Conversaciones con el arcano (1)

CONVERSACIONES CON EL ARCANO

—Los fantasmas recuerdan
—Tiran cosas
—Abren ventanas
—Sacuden camas
—Arrastran cadenas
—Los fantasmas recuerdan mal
—Se confunden
—Hablan cortado
—Viven en casas viejas
—En balcones desaparecidos
—Son tímidos
—No se dejan ver
—Eligen a sus testigos
—Huyen de sus testigos
—Dice el poeta
—En una realidad más estricta
—¿No seríamos fantasmas?
(Fantasmas en el balcón)

Hubo el día en que los ovnis visitaron la ciudad. Los habitantes de la casa fueron a dar fe del hecho como los otros miles que ya estaban ahí cuando ellos llegaron al Ángel de la Independencia, en el Paseo de la Reforma. Todos o casi todos miraban al cielo, viejos, jóvenes, niños, abuelitas con sus hijas y sus nietas, gente en silla de ruedas, vendedores ambulantes de todas las bisuterías del universo, y un teporocho que gritaba: “El mundo se va a acabar y a mí me la va a pelar”. Todos mirando al cielo, como digo, el teporocho y los vendedores incluidos, aunque menos concentrados que los demás, en espera del cumplimiento del augurio. Oh los augurios.
Los primeros ovnis que hubo en la cabeza de los habitantes de la casa llegaron retratados en el magazine de policía favorito de Alatriste, donde los editores habían desplegado unas fotos concluyentes, junto con el testimonio de una pareja que había sido sorprendida al anochecer, en un lugar llamado Desierto de los Leones, que no era desierto ni tenía leones, por la luz de un cuerpo flotante, alargado, detenido justo encima de ellos, de cuya escotilla cintilante había salido una invitación a que subieran, una invitación sin palabras, infusa, telepática, pero hecha de modo tan suave y convincente que era imposible negarse. Los declarantes no podían recordar bien lo sucedido a continuación, sino que estaban de pronto suspendidos en el aire, en el centro del chorro de luz que el platillo como que orinaba por su escotilla y, sin poder explicar cómo, ya iban subiendo, levitando propiamente, hacia el ojo de luz del objeto hospitalario. La luz los había cegado del todo al llegar a la boca de la escotilla, al tiempo que los invadía una alegría indefinible, sobrenatural. No podían decir exactamente cómo, pero a partir de ese momento había empezado un viaje maravilloso del que sólo podían recordar, nuevamente, la alegría y la luz que los bañaba en el trayecto, al cabo del cual volvieron en sí, por así decir, en el mismo lugar donde habían estado besándose desnudos y borrachos (esto no lo decía la crónica, lo agregaba inquinosamente Lezama), y no tenían de su viaje otro recuerdo que aquella misma alegría sin límites, además de un dibujo que les habían dejado los visitantes, el esbozo a carboncillo de un ser bajito, enano se diría si no fuera por no ofender, pero inconsútil, de hecho un ectoplasma, con ojos de perro de aguas y cabeza de hongo boletus, sostenida en un cuello como un tallo de hongo boletus sobre unos hombros delgados en un cuerpo delgado de brazos delgados y dedos delgados, cuya copia reproducía el periódico en prueba del aserto de los viajeros. La noticia era que los viajeros habían viajado a un lugar distinto al nuestro, tanto, que no podían decir palabra de él, comprobando con ello que un mundo nos vigila, como decía entonces un perturbado programa sobre los ovnis al que los machos masturbines nunca habían prestado atención. En los días que siguieron a la publicación del reportaje, la redacción del magazine de policía había sido sepultada, según a propia redacción, por un alud de testimonios semejantes, venidos de lectores innumerables, de toda clase y condición social, que referían una experiencia parecida pero añadían, muchas de ellas, haber escuchado de los visitantes la promesa de que, muy pronto, se dejarían ver en el cielo de México, elegido entre todos los cielos de la Tierra para aquella aparición. Esa fue la noticia que despertó en Lezama la idea de emprender una indagación a fondo del suceso, a poco de iniciada la cual Lezama supo que los únicos ignorantes del hecho descomunal que se cernía venturosamente sobre nuestros cielos eran ellos, los machos masturbines, pues las noticias sobre los ovnis llevaban mucho tiempo azotando la imaginación de la república, no se diga la de la ciudad. Se hablaba en todas partes de los visitantes extraterrestres y de los objetos voladores no identificados, se hablaba en los noticieros estelares de la radio, en las primeras planas de los diarios, en las casas, en el fragor parlante de oficinas y cantinas, en los moteles de exhaustos amantes reanimados por la nueva, se hablaba con una frecuencia y una naturalidad desbordadas , suficientes para mostrar a los naturales de la casa cuán lejos estaban sus obsesiones de las de su ciudad, y lo tarde que llegaban a la sabiduría de tantos. Retardados como iban, distraídos de más por la caza de mujeres que no podían alcanzar, los habitantes de la casa nunca pudieron entender cómo aquel saber profuso y descorcholatado había adquirido al fin la forma de una necesidad, de una esperanza, de una ensoñación colectiva, ni cómo del concierto de aquellas emociones imperiosas pero difusas había nacido, monda y lironda, una fecha exacta, la venturosa fecha en que tendría lugar el desfile de los ovnis sobre la ciudad, el día en que volarían sobre nuestro cielo dos mil naves de otro mundo, en una ceremonia de despedida, luego de habernos observado por un tiempo indefinido de entre dos décadas y cinco mil años.

