
Edenes perdidos, 3
Morales era hijo único de una madre abandonada por un vividor marido español, sólo una entre los dos o tres millones de madres abandonadas de la república, pero era la suya. Había penado la ausencia de su padre durante toda su corta vida y escondido su vergüenza por la soledad culposa, acaso culpable, de su madre. No era esa una pena que afligiera a su madre, sin embargo, sino un timbre secreto de su orgullo, pues a partir de aquel abandono no había vuelto a sentir sobre sus hombros la opresión de tener marido y soportarlo, característico de las mujeres que no pueden vivir sin hombres. Ella sí. No había complicidades ni servidumbres con los hombres en su corazón. Y había sido la estricta, aunque ineficiente pedagoga de un hijo al que supo desde muy temprano tan suelto, dispendioso y encantador como su padre. La figura que saltaba a la cabeza y al corazón de Morales, cada vez que los impulsos de la sombra del padre lo llevaban a equivocarse, era la faz riente y cabrona de su madre diciéndole: “Si no quieres que se sepa, mi hijito, no lo hagas”. Como una rama torcida de aquella pedagoga recta, tolerante en sus efectos prácticos sobre la conducta de su hijo, pero risueñamente inflexible en sus principios, Morales no tenía ilusiones sobre ninguna muchacha. Le gustaban las mujeres mayores que él, mujeres que lo regañaran como mamás, pero aguantaran sus pecados como hermanas mayores, sin que hubiera tenido hermanas. Buscaba en las mujeres la madre tierna que creía no haber tenido, aunque era lo más tierno que había tenido. El hecho es que sólo le gustaban de veras las mujeres mayores que él, y era en esto un adelantado de los delirios por la mujer madura inherentes a los habitantes de la casa. Había en Morales el lado ascético de su madre y el lado embaucador de su padre desconocido, gustoso de mundo, que lo hacía resumir sus principios de aquellos tiempos, anteriores al Terremoto, en dos postulados maximalistas: beber licores adulterados y bailar con mujeres desconocidas.
Por sus nexos con el misterioso Mayor Pinzón, Morales se había conseguido un increíble trabajo de inspector de lecherías en la populosa zona del Peñón, cerca del aeropuerto, donde el gobierno había creado una red de venta de leche a bajos precios para las clases populares. La venta empezaba al amanecer en expendios habilitados al efecto y en tiendas ya existentes, cuyo funcionamiento diario Morales debía vigilar para evitar abusos. De modo que salía de la casa frente al parque todavía de noche, a las cinco de la mañana, y a las seis empezaba su rondín por los expendios lecheros, para terminarlo a las ocho, luego de haber rehusado todas las ocasiones de unto o mordida que el Mayor Pinzón le había recomendado aceptar para empezar a hacerse, le dijo, de un legítimo patrimonio. Las ocasiones de unto o mordida venían de que los expendedores le ofrecieran dinero por dejarlos despachar litros de 900 mililitros, o por conseguirles cuotas mayores a las autorizadas o por dejarlos vender parte de la mercancía en un mercado negro donde el precio oficial de 1.30 pesos el litro se tornaba en 1.80, 2.00 y hasta 2.30 pesos el litro. Sabio de números, El Cachorro había hecho una vez la lista de los ofrecimientos rehusados por Morales en una semana, durante aquellas rondas de inspector de leches, y había traducido a pesos la cuenta del unto indevengado, y convertido los pesos a equivalentes botellas de ron, botellas de cerveza y cajetillas de cigarros, dando por resultado que Morales había no recibido en una semana tanto como 23 botellas de Bacardí blanco, o 37 botellas de Ron Batey, o 45 paquetes de cajetillas de cigarrillos Raleigh con filtro, o 77 cajetillas de Delicados sin filtro; o 38 cartones de seis cervezas Victoria, o 29 cartones de Bohemia, la más cara del mercado.
—Si tuviéramos que empedar cada semana a un sector de la colonia en que vivimos —había concluido el Cachorro—, en seis semanas la empedaríamos toda con la lana que no has recibido.
