
Nunca se habían sentido cómodos en aquella casa y empezaban a tomar confianza pero antes de empezar diálogo alguno con las diligentes presencias que los rodeaban, se abrió la puerta de la salita y reapareció el Hijo del Presidente, con un brillo en la mirada, dispuesto a conversar. Pinzón dispersó con un golpe de ojos negros a las bellas que rondaban y la salita quedó libre para la conversación del Hijo del Presidente, a la que sus acompañantes no podían negarse, como se dieron cuenta de pronto, pues ni tenían dinero ni tenían poder y aunque lo hubieran tenido, eran presos tácitos, servidores forzados pero voluntarios, del poder inmaterial del poder, ése que los envolvía sin envolverlos, los sometía sin someterlos, los obligaba sin obligarlos, dejándoles ni siquiera el recurso del agravio, el rechazo o la rebelión. Nada de eso, no, sólo esta nata pendeja ,obligatoria , del Hijo del Presidente que quería platicar de sus temas luego de cogerse a la puta de sus gustos. Oh las putas. Oh la inigualdad. Oh el poder.
El hijo del presidente pidió un vaso de agua fría al mesero que le ofrecía champaña. Luego invitó a los machos masturbines a sentarse en su torno y dijo algo así como:
—Hay la realidad material, que representa este sitio, y hay la realidad espiritual que está en nosotros. Todos somos llamados por el mundo material, pero lo que verdaderamente nos llama es la voz inmaterial de nuestro espíritu, eso que está oculto en nosotros, esperando despertar.
En ese momento fundamental de la disquisición se abrió la puerta de la salita y entró una muchacha con vestido guinda de tirantes, estraples y flecos en las rodillas rubicundas. El Hijo del Presidente la miró y quedó turulato con aquella presencia, debido a lo cual dijo:
—Me disculpan.
Se paró entonces, se acercó a ella, le puso enfrente su perfil y su frente como concertando una pasión inicial o una vieja, renovada, luego de lo cual la tomó del brazo y salió de la salita palpándole las nalgas.
Lezama siguió sus pasos y los vio subir otra vez por la escalera de granito blanco hacia las altas recámaras de la casa. El Mayor Pinzón fue a cerrar la puerta y les dijo que pidieran otra vez lo que quisieran, salvo lo que hubieran podido querer: unas chamacas. La verdad es que los machos masturbines estaban tan fuera de sí por el espectáculo inesperado de la noche, que apenas alcanzaban a pensar siquiera en lo que realmente querían. Pidieron otras cubas y conversaron entre ellos, pero en realidad no conversaron porque estaba de pie a sus espaldas, erguido como un pino, el Mayor Pinzón, el custodio del Hijo del Presidente. Tenían la impresión de que aquel custodio los odiaba porque su custodiado había hecho demasiadas estupideces frente a ellos y se había mostrado estúpido de más. Morales entendió esta molestia en la rigidez de pino del Mayor Pinzón y se acercó a él diciéndole:
—Mayor, esta es la mejor velada de nuestra vida.
Pinzón le dijo:
—No de la mía.
Morales abundó:
—No somos nadie, mayor. Aquí estamos echados en esta sala con el pizarrín erguido mirando a ningún lado.
Pinzón contuvo una sonrisa.
—Habiendo tanto jardín donde retozar —siguió Morales.
—Imposible dudar de eso —dijo Pinzón, con ceño militar.
Morales entendió que había tocado una grieta en su coraza y dijo:
—Todos nos hemos enamorado, Mayor, de alguna de estas pinches viejas en las únicas dos veces que hemos estado aquí.
—Sólo dos veces —precisó Lezama.
—Sólo dos veces, Mayor —siguió Morales—. Y sin un quinto en la bolsa. Sólo mirando los aparadores para recordar al menos una curva y hacernos justicia por propia mano
—Entiendo su impulso —empezó a reírse Pinzón—. Pero yo no estoy aquí para eso.