—¿Ustedes creen en los ovnis? —preguntó Lezama a sus amigas, las psicólogas del café blanco de la Ibero, donde se reunían a hablar del oscuro doctor Freud.
—Yo vi uno —dijo la primera.
—Hay fotos –dijo la segunda.
—Jung estudió todo eso —sentenció la tercera—. Los ovnis no son más que emanaciones del inconsciente colectivo.
Lezama tuvo el impulso de echársele encima y besarla desde las plantas de los pies hasta el nacimiento de la frente, como se besaban las estampitas de la Virgen de Guadalupe, pues nada había oído en esos días tan cercano a la explicación científica de los misterios del cielo, ni que hubiera sembrado en él tantas ganas de levitar y la esperanza de levitar algún día.
A través de su investigación, Lezama vino a saber que, por segunda vez en la historia conocida por el hombre, alguien había elegido nuestro suelo y nuestro cielo como destino, siendo la primera vez aquella en que una virgen se le apareció en un cerro, detenida en el aire, al más humilde de sus hijos, sellando con aquello su propósito de hacer con ésta lo que no había hecho con ninguna otra nación.
—¿De la Virgen a los Ovnis? —saltó el agrio Alatriste, al oír las conclusiones de Lezama—. Han abaratado mucho la mercancía.
—No se burlen del pueblo bueno, cabrones —dijo Morales, que era un político en construcción.
—Pueblo bueno tira a pendejo —legisló El Cachorro.
Ni Alatriste ni Gamiochipi ni Changoleón emitieron palabra.
—No puedo creer tanta indiferencia —estalló Lezama— Aunque sea ríanse, cabrones. ¿No se dan cuenta?
No se daban.
Lezama recogió sus notas y decidió sumirse más en la investigación de los ovnis y sus misterios, camino a la fecha prometida de su desfile por los cielos. El desfile estaba previsto para dentro de dos meses aproximados y cuatro días exactos. Lezama se volvió miembro activísimo del coro de lectores y repetidores de noticias sobre los ovnis, y alcanzó a saber en unos días todo lo que se podía saber de ellos, los avistamientos múltiples, las fotos, los testimonios borrados de la Nasa, y sus apariciones preferenciales en nuestra patria, pues habían sido vistos en el cielo de Tijuana, de Ensenada, de Veracruz (Puerto), de Nuevo Laredo, de Tacámbaro y de Cuernavaca, ésta última proféticamente, pues había sido en presencia del secretario de Gobernación, que sería luego presidente. Habían aterrizado también, una vez, en Zacatenco, en la cancha de prácticas de futbol americano de los Burros Blancos del Instituto Politécnico Nacional, en la Ciudad de México. Sobre todo, habían dejado tras de sí un reguero de testimonios de mexicanos de a pie, inducidos por las naves a subir para darles una vuelta por el rumbo de aquellos seres inmateriales, luminosos, que observaban desde hacía algún tiempo, con el alma en los pies, lo que llamamos nuestra civilización, las planas de palitos de nuestra civilización, el triste espectáculo moral de nuestro músculo cardiaco, sólo un pozo de envidias; de nuestra máquina biliar, un bazar de iras; de nuestras glándulas reptilianas, botica de discordias. Todo era distinto en el mundo de luz y armonía a que pertenecían aquellas naves y que nos observaban por segunda vez, habiendo sido la primera miles de años atrás, cuando vinieron también para enseñarnos a construir pirámides, a sembrar maíz, a leer los astros, luego de lo cual se habían ido para dar tiempo a que todo aquello germinara, pero no, nada había germinado sino nosotros, y por eso volvían ahora, miles de años después, y qué encontraban, nada: más coches, aviones, la píldora anticonceptiva, los presidentes mexicanos, pero de ahí en fuera el mismo paraíso despilfarrado, la misma ruina en marcha de la especie humana, que podía ser especie pero desde luego no era humana. Oh Darwin.
Todo esto aprendió Lezama de los ovnis durante su investigación y una noche, en lo alto de un viernes de chupe en la casa, volvió a dirigirse a los no muy atentos bebedores que lo oían para exponerles sus hallazgos, cuya cuenta terminó con lo que podría considerarse una arenga cívica:
—Lo que quiero que piensen, cabrones, es que todas estas mamadas andan circulando ahora mismo en la cabeza de millones de cabrones en este país.
—Pan y circo de la burguesía —dijo el cada día más ideológico Alatriste—. Ya no les alcanza con la religión, ahora traen los ovnis. Todo eso lo va a acabar la revolución.
—No mames, cabrón. ¿Cuál revolución? Estamos todavía padeciendo una.
—Hablo de otra revolución.
—¿La que vas a hacer tú, cabrón? —dijo Lezama—. Buena suerte. Pero mientras eso llega, este país está asentado sobre otro país que es un basural de pendejadas. ¿No entienden esto?
—Entendido y apuntado —dijo El Cachorro—. ¿Otro trago?
—No, cabrón. Ustedes creen que el basural de las pendejadas no los toca, pero somos parte del basural. Todos traemos un ovni adentro. Estamos parados todos en la superstición y la mierda. Y no es que haya un mundo sin superstición ni mierda, sino que está mezclado todo y nosotros somos la mezcla, y eso somos, y me jode haberlo descubierto a través de los pinches ovnis.
Nadie se tomó a pecho el discurso de Lezama, pues en aquellos años, con la excepción de Alatriste, a los machos masturbines les daba por todo menos por querer arreglarle la cabeza a la república. De modo que la vida siguió su curso como si nada. Aunque la nada… Oh Sartre.

(continuará)

 

Fantasmas en el balcón. Literatura Random House 2021

 

Héctor Aguilar Camín.
Escritor, historiador, director de la revista Nexos.
Su último libro: La dictadura germinal. Crónica de la destrucción de la democracia mexicana.
Editorial DEBATE, 2025.

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Publicado en: Mientras pasa la historia

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