Pero Morales había pasado con impavidez masónica por aquellas tentaciones del imperfecto mundo material, lo cual le había valido en el circuito lechero del Peñón un prestigio digno del Mahatma Gandhi, lo que quiere decir que lo saludaban con respeto los lugareños al cruzarse con él, mientras hacía cada mañana su ronda de inspector por las calles del Peñón, calles muy jodidas, hay que decirlo, calles sin banqueta ni pavimento, de interminables y ambiciosas casas feas, todas de mampostería, todas hechas a mano, a cuchara y plomada, por los propios habitantes del Peñón, todos albañiles de nacencia, todos infectados de fe en el futuro, pues no había una sola de aquellas concentradas fortalezas de cuatro por cuatro metros que no tuviera puesta en el último ladrillo de las esquinas de sus techos unas guías de alambrón anunciando la cimbra del siguiente piso. Oh qué cosas dignas de ver casa por casa eran las calles del Peñón con sus penachos alambrones buscando el cielo.
Morales gozaba de una popularidad cuasi bíblica entre el buen pueblo noble, pobre y cabrón del Peñón. No tomar mordidas ni aceptar cochupos siendo inspector del gobierno le había dado fama milagrosa de justo entre pecadores, de honesto entre rateros, y circulaba por aquellas calles de ceño duro, saludando de voz o de mano a quien se cruzaba con él, como candidato popular en campaña. Había puesto de moda entre la plebe del Peñón varios dichos, entre los cuales el narrador omnisciente recuerda y subraya su frecuente saludo callejero: “Que le vaya bien, cuídese aquellito”. Todo el mundo reía ante la invocación de Morales, sintiéndose amigablemente descubierto y disculpado en su aquellito.
Morales solía terminar su rondín de inspector de leches en el comedero Pisa y Corre, de Lucha la Joven, hija de Lucha la Grande, una cocina popular con mesas de latón que empezaba a atestarse al amanecer. Lucha La Joven le daba gratis de desayunar, nunca quería cobrarle, aunque él siempre le dejaba el pago en la mesa. Al día siguiente, o el día que volviera, Lucha la Joven le ponía en la mesa un papelito de estraza donde había apuntado con la punta fina de un lápiz la suma de pagos que Morales había dejado y ella le tenía en una cuenta a su favor. Y le decía: Tiene esto fiado por pagado, Curro, dígame qué le pongo. Lucha la Joven decía “le pongo” por decir qué le sirvo de desayunar, y le decía “Curro” por decirle guapo, niño, torero, gachupín, vago, vividor. Al entrar a la fonda, Morales saludaba a Lucha la Joven con la gratitud de un novillero hambreado, luego de su primer par regular de banderillas. Sus bigotes de morsa sonreían solos y hacían sonreír a los demás, y desde luego a Lucha la Joven, una gordichuela acelerada, infatigable y despierta, más activa que la actividad. Atendía el comedero Pisa y Corre yendo y viniendo entre las mesas con levedad de bailarina, siendo más llena, de nalgas grandes y brazos inteligentes, capaces extender sobre las mesas con la mano derecha, los platos que traía de la cocina puestos sobre el antebrazo izquierdo, platos de quesadillas o huevos revueltos o longaniza frita, que Lucha la Joven pasaba sobre las cabezas de los parroquianos con una gracia de equilibrista que dispersaba una alegría milagrosa. Oh Lucha la Joven, la laboriosa Lucha del Peñón. Llevaba la melena negra atada con cintas hacia arriba, formando un cucurucho de dos pisos que habría envidiado Carmen Miranda. La torre inverosímil de su pelo era también una forma de la alegría y hacía reír a todos, como los bigotes de morsa de Morales. Oh las afinidades capilares.