—El que se ríe se lleva, Mayor —dijo Morales—. Sólo por imaginar: cuál de estas viejas le llena el ojo.
—La de los flequitos —dijo Pinzón.
—¿La que se llevó el Hijo del Presidente?
— La misma —dijo Pinzón—. Y la de antes.
—Esas ya son dos, Mayor. Está usted camino de hacerse justicia por propia mano.
—Justicia al amanecer –sonrió cómplicemente Pinzón, ablandado por Morales.
—Armado hasta la empuñadura —remató Morales con invencible gracia—. Como el terrorífico hidalgo Hernán Cortés y sus conquistadores. Se hacían justicia por propia mano en todos los sentidos.
Pinzón tuvo un espasmo de risa. Se lo tragó y volvió a su compostura militar. Sólo por un momento. Luego dijo:
—Está bien: qué quieren tomar, cabrones. Y tú, pinche calvo, deja de hablar —le dijo a Morales—. Me estás aturrullando.
La inesperada conjugación del verbo aturrullar despertó a Lezama, que somnolencia en un sillón de la salita.
—Chúpale, pichón —dijo Lezama.
En eso tocaron a la puerta de la salita. Abrió el Mayor. La que tocaba era una preciosa morena con peluca de güera. El Mayor oyó lo que tenía que decirle. Cerró luego la puerta y preguntó a los machos masturbines.
—¿Ustedes tienen noticia de un sujeto que se hace llamar Changoleón?
—Es nuestro compañero de casa —dijo Morales.
—Está tocando que lo dejen pasar. ¿Cómo supo que estamos aquí?
—Por el que se fue —dijo Lezama—. Costumbre de la casa compartir, Mayor.
—¿Ustedes dan cuenta de lo que pueda hacer este sujeto?
—Sólo quiere chupar —dijo Lezama.
—¿Que pase entonces?
—Que pase, Mayor.
—Hay también otro sujeto tocando con el anterior que se dice llamar Coliñó. ¿Lo reconocen también?
—Colignon —dijo Lezama
—¿Francés o qué? —dijo el Mayor.
—Mexicano, de pito grande —dijo Morales.
—Nos lo medimos —dijo el Mayor Pinzón—. Pero si ustedes fallan, pagan la cuenta cabrones.
Abrió la puerta de la salita y le dijo a la morena rubia:
—Que pasen, amor.
Venía bajando en ese momento el Hijo del Presidente como un chambelán de película, guiando del brazo a la del vestido guinda de tirantes a mitad de los hombros, con flequillos a la mitad de las piernas. Las piernas que habían subido desnudas venían cubiertas ahora por medias negras de cancanera. El mayor Pinzón hizo un gesto de todos quietos en la salita y abrió la puerta obediente para que entrara el Hijo del Presidente. Los machos masturbines oyeron al Hijo del Presidente decir al oído de su bella de tirantes:
—Nos vemos luego, chiquita.
Lezama metió la cabeza en el sobaco. El Hijo del Presidente entró entonces al lugar que tenía en el centro de la salita, sin haberse despeinado un pelo, y luego de una pausa brevísima reinició sus parlamentos que por alguna razón tenía que proferir meneando la cabeza como un loro.
—Al final de su vida el presidente Calles visitó el arcano —dijo el Hijo del Presidente—. Está documentado. El general Calles reconoció a los espíritus. En una casa de Tlalpan tuvo con ellos innumerables encuentros de los que han quedado testimonios. Mayor, ¿puedo tener un tehuacán?
En aquel mundo anterior al terremoto, un tehuacán era un agua mineral con burbujas.
El Mayor caminó con prestancia militar hacia la puerta de la salita y dio la instrucción de que trajeran un tehuacán.
