Capítulo 8 del ensayo: “La invención de México”, del libro Subversiones Silenciosas, publicado en 1993 por la Editorial Aguilar.

8. LA IDENTIDAD AMENAZADA
A consecuencia de tan notables cambios, el debate sobre la identidad nacional y sobre el destino de la nación ha cobrado intensidades nuevas. Se oyen desde hace años lamentos y advertencias sobre la pérdida de la identidad cultural mexicana, a resultas de la norteamericanización de sus costumbres. En los medios intelectuales y en el discurso político de la izquierda, se oyen quejas por la desnacionalización y acusaciones de entrega del país a los Estados Unidos.
Las quejas y las advertencias traducen por igual un difuso sentimiento de orgullo nacional y un desconcierto ante la magnitud y la incertidumbre de los cambios. Bajo el debate en tomo a la pérdida de identidad cultural o nacional, me parece percibir, en efecto, un doble impacto: primero, una cierta resistencia a admitir las enormes transformaciones sufridas en las últimas décadas por la sociedad mexicana; segundo, un legítimo sentimiento de confusión, duda y aun temor, sobre el futuro que tales transformaciones anticipan o dibujan.
Lo cierto es que nadie puede definir de qué está hecha, específicamente, nuestra identidad nacional, porque la identidad nacional no es una esencia, un catálogo fijo de rasgos implantados, de una vez y para siempre, en la mente y el corazón de una comunidad cualquiera. Como he tratado de recordar en estas páginas, la identidad nacional no es sino una mezcla de historia, mitos, invenciones oficiales e invenciones colectivas. (15) Nuestra identidad nacional o cultural es algo que viene del pasado, de nuestra memoria y nuestras tradiciones, pero también es algo que está en gestación, que viene de adelante y es el resultado de los desenlaces de nuestro presente.
Defendemos hoy, como peculiarmente mexicanas, cosas que tomamos o que nos fueron impuestas hace siglos, en el contacto de otros pueblos y otras culturas. Reconocemos como mexicanas a las civilizaciones precolombinas, cuyo significado nos resulta todavía, por su mayor parte, un enigma. Hablamos el lenguaje impuesto sobre los antiguos pueblos mesoamericanos por una conquista militar y espiritual, cuya violencia seguimos repudiando. Defendemos como típicamente mexicana la arquitectura colonial española, resultado de una intolerante imposición cultural. Y nada hay tan mexicano en nuestra historia como el triunfo de la causa liberal, cuyas ideas y sueños como hemos visto, venían uno por uno de fuera de México, de países que incluso después nos invadieron, como Francia y Estados Unidos.
Las civilizaciones indígenas, la arquitectura española y la grandeza liberal, no estuvieron siempre ahí, desde el principio, en la conciencia de lo que llamamos identidad cultural o nacionalidad mexicana. Fueron construidas como nuestro legado a través de una apasionante, relectura del pasado y su posterior socialización en discursos, libros, escuelas, historias y museos. La propuesta de México, esplendor de treinta siglos, bien pudiera verse como el capítulo más reciente de la vieja invención criolla de un gran pasado clásico mexicano, similar al de Grecia y Roma. En el umbral de grandes cambios mundiales que decidirán nuestra vida para las próximas décadas, como los criollos novohispanos ante la decadencia del imperio español, nos ponemos a hablar, sintomáticamente, de un pasado tan fuerte que nada puede desafiar, un escudo histórico contra cualquier influencia amenazante, empezando por el incierto futuro que se nos viene encima.
La historia sigue y lo menos que puede decirse, a ese propósito, es que la identidad cultural mexicana sigue también: es una construcción en movimiento. Todas las tendencias y contenidos de nuestra identidad son productos de la historia, la mezcla y el cambio, y están, por su misma naturaleza, sujetos a cambios futuros. Pero la cultura mexicana no es una especie amenazada que deba protegerse para evitar su extinción. Lo que llamamos identidad nacional de México no es sino la mezcla de culturas muy distintas, culturas que pelean todavía dentro de nosotros y que nadie en su sano juicio hubiera decidido mezclar voluntariamente, culturas que tienen más diferencias entre ellas que las que nos separan a los mexicanos de hoy de la cultura y la civilización norteamericanas.