Apenas veía entrar a Morales al comedero, Lucha la Joven empezaba a hablarle, sin perder el paso de su trajín entre las mesas: Ya llegaste, Curro, con que qué te voy a agasajar, a lo que Morales contestaba: Cualquier cosa rápida, doñita, a lo que Lucha la Joven respondía: Lo que quieras, Curro, aquí estamos para ti, y le daba a escoger por hablado chicharrones en salsa verde, memelas con costilla, o sus celebrados huevos rancheros, a sabiendas de que en todos esos platos le traería siempre al Curro algo más, un cuero más de chicharrón salseado, tres huevos rancheros en lugar de dos, o una costilla más larga, casi doble, todo lo cual, hay que decirlo, Morales pagaba y Lucha la Joven apuntaba hasta la siguiente vez, en que Morales llegaba y Lucha la Joven le decía: Ya llegaste Curro, qué te pongo, etcétera, hasta que un día Morales respondió: Póngame cualquier cosa de entrada por salida, doñita. ¿De entrada por salida, Curro, o de metida por sacada?, preguntó Lucha la Joven, a lo que Morales respondió, con malicia tlaxcalteca, De las que sean su voluntad, doñita, a lo que Lucha la Joven dijo, en el mismo logaritmo de malicias: De las primeras te sirvo ahorita, Curro, pero de las segundas tienes que venir al rato, cuando mengüen estos méndigos, y señaló con un tiro por elevación de la cabeza a los abundantes parroquianos. Porque tengo que prepararlas, siguió, y no tengo tiempo ahora para eso. Sabrá dios cuántos parroquianos entendieron estos intercambios gongorinos de Lucha la Joven y el Curro Morales, pero desde luego ellos entendieron lo que hablaban, o al menos lo entendió Morales, que se presentó en el Pisa y Corre esa misma mañana, pasado el trajín de los desayunos, es decir, como a las diez de la mañana, antes de que empezaran los ajetreos del lonche, y encontró a Lucha la Joven sola, con una ayudanta en la cocina, ayudanta a la que Lucha la Joven despidió, acompañándola gentilmente hasta la calle, para trancar luego la puerta de tubos blancos del Pisa y Corre y llamar a Morales con un ven del brazo hacia el cuarto de atrás, separado del resto del recinto por una cortina luida de estampados rojos. Morales siguió los pasos ondulantes de Lucha la Joven hacia el cuarto que estaba detrás de la cortina, donde Lucha la Joven le dijo: Ay Curro, qué me vas a hacer, mientras se alzaba de un tirón el vestido y dejaba ver sus cachondos calzones negros y sus pechos de matrona sin sostén, Qué me vas a hacer, mientras le quitaba el suéter a Morales de otro tirón por la cabeza, Qué es eso que me dices de que de entrada por salida, Curro, y de metida por sacada, mientras se colgaba del cuello de Morales y le daba un beso de su boca grande, húmeda, fresca como un manantial. ¿Qué me vas a hacer, Curro, dime: qué me vas a hacer? ¿Me vas a desgraciar? Ay, Curro. Ven, déjame verte. ¿Qué es eso, Curro, qué es eso? Qué guardadito te lo tenías, Curro. Ven, pónmelo aquí. No, así no. Así, encima mío. Así. Así, Curro. Ahí. Ay ahí, Curro. Ay Dios, ay Virgen mía, ay madre de mi alma, mira lo que me está haciendo el Curro, Virgen de Guadalupe, milagro del Tepeyac, qué me haces Curro, qué me haces, me vas a desconchinflar. Desconchínflame, Curro. Desconchínflame. Que la virgen te bendiga. Bendice al Curro, virgen de mi alma. Soy muy mala Curro, por qué digo esto. Dime que te gusto. Dime que soy tu Virgen del Tepeyac. Me matas, Curro. Me estás matando. Me estás matandooooo!!! Curroooo!!!
Morales sintió a Lucha la Joven retorcerse primero y distenderse después bajo su cuerpo, como en un vahído, y sintió luego cómo todo aquello se resolvía en torno a su modesto pito en un estertor hirviente que lo apretaba y lo soltaba, lo apretaba y lo soltaba, a la manera de la sístole y la diástole que se reputan características del corazón. Y eran en efecto la sístole y la diástole del corazón alterno, humilde, oscuro, desaforado, de Lucha La Joven. Morales salió del Pisa y Corre bendecido por los modos y los besos finales de Lucha la Joven, y caminó como sobre una nube hacia la tienda de materiales de construcción que tenía don Matías Bedoya, en un extremo del pueblo del Peñón, al que Morales iba normalmente a tomar café porque el dueño, don Matías, era tlaxcalteca y decía recordar algo del padre español de Morales, desconocido hasta el último detalle para él. Y sucedió aquel día, como sucede tantos otros en beneficio de los narradores omniscientes, que don Matías estaba festejando unas ventas record de su tienda de materiales para el pueblo de El Peñón y le dijo a Morales que se aprestara a celebrar con ellos, siendo ellos don Matías, su secre Lucy, y los catorce empleados de su tienda. Les tenían dispuesta, dijo don Matías, una comida de carnes varias, asadas y fritas, con tortillas de maíz y tortillas de harina, en un restorán cercano al aeropuerto, donde comerían hasta hartarse y beberían hasta ponerse medios bolos, pero sólo medios, pues don Matías no quería estimular en sus empleados el pernicioso hábito de beber. Morales se sintió aludido por el puritanismo de aquella prevención, él, que no era capaz sino de beber al primer llamado de la suerte, pero aceptó gustoso la convocatoria, porque sentía que aquella mañana le había pasado algo grande en la vida, y no podía pensar en nada mejor que beber para recordar y olvidar lo que le andaba en el alma, todavía envuelto en la alucinación de su lucha mañanera con Lucha la Joven.
