El nacionalismo revolucionario

Capítulo 6 del ensayo: “La invención de México”, del libro Subversiones Silenciosas, publicado en 1993 por la Editorial Aguilar.

6. EL NACIONALISMO REVOLUCIONARIO
En su refundación de las señas de identidad del país, el nacionalismo revolucionario incluyó y amplió las huellas del pasado en una mezcla única. Fue indigenista y antiespañol, como el patriotismo criollo, pero fue también proteccionista y tutelar, como las Leyes de Indias con las comunidades y los pueblos; fue jacobino, laico y republicano, como la reforma liberal, pero no fue democrático, sino centralizador, presidencialista y autoritario, como habían deseado las inercias monárquicas novohispanas y la causa conservadora decimonónica, emblematizada por Lucas Alamán. En este aspecto, dio su propia respuesta revolucionaria al exacto coloquialismo de Tornel: «El único medio Posible: monarquía, y monarca sin nombre». (14)

El nacionalismo revolucionario ofreció también su propia fórmula cultural y política a la vieja cicatriz de la nación: la presencia de Estados Unidos, aquel fantasma de carne y hueso que los liberales no supieron combatir, y el porfiriato apaciguó en el campo abierto de la inversión extranjera, pero con el que siguió peleando a la sombra, montándole competidores y equilibrios, en una sorda disputa nacional que finalmente perdió, junto con el poder, en los trasiegos fronterizos de la rebelión maderista.

Efectivamente, el áspero nacionalismo inicial de Porfirio Díaz, de tinte plebeyo y antinorteamericano, se diluyó en las aguas del pragmatismo diplomático y la búsqueda de inversión extranjera, pero mantuvo su rescoldo y pareció inflamarse de nuevo en la primera década del siglo XX, mediante una ofensiva que hoy llamaríamos de diversificación de inversiones extranjeras, en favor de los intereses europeos, ingleses en particular. La postrera búsqueda porfiriana de un equilibrio en la influencia externa sobre México, irritó a los gobiernos estadunidenses al punto de que puede decirse que la caída de Díaz no fue sólo celebrada al sur, sino también al norte del Río Bravo.

La Revolución Mexicana fue en gran parte la historia de un vivo conflicto con Estados Unidos. El amago político y la intervención militar de Washington, fueron hechos fundadores y experiencia de cada día en la conciencia revolucionaria. Para empezar, el golpe de Estado de 1913 y el asesinato de Madero, que incendiaron al país, fueron diseñados y consentidos por el embajador estadunidense Henry Lane Wilson, uno de los grandes villanos de la historia revolucionaria. En 1914, con ánimo de presionar al régimen huertista, que su antecesor inmediato había ayudado a encumbrar, el gobierno de Woodrow Wilson decidió ocupar Veracruz, con lo cual, desde luego, presionó a Huerta, pero afrentó también a los revolucionarios en armas. En 1917, para castigar la violencia de Villa contra vidas e intereses norteamericanos, una columna de soldados de ese país entró a México y persiguió inútilmente al guerrillero por las sierras de Chihuahua, dejando en la memoria mexicana un doble rastro de ineptitud y agravio.

 

LA REVOLUCION MEXICANA FUE EN GRAN PARTE LA HISTORIA DE UN VIVO CONFLICTO CON ESTADOS UNIDOS. EL AMAGO POLITICO Y LA INTERVENCION MILITAR DE WASHINGTON FUERON HECHOS FUNDADORES

 

La actividad diplomática de la Revolución registró también interminables fricciones con Estados Unidos: incidentes militares fronterizos, reclamaciones económicas, notas de protesta, advertencias y amenazas. No hubo jefe revolucionario de alguna jerarquía que no tuviera, en su momento, la tentación de ofrecer una respuesta armada a la hostilidad americana. La realidad activó la memoria y el conflicto reabrió en la imaginación de los revolucionarios el fantasma de la guerra de 1848, hasta configurar la noción beligerante de Estados Unidos como el peligro exterior número uno de la Revolución y el enemigo identificado de la nacionalidad y el orgullo mexicanos.