El hijo del presidente siguió hablando:
—Estaba muy enfermo ya el general Calles y con muchos dolores. Pero el dolor mayor que tenía no estaba en su cabeza. Y era la muerte de su hijo muy pequeño, cuando él no era ni siquiera general. Ya no digamos presidente. ¿Les interesa esto o cambiamos la conversación?
En eso hubo toquidos en la puerta de la salita y la morena rubia mostró a Changoleón y a Colignon, prieto uno, rubito el otro.
—Personal de la casa que lo quería conocer —explicó el Mayor Pinzón al Hijo del Presidente.
—Pasen amigos —los invitó con mano marinera el Hijo del Presidente y entraron el par de vagos, Changoleón con una camisa a cuadros, metida en sus ceñidos pantalones, y Colignon con una de lino blanco por fuera de unos bluejeans que sus robustos muslos llenaban y que por alguna razón obligaban a voltear hacia sus botines de gamuza color arena. Había mucha gamuza color arena en los zapatos de entonces, antes del Terremoto.
Pero entonces el Hijo del Presidente le dijo al oído a Pinzón, no tan quedo que no lo pudiera escuchar Lezama:
—Hay una de satén azul, Mayor, con un mechón rojo. Esa.
—Cuando usted diga, señor.
—Ya —dijo el Hijo del Presidente.
El Mayor Pinzón salió de la salita por la de azul y volvió de inmediato. Cuando se abrió la puerta, Lezama la vio. El Hijo del Presidente se levantó, fue a la puerta y desapareció tras ella. No volvió. Lezama lo atisbó por el vano de la puerta llevándose a la de azul de la cintura hacia la puerta de salida de la casa. El Mayor Pinzón se dio maña para volver a la salita y decirles a los machos masturbines, con la voz estentórea y susurrante que era su especialidad:
—Pandilla, no se mueven de aquí. Yo voy y vuelvo. Voy a dejar a mi custodiado a su refugio. Aquí me esperan. Pero nada más chupan. No alquilan señoritas. Es una orden. Peláez, usted queda al cargo.
Hasta entonces supieron los machos masturbines el nombre del joven rapado que había subido los sacos de rones y wiskies por el balcón y los había seguido todo el trayecto, como sombra del Mayor Pinzón.
Morales, que era entendido en esto, se acercó a Peláez y le dijo:
—Jefe Peláez, ¿podemos chupar?
Peláez asintió con desconcierto juvenil.
Morales dijo:
—Pues a chupar, cabrones. Chango, que venga el mesero.
Torcido de la risa por las ventajosas astucias de Morales con Peláez, el criminoso Changoleón fue a la puerta de la salita y llamó al mesero. El mesero vino y tras él la muchacha de los tirantes del vestido guinda que se había cogido en su segundo turno el Hijo del Presidente.
—¿Algo, muchachos? —dijo la de guinda, haciendo salivar a todos los reunidos, menos a Peláez.
—Que te cante una el trío —le contestó Changoleón, repegándosele.
—Les traigo al trío —sonrió la de guinda, pasándole el índice por la mejilla a Changoleón.
Vino el trío. Changoleón invitó a la mensajera de guinda a sentarse junto a él pero ella fue a sentarse junto a Colignon que, al igual que Gamiochipi, tenía esa cosa de primer impacto con las mujeres.
—Acá, mi reina –dijo Colignon, que repetía como suyas todas las frases de la erótica sin sexo del cine mexicano-. ¿Cómo te llamas?
—Alma Nora, ¿y tú?
—Colignon —dijo Colignon, cuyo apellido sonaba a Coliñón.
Fue así como los machos masturbines se encontraron por primera y única vez amos de la gruta de sus sueños que era la casa de La Malinche, el gran serrallo de sus fantasías. Y los atendieron como marajás, en el sentido de que fueron y vinieron diligentes los tragos y el mesero y el trío, que les cantó las que quisieron, de modo que bebieron como señores dominantes por primera vez en su vida, en aquella sala de la gruta mítica, Lezama, Morales, Changoleón y el rubito Colignon que tenía que quitarse de encima a la de guinda, Alma Nora, para poder tomar al ritmo de los otros.