Y fue así como en el coche destartalado de don Matías, con Lucy en el asiento de atrás, Morales se dejó llevar al restorán llamado Cabo Cañaveral, a unas cuantas cuadras del Peñón, dispuesto a despegar ahí como cohete espacial, entre los tragos que iba a tomarse y el recuerdo embriagador de los brazos de Lucha la Joven.
Al mediar la comida lo envolvían ya los humos del alcohol, los olores de las asadas carnes homéricas, las músicas de cumbias que eran ritmos adoptados del Peñón y que los dueños de Cabo Cañaveral repetían en sus bocinas como invitación a sus vecinos del Peñón. Morales se paró a bailar aquellas cumbias con la secretaria de don Matías, y luego con una muchacha de la mesa vecina que se fue enganchando con su meneo, porque Morales, en medio de sus bigotes de morsa, bailaba con maestría plebeya aquellas tonadas, y tenía la cintura estrecha y las nalgas españolas bien puestas, de modo que giraba alrededor de sí mismo insinuando bien lo que insinuaban sus nalgas cumbancheras, y sus piernas proporcionadas, y su sonrisa de morsa, de modo que el conjunto de sus dones era invitador y risueño. Morales tenía desde joven el don de chupar y olvidar, chupar y seguir, chupar y olvidarse del mundo en que estaba, a la búsqueda de otro, es decir que era un alcohólico en ciernes en busca de otro mundo, lo cual explica retrospectivamente por qué, sin saber bien cómo, aquella tarde de tragos en el Cabo Cañaveral se volvió para él una noche de seductores desconocidos, en cuya corriente se metió, como tantas veces, sólo por la alegría del alcohol y la libertad sin rienda de haber bebido. Un ricacho de una mesa vecina le dijo a Morales mientras bailaba frente a él: “Eres muy chistoso, cabrón, cuando acabes con los de tu oficina vente con nosotros”.
Cuando don Matías levantó el campo y agradeció a su tribu y a Morales la comida que él había pagado, Morales se despidió de todos en la puerta del restaurante pero regresó al baño a ejercer una de las meadas épicas que le daba el alcohol. Cuando volvió entre las mesas, saciado, lleno de sí pero rodeado en su epidermis por unas ganas de fiesta que lo ahogaban, el ricacho de la mesa que lo había invitado mientras bailaba lo invitó de nuevo a beber con ellos. Y Morales fue.
Eran muy distintos los comensales de la nueva mesa, nada que ver con el modesto festín de triunfo de la modesta tienda de don Matías Bedoya, sino que había en la nueva mesa gente con relojes de oro y collares dorados y atuendos de cuero y de gamuza delgada, como la chamarra que portaba el ricacho que invitaba a Morales, un calvo rechoncho y joven que lo recibió refrendándole su simpatía:
—Eres muy gracioso, cabrón, nadie que quiera empedarse a gusto puede dejar de invitarte. ¿Cómo te llamas?
A lo que Morales respondió:
—¿Nombre propio o nombre impropio?
Su invitador estalló de risa, proclive como era a reírse de más.
Morales bebió cubas mientras la mesa bebía wiski y coñac, y los hizo reír hasta la hermandad.
Fue ahí donde Morales, al final de su día de gloria, embutido de carnes y alcoholes, hizo su famoso discurso del equilibrio de los pecados, que ha quedado inscrito en la historia de las relatividades de la moral y las imperfecciones de la perfección.
Fue aproximadamente como sigue:
—Salvo matar, señores, todos los pecados pueden ser virtudes. Una buena mezcla de pecados es mejor que una mala colección de virtudes. Y más fácil, amigos, porque hasta el más pendejo sabe que es más sabroso pecar que no pecar. Coger es más sabroso que no coger, y cogerse a la mujer de otro es más sabroso que coger a secas, porque cogerse a la mujer de otro son dos pecados en uno: coger y otro robar, lo que se llama robo de uso. Si conoces al otro y es tu amigo, entonces son tres pecados, la perfecta trifecta pecadora: coges, engañas a tu amigo y te robas a su mujer. Muy ojete, nadie quiere ser así de ojete. Pero así somos. La pregunta es cómo se puede ser menos ojete. ¿Aguantándose las ganas? Eso dice la Iglesia, pero nadie se aguanta. La respuesta es otra: hay que pecar más de todos lados.