La política exterior de Carranza, jefe del movimiento revolucionario desde el asesinato de Madero, en 1913, hasta su propia muerte en 1920, fue la traducción puntual de este sentimiento. Su criterio central fue no ceder un milímetro a las exigencias del vecino intruso, ni en materia militar, ni en materia económica; no prestar oídos suaves a demandas venidas del gobierno de Washington ni a las canalizadas por compañías o los intereses privados estadunidenses.

La Constitución de 1917 encontró en las viejas vetas del regalismo español y de la propiedad de la Corona sobre los bienes patrimoniales del país, la tradición propicia para sellar los derechos prevalentes de la nación revolucionaria sobre los bienes del suelo y el subsuelo, y la sujeción de los derechos de propiedad individuales a las modalidades que «dicte el interés público» (artículo 27). Los destinatarios número uno de aquella actualización creativa del derecho colonial fueron los estados Unidos, sus empresas e intereses en México. Los inciertos años veintes transcurrieron, primero, bajo la sombra del desconocimiento diplomático y la continua amenaza de una intervención estadunidense; luego, bajo el ruido de las grandes campañas periodísticas contra lo que, a grandes voces, llamaban en la prensa americana el «bolchevismo» de la Revolución Mexicana. La tensión decreció a fines de los veintes, pero se reinició en los años treinta a caballo del enfrentamiento con las compañías petroleras, que culminó en la expropiación de 1938.

La colaboración de los dos países durante la Segunda guerra mundial y el acuerdo industrializador de la postguerra, mitigaron el nivel del conflicto. Las nuevas condiciones tendieron a subrayar las semejanzas más que las diferencias entre los gobiernos de las dos naciones. Pero fueron los años de fricción y conflicto los que dejaron su impronta duradera en el corazón del nacionalismo revolucionario y su retórica. Lo mismo en la tribuna que en la escuela, en los diarios que, en los estereotipos de la cultura popular, la influencia a temer y a contener fue la que venía del Norte. El gringo fue a la vez el idiota y el peligro, el tonto insípido y el maquiavélico opresor.

Lo cierto es que, a partir de la Segunda guerra y, sobre todo, en la postguerra, la realidad y el discurso nacionalista emprendieron caminos distintos. De un lado, los negocios, la tecnología, el consumo, los medios masivos, la educación de las élites y la migración de los trabajadores se orientaron hacia el Norte enemigo en busca de oportunidades y «norteamericanizaron» a México más que ninguna generación anterior. De otro lado, el discurso político y la conciencia pública, la historia patria y la sensibilidad colectiva, el humor plebeyo y el orgullo intelectual, afirmaron prolijamente las lecciones anti-gringas del pasado y se mantuvieron, recelosos, en él.

(continuará)

La invención de México mezcla una conferencia sobre la identidad nacional, pronunciada en la ciudad de Zacatecas, en el verano de 1979, y la ponencia “North American integration and the Mexican National Idenetity”, leída en el ciclo Crossing National Frontiers: Invasion or involvement?, celebrado en la Universidad de Columbia, Nueva York, en diciembre de 1991. Es el primer ensayo del Capítulo I, SEÑAS DE IDENTIDAD, del libro Subversiones Silenciosas, publicado en 1993 por la Editorial Aguilar.

 

14. Citado en Carta de José María Gutiérrez Estrada al doctor Mora, 3 de junio de 1843. En «Papeles inéditos y obras selectas del doctor Mora» en Documentos inéditos o muy raros para la historia de México, Genaro García y Carlos Pereyra eds., 36 vols. México 1906-1911, vol. VI, p. 38. Citado en Brading, Los orígenes… p.99.

Héctor Aguilar Camín
Escritor, historiador, director de la revista Nexos.
Su último libro: La dictadura germinal.
Crónica de la destrucción de la democracia mexicana
Editorial DEBATE, 2025

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Publicado en: Mientras pasa la historia

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