima conexión con los intereses locales, manipulara la legislación colonial para garantizar la permanencia del status quo. (4)
La descripción suena actual porque lo es, porque en esencia no ha faltado en la administración de México esa práctica prefigurada en el siglo XVII novohispano. No se habían registrado cambios, por lo menos, ya en el siglo XIX, a la hora del último virrey, José de Iturrigaray, de quien Lucas Alamán hizo un breve y explícito trazo:
Desde que fue nombrado virrey, su objeto principal no fue otro que aprovechar la ocasión para hacerse de gran caudal, y su primer acto al ir a tomar posesión del gobierno fue una defraudación de las rentas reales (…): introdujo sin pagar derechos un cargamento de efectos que, vendido en Veracruz, produjo la cantidad de 119 mil 125 pesos. Todos los empleos se proveían por gratificaciones que recibían del virrey, la virreina o sus hijos: alteró el orden establecido para la distribución del azogue a los mineros, haciendo repartimientos extraordinarios por una onza u onza y media de oro con que se le gratificaba cada quintal: en las compras de papel para proveer la fábrica de tabacos hacía poner precios supuestos, quedando en su beneficio la diferencia con respecto a los verdaderos que le era pagado por los contratistas. Con ellos consiguió Iturrigaray reunir un capital muy considerable que consistía en gran cantidad de dinero en oro y plata, alhajas y vajilla, y en más de cuatrocientos mil pesos (…) y esto no obstante que sus gastos eran muy considerables y excedían con mucho del sueldo de sesenta mil pesos que disfrutaba. (5)
La primera mitad del siglo XIX es en parte el escenario de esa vocación predatoria, en el marco de una crisis generalizada de las instituciones políticas. Abolido el manto unificador de la Corona y sus autoridades coloniales, apareció sobre el territorio independiente la profusa fragmentación de la sociedad real: una sociedad incomunicada, estratificada, escindida en gremios, cruzada por diversos fueros, regionalizada, sin otros poderes reales que los de la Iglesia y el ejército. Los factores contrarios a la implantación de un nuevo sistema de gobierno general en esas condiciones, han sido resumidos por Juan Felipe Leal, siguiendo un texto de Bulnes:
Los gobiernos de México no podían desagradar al clero, porque les compraba al ejército; no podían oponerse a los comerciantes y contrabandistas porque inmediatamente se sublevaban las guarniciones de Veracruz, Guadalajara, Mazatlán y Tepic; no podían suspender los pagos a agiotistas y usureros sin que se pronunciara la Ciudadela o arribara una flota extranjera a exigir reparaciones; no podían imponer contribuciones a los terratenientes o a los propietarios de fincas urbanas, sin que el ejército defeccionara en defensa de la inviolabilidad de la propiedad privada, y no podían pagar sus haberes al ejército sin obtener un préstamo de los agiotistas o del exterior. (6)
Pocas veces como en esos años el Estado fue tan claramente un terreno de paso para el logro descarnado de los intereses del transeúnte. Así lo planteó José María Luis Mora en los años treinta del siglo pasado, al intentar la explicación de la fiebre por tener un puesto público que él bautizó como empleomanía.
No es casual que, por encima de todo ese periodo, el personaje político dominante haya sido Antonio López de Santa Anna y el negociante mayor, un beneficiario directo de la desorganización y la corrupción de la administración pública, Manuel Escandón, a la vez agiotista, concesionario de la renta estatal del tabaco, contrabandista, suplente del Estado en el cobro de impuestos y en el reparto del correo y ganancioso contratista en la construcción del ferrocarril a Veracruz.
Las guerras de Reforma e Intervención (1861-1867) y el triunfo de las armas republicanas, dieron a la fachada anterior de Estado nacional una solidez política e ideológica que no había tenido. Pero no resolvieron sus hábitos patrimoniales. Los gobiernos de la república restaurada (1867-1876) fueron el caldo de cultivo de la primera generación de grandes propietarios porfirianos, que se alzaron como tales en la especulación con los bienes del clero y de las comunidades indígenas desamortizados por las leyes juaristas. Fue el origen de los apellidos porfirianos que execraría la revolución de 1910. Las posiciones dentro del Estado fueron entonces, como lo habían sido antes, palancas de acceso a la riqueza y los bienes que la desamortización iba liberando. Los treinta años de “paz y progreso” porfirianos (1876-1910), fueron testigos de la innovación definitiva dentro del patrimonialismo burocrático mexicano: la obra pública, la capacidad gubernamental de financiar con recursos del erario la construcción de caminos, escuelas, represas, calles, alumbrados, fraccionamientos, estatuas, palacios municipales y sedes oficiales. Por vía de resumen de lo que esta nueva línea de inversión significó dentro del porfiriato, se recuerda la anécdota de aquel gobernador, compadre de Díaz, que al año de estar en el puesto se dirigió al dictador lamentándose de llevar todo ese tiempo de esfuerzo sin que su caudal aumentara un centavo y llamándose por ello a decepción y engaño. Escueto y exacto, Díaz le telegrafió la receta para que su suerte cambiara: “Haga obra, compadre, haga obra”.