Peláez, el guardián, sonreía con bondad de muchacho ante el despliegue del gran desmadre que le había encargado vigilar su Mayor Pinzón.
El trio cantó Vendaval sin rumbo, y luego Amor perdido, y luego La mentira y luego Contigo a la distancia, y luego Nunca, y luego No volveré y todas las que dictaba la emocionante certidumbre de haber tenido y perdido un gran amor
Changoleón le dijo a Alma Nora:
—Trae a tus amigas.
—No, cabrón —dijo Morales—. Nos capa el Mayor. Ahorita que venga él, las invita él. ¿No es así, Peláez?
Peláez asintió. Morales ordenó al mesero:
—Otra ronda, hermano. Doble, para que no des vueltas.
Tomaron dos rondas dobles y le dieron otra vuelta al trío.
Alma Nora no descansaba despeinando a Colignon. Changoleón bebía con los ojos perversos entornados. Morales se untaba la cuba en la calva como loción, para oler a gente grande. Lezama iba y venía del vano de la puerta, tomando nota de la gruta.
—Conté doce, pero parecen cien –dijo en un regreso.
—Y todas cogen, mi amor —dijo Alma Nora, rebuscándole la coronilla a Colignon-. No como éste.
En eso se entretuvieron y en otras cubas dobles, hasta que entró como un tornado el Mayor Pinzón.
—Bueno, qué. ¿Ya cogieron?
—No, jefe —dijo Morales—. Usted nos dijo que lo esperáramos. Lo estamos esperando.
—Pues qué decentes. Se ve que no les urgía.
—Jefe… —porfió Morales.
—Qué jefe ni qué jefe. Se levanta el campo. El que cogió, cogió. Y tú me caes bien, pelón. Te busco luego. Pide la cuenta Peláez.
Changoleón salió atrás de Peláez diciendo que iba al baño.
Ya fuera de la casa, en la banqueta, el Mayor Pinzón se despidió de ellos.
—Ustedes son gente sana, muchachos. Lo mejor del país. No voy a olvidar sus servicios.
Vieron irse al Mayor con Peláez y con sus otros dos rapados en una camioneta como un tanque, y caminaron de regreso, por la calle de Michoacán hacia el Parque México.
Changoleón les caminó adelante y se volvió de pronto hacia ellos sacándose de la nada una botella, como si sacara una pistola.
—Se la cargué al Mayor —dijo, con una carcajada.
Le dieron buches rotatorios pero no se alegraron. Caminaron por el parque y fueron a sentarse frente al estanque de los patos. Estaban todos guardados. Se sentaron en la orilla. Había una luna semillena que alumbraba sus perfiles cabizbajos.
—Nos la metió doblada el leviatán —dijo Morales, que estudiaba ciencias políticas
—Leviatán mis güevos —dijo Changoleón—. El pinche Mayor.
—El pinche Mayor —repitió Lezama.
Entraron en un silencio largo, de nuevos tragos rotatorios. Cuando se estaba acabando la botella, Colignon dijo:
—¿Saben cómo se llama la de guinda?
— Alma —dijo, aburrido, Changoleón.
—Alma Nora —completó Lezama.
—No —dijo Colignon—. ¿Cómo se llama de verdad?
—Da igual, cabrón —dijo Lezama.
—No, mira —dijo Colignon y les mostró la tarjeta que Alma Nora le había dejado en la bolsa de la camisa.
Decía con una letra de mala secundaria:
Isabel 284275.
—¡Te la ligaste, cabrón! —dijo Lezama, alzando los brazos en triunfo.
Pero no había triunfo en sus brazos ni en su voz, ni en la mirada fija de Colignon sobre la tarjetita con la letra quebrada de Isabel.