Pienso en el múltiple monólogo, interrumpido sólo por la guerra y el comercio, de las antiguas civilizaciones de Mesoamérica. Pienso en los conquistadores españoles, cargados de sueños renacentistas y rigideces medioevales, criados en las tradiciones de la contumacia ibérica, la disciplina romana, las rudezas visigodas, los esplendores árabes, las intolerancias y heterodoxias católicas; la España poderosa e interminable de los Habsburgo y la España reformista, liberal, de los Borbones. Esa es la increíble mezcla que ha concurrido a la formación de lo que es hoy la nación mexicana, a la que habría que agregar una intensa veta afroamericana, influyentes comunidades levantinas y europeas y unas persistentes gotas asiáticas. La influencia norteamericana ha enriquecido, antes que debilitado, esa matriz cultural, y la enriquecerá más en el futuro. Ese es el espíritu, me parece, en que debemos acudir a las nuevas mezclas que dejan y dejarán huella en nuestra identidad nacional: como a un juego de incorporaciones más que de exclusiones, porque sólo conserva quien sabe cambiar y sólo acumula quien sabe incluir, del mismo modo que las tradiciones no se vuelven tales sino por la modernidad que las desafía, las deja atrás, y las recupera luego, como historia.
NO PODEMOS RENUNCIAR A ESAS INFLUENCIAS SIN RENUNCIAR A PARTE DE LO MEJOR QUE TIENEN NUESTRA IDENTIDAD NACIONAL, NUESTRA MEMORIA HISTORICA, NUESTRO PROYECTO DE FUTURO
Podemos admirar hoy como nuestro legado y contraponer a la chabacanería contemporánea de vidrios negros y baratijas de consumo, el afrancesamiento de la arquitectura civil porfiriana y de una zona crucial de nuestra cultura. Hace sólo unas décadas reprochábamos en esas presencias su extranjerismo y su ajenidad a las «raíces culturales» de México. Hoy son parte de nuestra mexicanidad orgullosa y hasta necesaria, como contrapeso incluso a la influencia norteamericana. A la vista de la intensidad y la fuerza de la influencia venida del norte sobre México desde, por lo menos, la época independiente, quizás haya llegado la hora de plantearnos esa influencia también como parte de la mexicanidad y no como su negación; como una vertiente más, impura y ambigua, pero vigorosa y estimulante, de nuestra identidad cultural.
Hay muchas ganancias que reconocer, en la «contaminación» norteamericana de nuestra vida. Por ejemplo, debemos a investigadores norteamericanos la más impresionante serie de aportes a la ampliación de nuestra memoria histórica: de los aztecas de Charles Gibson a los zapatistas de John Womack Jr, a los pobres de Oscar Lewis, pasando por la arquitectura colonial de George Kubler, la conquista espiritual de Robert Ricard, la herencia liberal de Charles Hale o el Juárez y su México de Ralph Roeder. Me cuesta trabajo pensar en Pedro Páramo sin Mientras agonizo de William Faulkner, y en La región más transparente de Carlos Fuentes, sin Manhattan Transfer de John Dos Passos. Desde principios del siglo XIX hasta el último artículo político de los periódicos de la Ciudad de México, nuestros ideales de libertad y democracia están inspirados, por mucho, en tradiciones e instituciones políticas norteamericanas.
No podemos renunciar a esas influencias sin renunciar a parte de lo mejor que tienen nuestra identidad nacional, nuestra memoria histórica, nuestro proyecto de futuro. Hay incluso ciertas cuestiones en las que no sólo no habría que temer, sino hasta que desear una pérdida neta de tradiciones mexicanas y la aclimatación definitiva de algunas «influencias exóticas», «ajenas a nuestra idiosincrasia». Por ejemplo, me gustaría ver en los años por venir a una sociedad mexicana contaminada por los logros científicos y tecnológicos de una sociedad como la estadunidense. Me agradaría sufrir una plena norteamericanización de los niveles mexicanos de ingreso, salud, vivienda, educación y empleo. Me gustaría para México un poder judicial tan independiente y visible y confiable como el norteamericano y también una industria editorial y una red de revistas y periódicos comparables a los niveles estadunidenses. Después de sufrir todas esas contaminaciones y otras que el futuro traiga, estoy seguro de que seguiremos escribiendo Pedro Páramo, no Mientras agonizo, y La región más transparente, no Manhattan Transfer.
(continuará)
La invención de México mezcla una conferencia sobre la identidad nacional, pronunciada en la ciudad de Zacatecas, en el verano de 1979, y la ponencia “North American integration and the Mexican National Idenetity”, leída en el ciclo Crossing National Frontiers: Invasion or involvement?, celebrado en la Universidad de Columbia, Nueva York, en diciembre de 1991. Es el primer ensayo del Capítulo I, SEÑAS DE IDENTIDAD, del libro Subversiones Silenciosas, publicado en 1993 por la Editorial Aguilar.
15. Véase a este propósito Eric Hobsbawm y Terence Ranger, edc. The Invention of Tradition. Cambridge, Cambridge Univesity Press, 1983.
Héctor Aguilar Camín
Escritor, historiador, director de la revista Nexos.
Su último libro: La dictadura germinal.
Crónica de la destrucción de la democracia mexicana
Editorial DEBATE, 2025