Ninguna obra mayor, en ese sentido, que la llevada a cabo por la Revolución Mexicana. Parece muy claro hoy que el espíritu unitario que anima la historia de México, por lo menos durante la Reforma, es el de la construcción de una economía debidamente incrustada en el esquema del capitalismo internacional. Resulta claro también que ese espíritu no ha tenido cumplimiento lineal ni ha podido dejar atrás tan fácilmente sus cargas populares precapitalistas. El Estado mexicano posrevolucionario es probablemente el espacio donde ese dilema pudo resolverse, en parte, para facilitar el tránsito. El hecho es que no ha habido mejor administrador de las pulsiones históricas precapitalistas del país que el Estado mexicano posrevolucionario. Tampoco ha existido mejor patrocinador del desarrollo capitalista. Esto último de dos modos: primero, ofreciéndole a las fuerzas que podrían construirlo estabilidad y control político de las clases que podrían oponerse, así como la infraestructura necesaria para su fomento y expansión; segundo, mediante una versión actualizada del patrimonialismo burocrático: la gigantesca transferencia de recursos públicos a manos privadas por vía del enriquecimiento de administradores públicos y gobernantes, riquezas que de un modo u otro vuelven a reciclarse en la economía, pero ahora para servir el desarrollo empresarial o financiero de sus detentadores.
Podemos llamar a todo ese impresionante fenómeno colectivo simplemente corrupción. Pero lo cierto es que ha resultado uno de los mecanismos históricos de capitalización y acumulación de una burguesía cuyo raquitismo habría sido aún mayor de lo que es sin esas transferencias públicas. Se diría que, en sus momentos de mayor ambición y consecuencias, la corrupción no es sino el espíritu de la apropiación capitalista incrustado en el sector público. Como tal, ha sido el origen de decisiones que modelan profundamente el futuro de una sociedad. Creo que puede decirse que vivimos un horizonte neoalemanista, aludiendo al gobierno del presidente Miguel Alemán (1946-1952), célebre en la imagen pública por su dispendio y su corrupción. La transferencia de recursos públicos a manos privadas de aquel sexenio, no se quedó en el simple enriquecimiento de los amigos y el patrocinador. Fue la expresión de un proyecto de país, de economía y de moral pública que ha venido cumpliéndose después con moderaciones y variantes, pero sin excepción. La decisión alemanista, por ejemplo, de construir una vía rápida a los terrenos que hoy son Ciudad Satélite y que luego fraccionó para venderlos una empresa de la que era copropietario es algo más que el expediente de un negocio privado, es una decisión que definió el modelo de expansión de la ciudad de México hacia el norte y su conurbación posterior hacia los cuatro puntos cardinales de la actual Ciudad Satélite.
El historiador John Womack se planteó el problema de la corrupción como fenómeno persistente, estructural diríamos, dentro de la Revolución Mexicana. Uniendo la machacona evidencia del tema al hecho de que, en vinculación con los revolucionarios, aparecieran una y otra vez los nombres de familias de la antigua burguesía decimonónica, apellidos de gente que era importante en 1830 y tenía nietos que seguían siéndolo en 1920, Womack llegó a una conclusión general:
Ese problema de inmoralidad, de corrupción personal, no resulta sólo un fenómeno revolucionario, sino una manera de efectuar ajustes entre burgueses. Las familias burguesas seguían siendo importantes; dejaron de tener injerencia directa en la política, pero quedaron metidas en ella. La corrupción, como problema estructural, puede ser la forma en que la antigua burguesía se asoció a los nuevos empresarios que encabezaban la revolución triunfante, la del norte. (7)
Aparte de sus ventajas como lubricante y cemento de las lealtades y las complicidades de la clase política profesional, la corrupción y sus altos ejecutores han sido instrumentos de la consolidación capitalista de México, agentes sucios o impuros de la vocación estable de los gobiernos de México de construir una nación civilizada e industrial, a imagen y semejanza de Francia o Estados Unidos, capaz de abolir sus inercias coloniales y cumplir otro de sus rasgos duraderos: su compulsión modernizadora.
(continuará)
3) Bárbara y Stanley Stein, op. cit. p. 79
4) Ibid pp. 72, 80.
5) Lucas Alamán, Historia de Méjico, México, Editorial Jus 1966, pp. 38-39.
6) Juan Felipe Leal, La burguesía y el estado mexicano, México, Ediciones “El Caballito”, 1972, p. 56.
7) Jean Meyer, John Womack, “Diálogo sobre historiografía de la revolución mexicana”, Casa del Tiempo, 3, noviembre de 1980
p. 5.
Héctor Aguilar Camín.
Escritor, historiador, director de la revista Nexos.
Su último libro: La dictadura germinal. Crónica de la destrucción de la democracia mexicana.
Editorial DEBATE, 2025.