—No mames —dijo un barbón de la mesa.
—Más de todos lados, líder —se impuso Morales—. Digo: el día que quieras cogerte a la mujer de tu amigo, en vez de cogértela, comes y te empedas. Es decir, pecas de gula. Al otro día amaneces crudo y eres un fardo. La gula te ha traído a la cruda, la cruda a la güeva, que es el pecado de pereza. La gula y la pereza se han chingado las ganas de cogerte a la mujer de tu amigo, se han chingado tu lujuria. O sea, que los pecados se chingan a los pecados, amigos: la güeva se chinga a la lujuria, pero la lujuria se chinga la güeva, porque si quieres coger, no puedes echar la güeva. Otro pecado capital, jefes, la codera, que es la avaricia, se chinga a la gula, a la cogedera y a la güeva. Porque coger, comer y güevonear es caro, líder. Si comes y bebes y coges de más, pagas de más. La avaricia por su parte corrige la güeva, porque si no trabajas, no ganas. Corrige también la bebedera y la cogedera, porque coger y chupar cuesta, jefes, ya lo dije. Y al revés también: las ganas de beber, de comer y de coger corrigen la codera, porque si no gastas no tomas, ni comes ni coges, jefe Otro pecado grave en la vida es encabronarse. Es un pecado cabrón, la ira. Puedes llegar a matar si te encabronas, pero la ira se cura también con otros pecados. Por ejemplo, cogiendo, comiendo y güevoneando. Si coges y comes, tu ira se va a la chingada. Y si eres güevón, no se diga. Al revés también: si te encabronas de más, coges de menos. O sea que el que coge más se encabrona menos y el que se encabrona de más, coge de menos. Y esta es la regla de la buena vida, amigos, pecar de todos lados. Y cuando te toque la de llegar con el aburridísimo San Pedro a las puertas del cielo, San Pedro se va a ir de nalgas contigo, se va a morir de envidia el cabrón, porque te va a ver que tocas a su puerta, bien cogido, bien comido, bien bebido, bien güevón y bien riquillo convertido por tus pecados en el mismísimo santo pecador. De los santos pecadores es el reino de los cielos, mis amigos. De modo que, como dijo la Muda: ¡Pecadores del mundo: diversificaos!
—Pinche genio, cabrón. —dijo el pelón barbado que invitaba—. Oigan a este pinche genio.
Lo siguiente que hubo en la cabeza de Morales al día siguiente fue la cabeza del pelón barbado que le hablaba de la vida en un lugar llamado Gitanerías, muy lejos del Peñón, pero muy cerca del parque del general San Martín, frente a la casa de Morales. En aquella escena el pelón, joven, rico y echador que lo había invitado le decía, completamente borracho: “Esa gitana que tapatea en el tablado, mi amigo, ya me arreglé con ella. Me la voy a coger en un lugar que tengo aquí en la esquina. El problema que tengo es el coche en el que vinimos de allá del aeropuerto, porque estoy tan pedo que no puedo manejar, así que te pido esto, como hermanos que ya somos. Maneja tú, me llevas con la bailaora al leonero, y luego te llevas el coche esta noche y me lo devuelves mañana”.
El coche era un Impala rojo convertible con aletas traseras en forma de mantarraya. Hay versiones encontradas sobre lo que dijo el pelón barbado en realidad, pero es un hecho que Morales salió el Gitanerías con las llaves del Impala en la mano, y fue o no a dejarlo con su bailadora al leonero cercano, pero se llevó el Impala y no teniendo otro lugar a donde ir sino a su casa fue y lo estacionó en la entrada, frente al parque San Martín, fundamentalmente para no tener que caminar en la noche sino los pasos que le faltaban para llegar a su puerta, subir la escalera y echarse a dormir en su cama de siempre, a la que le habían cambiado las sábanas ese sábado y a las que Morales volvía al amanecer del domingo, con lo que se quiere sugerir que las sábanas olían todavía a limpio y no a él.
De lo que sucedió con el Impala hablaremos después. De lo que sucedió con Morales la mañana siguiente podemos decir ahora que despertó desnudo, envuelto en el olor de las sábanas limpias que olían al olor de los brazos morenos de Lucha la Joven.